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sábado, 26 de noviembre de 2016

Se murió Fidel, dicen que mataron a Rita...

La prensa esta semana ha tenido (y tendrá) carnaza. Los que ya leemos de corrido y sin señas, sonriéndonos despectivamente por lo bajini, tomamos con precaución titulares y contenidos. No, yo ya no leo en profundidad ni El País, ni El Mundo, ni El Diario, ni el ABC, ni La Razón, Libertad Digital, La Vanguardia o Público. Ninguno de estos diarios (en versión digital) me aporta mucho. El País dejó de ser interesante hace muchos años. El Mundo es un vaivén de locos. El Diario, un panfleto, aunque más es Público. ABC o La Razón, delirios en forma de libelo. Y LD... añadan una S en medio y tendrán su significado. La Vanguardia me gusta por temas catalanes, es curioso. Y hay más, pero de cuando en cuando. Lo cierto es que la prensa es, dicho en castizo, una puta mierda. Que leo por informarme de lo que no informan, de paso...

Lo cierto es que tienen, como digo, carnaza. La muerte de Rita Barberá el martes, la de Fidel Castro hoy sábado. La primera ha generado un baile de declaraciones que rivalizaban en ser más y más esperpénticas. Y unos y otros han jugado a hacer el imbécil, incluso cuando unos han reivindicado su ofendido derecho a ser dignos (Podemos y mi fagocitada IU) y otros han cargado contra todos los demás, prensa y público incluidos, siendo más populistas que Graco o Alcibíades. Y en el interín, me ha pillado metido en lectura de Harari, el último libro, "Homo Deus", y un capítulo muy, muy interesante. ¿Cuál es la chispa humana, lo que nos hace superiores a los demás mamíferos y resto de animales?

El autor, de momento, incide en el tema de la cooperación. Pone un ejemplo muy al quite; Ceaucescu y la caída en 1989. También atrae a Federico de Prusia y una frase magnífica; "Mírelos, Mariscal. 60000 soldados armados hasta los dientes, unos asesinos que nos odian, más fuertes y rabiosos, y sin embargo todos tiemblan en nuestra presencia, mientras que nosotros no tenemos razones para temerles". Lo que importa es la cooperación. Las simbologías, los mitos compartidos, las creencias comunes, las ideas aceptadas... que Ceaucescu gobernara con la Securitate, el Partido Comunista, el Ejército y el apoyo de Moscú se explica fácilmente. Que lo haga cualquier gobernante, también; porque ahí da en el clavo Harari. Una élite que gobierne lo debe hacer IMPIDIENDO que el resto de sapiens se organice creando redes de poder alternativas que sustituyan la de esa élite. No dejar que haya sindicatos (o dejándolos tan desgastados, podridos y vilipendiados que nadie crea en su poder) agrupaciones sociales (criminalizarlas es sencillo, miren si no el sino del anarquismo en España) o cualquier otra red que no esté infiltrada, controlada y redirigida por los siervos de esa élite. Es, en toda su crudeza, un análisis materialista del mundo.

Rita gobernó Valencia porque tenía esas redes. Los gobernantes saben qué hacer, más desde que Nicolás Maquiavelo les dejó hasta un manual nada ingenuo titulado "El Príncipe", que debería leerse en toda escuela aunque solamente fuera para reconocer a los muchos príncipes del mundo que ostentan su poder sin el título. Rita perdió apoyos cuando esas redes dejaron de apoyarla. Y se murió, yo aún sospecho si de manera natural o natural que se muera siendo investigada y afectando en ello a su "querido" partido. Fidel ha muerto manteniendo esas redes, mediante su familia y otros sistemas, incluso tras la caída del comunismo de Moscú (lo cual es muy interesante... ¿por qué Ceaucescu cayó rápidamente y sin embargo Fidel no? Quizá Fidel aprendió la lección de las "democracias capitalistas", que es esa de "permite, controlando"...) y eso me recuerda que Franco, Franco, Franco, también murió en su cama, manteniendo el control a pesar de que nunca se metió en política (él ERA política en estado puro...)


El poder... esa cosa tan interesante... pero más lo es lo de la cooperación, pues un Fidel, una Rita, un Franco, no están en el mismo sin esa famosa cooperación. Y la cooperación se da porque hay algún beneficio o perjuicio, reales o imaginarios...

Un saludo,

martes, 22 de noviembre de 2016

Asideros.

Mi hermano escala mucho. Es una de sus muchas pasiones deportivas. Ha visitado al menos tres continentes para subir a varias cumbres, respondiendo a aquella pregunta de "¿Y por qué? - Porque está ahí". En la escala, es importante el amarre, el asidero. No se puede dar un paso sin estar seguro, porque el riesgo conlleva muy probablemente la muerte. Yo creo que en la escalada todo influye, pero hay un punto esencial; identificar correctamente los asideros.

De niño yo estaba perdido. Mis referentes no eran tales. Mi padre pasaba las horas que no trabajaba o dormía en el bar, echando la partida. Mi madre trabajaba, trabajaba, y trabajaba un poco más en la casa. Siempre estaba atareada. Mis hermanos, hasta donde yo recuerdo (a partir de una cierta edad, 9 o 10, recuerdo más en detalle) paraban poco en casa. Sé que me llevaban mucho con ellos, al cine, al parque... eran quienes, junto a mi madre, más me criaban. De muy niño recuerdo que en mi casa había un referente, por muchas cosas. Mi hermano Carlos. Rebelde, soñador, impulsivo, sanguíneo, atrevido. Cuando volvía de sus viajes, incluyendo lugares exóticos para mí como Suiza y la India, me traía algún regalo, y eso era mágico. Todos queremos regalos. Yo quería ser aventurero (quería ser muchas cosas, todas olvidadas a los pocos minutos) y él era un referente. Se murió. Mi hermano el segundo no lo era. También murió. El referente pasó a mi tercer hermano. Sigue siéndolo. Él sabe que lo es. Lo sabía entonces cuando, tragando de todo, se hizo cargo en gran medida de mi educación, de la que ahora exhibo. Juzgue el lector si ha hecho buena labor o no... 

Naturalmente, no es el único. Él ha conformado un asidero. Con los agarraderos tienes agarradas, claro. Peleas, insultos, gritos, violencias varias. Es cuando uno no sabe expresarse o no sabe escuchar. Y se es tozudo y orgulloso, claro. Pero siempre ha seguido ahí, firme, y si en algún momento he de tomarlo, sé que s firme, sólido, cálido al tacto aunque de lejos parezca liso y frío como una lámina de piedra lijada.

Otro asidero voluble lo conformó mi grupo de amigos del colegio. Hubo varios, a los que perdí la pista, ya por desidia o pelea. Antes de esa edad que digo, ya en 5º de EGB los conocí y casi a todos los mantengo, excepto los que menciono. De ellos, decir que me enseñaron, cada uno, cosas pequeñas, diferentes, especiales, pero que calaron fuerte y hondo. De pronto fueron formándose asideros. En uno, en otro. Me cuesta mencionarlos, pero incluso los que fueron resbaladizos y traicioneros, o quedaron lejos, fueron esenciales. Me enseñaron qué caminos no hay que tomar para subir a esa cima. Los asideros parecían seguros en sus casos, pero no lo eran. En cambio, los que parecían discretos, innecesarios por fáciles, tampoco. Resultaron los más firmes. Los mejores. Puede que se oculten con timidez, humildad, incluso falsa, por inmerecida, modestia. Es curioso; pasé al instituto (a dos, de hecho) y a la universidad, luego aquel Máster para trabajar, a empleos... pero nunca hallé a nadie que pudiera siguiera igualar a mis amigos, a mis asideros. En hombres no hallé amistad. En mujeres siempre buscaba sensualidad, sexualidad y placer, a fin de cuentas. Mi amistad con mujeres empezó tarde. Pero no pude cambiar o añadir fácilmente nuevos amigos. Añadí algunos, sí, que durante un tiempo me parecieron tan buenos como los de siempre, aunque luego fueran un fiasco. Otros permanecen. En todo caso, la amistad, la que mantengo hoy, con esos hombres y mujeres, es un asidero firme, duro, al que siempre agradezco que tenga clavos y cuerdas y refugios incluso. Sin ellos...

Me quedan más. Uno es ella. La mujer con la que llevo tantos años. Madre de mi hijo. A veces olvidamos que tuvimos un inicio de pasión (como todos) en el que el cuerpo se rebeló y electrocutó toda convención, creación y artificio social. Después ha sido una rodada sin par. Un día tras otro, sin pensar en el siguiente, sin hacer planes. Un día más, pensamos. Un día más. Hasta hoy. Ha sido más que asidero refugio, esas cuevas cálidas con un fuego esperando. Alguien con quien llorar. Con quien abrazarse. Con quien sentirse en comunión. Cierto que la maternidad y la paternidad modifican muchas cosas. Nos enerva, deja exhaustos, sin energías, más proclives a la respuesta escueta, seca, incluso cortante. El agotamiento es norma. Sin embargo, ese refugio, esa colección de asideros, permanece, y parece inmortal. Aunque sepamos que es, simplemente, un día más.

Hay también pequeños asideros, a veces diminutos pero que, si uno sabe ponerse bien, puede seguir trepando. Pero ese secreto, que no es tal, me lo guardo para mí, por una vez. 

Alguno dirá "¿y tu trabajo? ¿acaso no es el asidero más importante?". No. El trabajo me da dinero. Me permite vivir. He conocido a mucha gente interesante pero a mucha más que no me interesaba lo más mínimo, como ya me pasara en el instituto o la universidad. Es un medio. Me paga las cuerdas, los clavos, el equipo de escalada (lo que no me paga, lo comparto o pido prestado, la vida no se compra...) pero nada más. Y ha sido así desde que firmé mi primer contrato y después desde mi primer nombramiento. Ahora, si me preguntan por mi otro trabajo, el que no puedo llamar así porque entonces lo rebajaría, ese sí, es un asidero de lo más importante. Aquí está la prueba. Si no escribo, si no pongo palabras en un papel o una pantalla, al menos una, cada día, siento que mi cerebro ha malgastado el día. Que mis manos han perdido el tiempo (bueno, en realidad, en muchas ocasiones, no lo pierden, al contrario... lo disfrutan...) y he dejado morir horas del reloj cruelmente. Sí, como si se suicidaran desesperadas al verme perderlas así, complaciente, hedonista, irritantemente hedonista...

Si se pone una buena banda sonora a todo esto, y uno sonríe, la subida a la cima, apoyado en esos buenos asideros, es una gozada. Porque, aunque a mi hermano le gusta hacer cumbre, contemplar como un emperador los dominios a sus pies, satisfecho del esfuerzo, yo soy más del esfuerzo de subida, y prefiero que no se acabe. No veo otra cumbre que mi vida, y esa quiero escalarla hasta que me muera. O, al menos, lo intentaré...

Un saludo,

jueves, 17 de noviembre de 2016

Vida de barrio.

Hoy me he levantado algo costumbrista. Sí, como un Baroja crudo suavizado por Pérez Galdós. O un Cansinos Assens tras charlar con Josefina Aldecoa, si eso fuera posible, sobre este nuestro país. O como David a secas, astracanado en gregerías. El mundo es absurdo, eso ya lo sabemos todos aunque tratemos de dotarlo de sentido. Y suerte...

Digo costumbrista porque hago una vida de barrio muy peculiar pero a la vez absolutamente agradable. No es la vida de barrio de mi niñez, macarra, entre agujas de yonkis y pistas de básket donde arrancaban los aros día sí y día también cuando no había peleas a piedra y palo. No es esa vida de ir a jugar al bar al Double Dragon y gastar monedas de cinco duros con cuidado de que la partida durara mucho, o entrar en los billares de mayores, vestidos de cuero y humo de cigarro, amenazantes y atractivos. No. Tampoco la de salir de noche y perderse por lugares imposibles (incluyendo saltar tapias de cementerio para comprobar si los muertos siguen quietos en sus mausoleos) Es otra vida. Tras varios años de "exilio" en Alcorcón (relativo, pues sirvió para muchas cosas y todas buenas) en aquella urbanización cerrada y barrio inexistente, he vuelto a Madrid, he cruzado el río (igual que de niño, yendo a ver a Sergio, Emilio o Igor, en ese orden o en orden inverso) y ahora vivo en otro sitio que es especial.

Es especial por muchas cosas. El ritmo ha cambiado. Quizá sean mis ojos y mis piernas los que han variado el ritmo, da igual. Ya sabéis, el observador que cambia el objeto observado. El ritmo, digo, es pausado, tranquilo. A pesar de mi tendencia al grito, al movimieno espasmódico y brusco, he encontrado aquí una calma y una vida que me eludían demasiado tiempo. Y felicidad. Incluso en un comienzo tenso y duro (el día de mudanza ingresaron a mi hijo, y las cajas se acumularon en un bosque muerto de cartón, relleno de objetos durante semanas, incluso meses...) hice ya algo que me encanta; salir a pasear. Fui con mi amiga Pili, y de pronto sentí felicidad, la primera vez. Salir, pasear, disfrutar, volver a ver los edificios de noche jugando a adivinar qué historias guardan en las ventanas sin luz y cuáles en las que tienen luz, perderse por calles, por rincones, por lugares de pronto nuevos... 

En dos años he disfrutado de viejos conocidos y hecho algunos nuevos amigos. Y he descubierto que las charlas de parque son muy divertidas, más que las de bar, sin duda. La edad, la intensidad de los momentos y la necesidad de ser breve ante el cuidado de hijos hace que uno sea más directo. Como hablar en un lenguaje que no es el materno, eres más claro y honesto. He descubierto que puedo ser breve. Conciso. Aunque nadie lo crea, sobre todo mi buen amigo Jordi, el gongorismo ha muerto. ¡Viva el barojismo! :D

He dado muchos paseos. He ido andando, en bus, en metro, en bicicleta, a sitios donde antes solía acabar yendo en el maldito coche. He redescubierto la ciudad de mi adolescencia y juventud, los rincones, los edificios de ladrillo naranja o sucios, los cortes neoclásicos, el famoso y afamado Madrid de los Austrias (donde hay una casa de balcón que mira al viaducto, de frontón triangular sobre columnas finas, terrazo y pinta de ser muy cara y en la que viviría una de las muchas vidas que no he vivido...) y los secretos en forma de jardines, de pequeños parterres, rincones, viejos y nuevos, esculturas imprevistas, fachadas espectaculares arrumbadas fuera del circuito turístico, aceras de ladrillos espigados o baldosas muy pulidas de tantos pasos que han soportado... he disfrutado de la compañía de muchos y buenos amigos. Rafa y las partidas de los jueves que son excusas para charlar. Algunas de rol con los mismos de siempre. Piscinas tras el escuás (oscuás, qué dolor) y debates como los de antaño. Cenas en tascas, bares o restaurantes del barrio. Cervezas. Reencuentros con Igor, con Emilio, con Sergio, con Santi. Comidas con Julio (sí, comer es un acto social, único, especial... me encanta comer, soy comedor compulsivo, tanto como el contacto físico; necesito abrazar la carne y comerme las miradas, necesito pegarme a quienes aprecio y quiero, sentirles... aunque huyan despavoridos o les incomode mi afamado abrazo del oso y mis besos interminables :P ) y descubrimientos como esos que digo de parque. Madres de todo tipo, corajudas, divertidas, agradables, simpáticas, agobiadas, especiales, y niños que juegan, descubren, exploran, investigan, se divierten, lloran, se caen, pegan, les pegan, saltan, ríen, patalean, corren... he ido descubriendo el barrio, poco a poco, situando los nuevos lugares que a veces eran viejos. La biblioteca de (¡sorpresa!) Pïo Baroja, donde presuntamente estudiaba y acababa leyendo cómics, y ahora es lugar de visita semanal, es un ancla echada al pasado. Algún bar como el Coppola (fritanga, cerveza, pósters de sus películas) para cultivar la nostalgia. El DÍA, primer supermercado que tenía aquella infame Sky Cola o picoteos de patata y otros repletos de E-tetúasaber... el parquecito donde pedaleábamos y ahora es el camino a la heladería de los viernes en el buen tiempo. El parque de Arganzuela que ha extirpado la fuente elíptica objeto de una apuesta... los paseos se llenan de nostalgia, de pasado, pero también de futuro y color. Mi hijo descubre, juega en los mismos sitios, pisa una arena removida miles de veces pero siempre idéntica. Mi sonrisa vaga, pasea y ríe, y me siento, como digo, feliz.

Esa es la cuestión. Estoy feliz. No siento la cacareada crisis de los 40. No siento la extraña punzada del desasosiego todo el tiempo (por otros motivos, sí, pero la ansiedad es así, no respeta el raciocinio que la alimenta) y sí una felicidad que se resume en algo básico. Aceptación. Acepto mi vida. Mi entorno. Mi persona. Y gracias a eso acepto lo que sucede, lo que viene o vendrá, viviendo día a día. Creo que me mudé no a un nuevo barrio, si no a mi barrio, aquel que he ido construyendo año tras año y no tiene forma de edificio de ladrillo o piedra. Es el barrio de uno, el interior, donde sabe qué colmado vende la mejor conserva o qué frutería trae lo mejor de la temporada. El barrio interno donde uno conoce cada calle, cada callejón, giro, codo, recta, cuesta y rincón. El de los caminos inexplorados y las luces distantes. El lugar donde se siente uno a sí mismo, con uno mismo.

La vida de barrio es agradable. Madrugar, no. Trabajar, menos. Y siempre, tras las sonrisas, los rostros apacibles, las miradas llenas de felicidad, pueden esconderse dramas, miedos, historias terribles o deseos y pulsiones malévolos. Pero eso es ficción. La realidad es mucho mejor por una cuestión básica; es real. Pasa. Y pasa porque llegamos, buscamos, encontramos, a veces sin ir, sin explorar, sin querer hallar nada. Pero es.

Y entre árboles y ramas, donde la luz de otoño incide, partida por hojas a punto de caerse, paseo, paseo. Últimamente, con ganas de silbar, de poner las manos en los bolsillos o a las espaldas y sonreír, de mirar todo con indulgencia, de maravillarme de la belleza que se esconde en cada lugar, cada rincón de ese barrio. He perdido ya definitivamente la gravedad, la pomposidad (salvo si es para burlarme de ella) y la losa de la pregunta aquella. ¿Por qué?

Para ser felices.

Un abrazo,

lunes, 14 de noviembre de 2016

Crisis? What Crisis? SUPERTRAMP!

Alguna vez he dicho que me encanta, me impacta esa carátula del disco de un grupo llamado Supertramp! (que hoy podríamos traducir como las supertrompetas del fin del mundo, según algunos medios) donde se ve a un tipo tomando el sol con sombrilla en su tumbona, rodeado de residuos y chimeneas, bajo una sombrilla amarilla muy hortera, el periódico y un cóctel en la mesita de plástico. Es magnífica. Es brutal. Es la epítome del siglo XX y del XXI, si me apuran, ese hedonismo brutal y completo. Al carajo todo. A la mierda. Mientras tenga mi espacio bajo el sol donde disfrutar y tal. Chapó.

Voy a ser sincero. El mundo se fue a la mierda el día que los sapiens lo colonizamos. Tal cual. El día que nuestros instintos fueron lapidados por la cultura. La cultura... siento, en ocasiones, ese pálpito fascista de Millán-Astray y pienso en usar un revólver mágico que atine en toda diana. Pero la cultura es otro producto, otra creación humana. Una creación que en ocasiones da alegrías, en muchas otras desvela haciendo que persigamos un significado que no tiene o está muy lejos de ser tal. Pero da para conversar y eso es bueno, pues hablar hace feliz al que emite esos sonidos articulados y reconocibles, y a veces, también, al que los debe escuchar. Entonces, quizá, la cultura no sea tan mala, y los instintos atrapados bajo su losa liviana de ideas abstractas puede que estén mejor ahí... o no.

La verdad, las mejores conversaciones que he tenido versan sobre cultura, sexo y muerte. Justo hace unos días tuve una que combinó las tres. Rafa, mi buen amigo Rafa, ese rentista favorecido por la fortuna y una inteligencia (no excesiva, pero más que suficiente) que cultiva con esmero, me recibió en su casa con una indignación mesiánica. ¡El cine que llamamos "clásico de obras maestras" es una pamema! Vamos, que le había jodido revisar "Caballero sin espada" y nos puso a Santi y a mí algunas secuencias e imágenes, indignado, cabreado. Y con razón. Pero, eh, oye... así es la cultura. Cultura es tanto "2001" como el silbido del afilador en la calle. No mezclo en la vitrina irrespetuosa del cambalache, es la verdad. Cultura es hacer cosas. Cosas que nos hagan felices. Rellenar el tiempo que falta hasta la muerte, ese otro tema que tratamos (yo, como César, lo tengo claro; muerte rápida, dolor muy breve, inmediato) con cultura. Libros, discos, pelis, eso es lo que realmente importa. Y todo lo demás al carajo. ¡SupertrUmp!

Y el sexo... sexo. Sexo. Qué decir de ese tiempo indefinido en el que somos humedad, carne, piel, sensibilidad placentera y locura de gemidos, gritos y orgasmos. Ese tiempo indefinido en el que jugamos con la expectativa, las horas previas o posteriores de imágenes que encarcelan de pronto la realidad y nos regala un instante largo de felicidad completa. De adolescente recuerdo aquello de "eso da para paja", una manera basta de indicar que había sido relevante, potente, una imagen o sensación tan fuerte que había que reproducirla en nuestro cerebro una y otra vez como las películas que hipnotizan. Y da igual qué de para paja... puede ser una frase, un libro, una película, una situación rocambolesca o inaudita. El sexo, eso que impregna todo desde que nacemos (cuando no sabemos qué es, pero está ahí) hasta que morimos (gritando, igual que en un orgasmo, eso de "¡Dios, Dios!") es puro placer, puro juego, entrega, pasión, melaza, recreación, saboreo, baile, locura, todo. La cultura, a su lado, es un pálido reflejo de lo que los cuerpos, en solitario o hasta números inimaginables, pueden hacer. Yo siempre he dicho que las películas que más me han impactado son las del cabrón de Lars von Trier. "Los idiotas", una de sus fantasías Dogma, me sorprendió cuando de pronto, sin esperarlo, pero por pura coherencia con la historia que presenciaba, se ponían a follar. Tal cual, reproducido en cámara, húmedas penetraciones, besos, miradas perdidas, fricción de genitales, de manos en el cuerpo. Me quedé boquiabierto. No fue la primera vez. Más películas, no sólo del provocador Trier, han mostrado eso. Cultura y sexo. No es porno, es realidad (el porno es la Ci-Fi del sexo; nadie se lo cree, pero apenas atrapa en realidad las fantasías del masturbador... es una pálida aproximación, aunque las películas amateur, morbosas, de gente que lo hace sin saber que les miran o que les miran sin saber que pagan por ello porque robaron el vídeo son las mejores, para mí, las más cercanas a esa realidad que nadie graba... como un parto; un parto, en el cine, y doy la razón a Rafa, otra vez, no lo he visto aún de verdad. Bueno, ni en la realidad, llegué tarde... vaya digresión...)

Sexo. Cultura. Muerte. Si uno vive en eso, la plenitud de su vida es la que es. Póngale usted música, que la vida siempre mejora con una banda sonora que resulte molona, llena de ritmo. Follar, leer, morir. Follar, ver cosas, morir. Vivir. 

La gente siempre ha hecho esas cosas. No cambiará con nada, salvo la extinción masiva. Algo que, por cierto, Rafa apoya. Yo, con eso de ser padre, he aparcado mi misantropía para aceptar a más seres humanos en mi confianza. No tanto. Sigo creyendo que sobra un 95%, pero el tema números es tramposo. A algunos y algunas sí salvaría de extinciones, y suerte que tengo de que existan. A otros les he salvado con mi memoria, y algún día tengo que dedicarles lo que les debo. Mis padres... aunque, como siempre, lo que no recuerde me lo inventaré. Como digo, ellos son mi entorno de toalla en la mugre, los compañeros de cóctel en la sed ajena, a quienes resguardaría bajo la sombrilla amarilla, tan amplia como pudiera hacerla, con quienes me recostaría o cedería la tumbona. A vosotros. Y vosotras (por si  hay guardianes del género en el lenguaje que quieren tocarme mis preciados cojones, aunque la prelación ya dará para ello) 

Crisis... una gran tienda de cómics. Una palabra que no significa nada más que "lo de antes ya no funciona igual, hay que cambiar o reparar". Un término falso. Una mentira más. Siempre estamos en crisis. O sea, es la normalidad. Y ésta tampoco existe. Y si sigo, acabaré en el solipsismo, así que termino aquí ésta reflexión de corrido que me ha salido por pura necesidad. La de expresar, la de decir, no sé si la de mentir. 

Todos a bailar...

Un saludo,

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Capas de realidad.

Toda persona tiene un momento en su vida en que siente, como Segismundo, que la vida es sueño. O lo que es lo mismo, una mentira, una ilusión. Pero luego recuerda, igual que Woody Allen, que los mejores filetes se toman en esa vida real. Lo cierto es que, no sé si el cómic, la novela de Ci-Fi, la clásica, la filosofía, las películas, todo en general, me ha generado una certeza y a la vez una incertidumbre. Que la vida se configura por capas, muchas capas. Y que cuanto más quitas éstas, no encuentras un "núcleo" o único final, si no un vacío. Porque las capas son la realidad.

Tengamos por ejemplo mi propia vida, aunque vale cualquiera. He sido hijo, hermano, huérfano. Familiarmente he perdido y me han perdido. He vivido sensaciones, vivencias y experiencias de todo tipo en ese ámbito. Una capa. Se entremezcla, como la telilla de las cebollas, junto a los amigos, los pares, las decepciones, los maestros, las némesis, las antítesis, los iguales. Amigos que tornaron enemigos, enemigos que eran menos, amigos que no eran, conocidos que eran amigos, y todas las vivencias y experiencias y sensaciones junto a ellos. Amigos íntimos, amigos no tan íntimos, amigos perdidos por el camino y otros encontrados en medio de la nada. Otra capa.

Pasemos a la del amor o las relaciones. Las reacciones hormonales, los enamoramientos, las endorfinas, los flechazos químicos. Los rechazos, las decepciones, las frustraciones, las peores decepciones. El amor considerado una bella arte y realmente un simple nombre. He vivido historias de locura, de ajeneidad, de espontaneidad y de entrega. El sexo ha sido grandioso, aburrido, especial, fascinante, decepcionante, intenso, sencillo, inexistente, abundante, serio, ajeno. Amor y sexo que han creado relaciones, destruido relaciones, forjado relaciones. Del amor y del sexo han salido ramificaciones y nuevas capas, pero esta es una gran capa...

Hijo, hermano, amigo, pareja, y... padre. Una nueva capa de repente más dura, más opaca, al tiempo más oculta. Ser padre me ha postergado a ojos de los demás, salvo de quienes me seguían viendo con los mismos ojos, los que me reconocían como esa entidad llamada "David" y que estaba configurada por algunas de las capas esenciales que he mencionado. Pero ésta era nueva... de pronto, relegado a un asiento oscuro y trasero, silenciado, oculto para ojos ciegos a mi rostro, mi cuerpo, mi persona. Y esa capa se sigue formando cada día, cada momento.

Estas capas se complementan con extraños filamentos que las une, telillas transparentes, crujidos de realidad. Soy también miles de personajes leídos, vistos en películas y series, escuchados en historias, anecdotarios y cotilleos. Soy también, porque no puedo evitarlo, el amigo del amigo que un día hizo aquella cosa, el hermano del hermano que descubrió un secreto espantoso, el conocido que todos rechazaban y marginaban. Soy ellos, soy todos, porque un pedazo de su vida entra en mí cuando sé de ella, no puedo evitarlo. Dirán que son las capas de cebolla más acuosa, menos nutritiva, porque es menos real. No, lo niego. Sin ellas no sería tampoco yo. Sin el sufrimiento de los otros no comprendería el mío y la manera de atajarlo. Sin la alegría de muchos no entendería la propia. Sin las vivencias y acciones, que en lo más íntimo de mi ser apruebo o desapruebo, no podría ser yo. Porque la moral no es innata, es nuestro juicio a los demás, y siempre, siempre, equivocado. Ahí, siempre, recuerdo aquella reflexión de un conocido que es amigo. Sonreír. Y hacer sonreír. La vida es simple.

No, no lo es. A veces nuestra sonrisa esconde un perjuicio, un tenebroso secreto. O no, nada tan gótico. Tan sencillo como una verdad que nos hace felices en otra capa de nuestra realidad pero que podría acuchillar y hacer infelices a otros en su capa más próxima. Como cebollas en un mismo saco, nos podemos transmitir el frescor o la podredumbre. O la quietud. Pero lo cierto es que ni la vida es simple ni es fácil sonreír siempre, ni hacer sonreír. A veces debemos estar serios para que otros sonrían. Y a veces debemos sonreír cuando otros lloran. 

En las capas hay muchas interconexiones. Un multiverso de personalidades, extrañas algunas, pero que conviven con nosotros, salen a la palestra y toman la nueva máscara de esa tragedia llamada vida. En nuestro interior, en alguna capa, vive el amigo despechado, el amante vengativo, el colega traicionero, el hijo disoluto, el padre terrible. Y sus acciones pueden quedar conscriptas en la capa, o salir en forma de bulbo, de raíz seca, de poro negro, de dolor supurante. Somos capas de emociones, de vivencias, de sueños, de locuras, de inexactitudes.

Las capas, sin embargo, son reales. Todas ellas. Y ninguna es menos real que las demás. A veces nos arrancamos una y es como tirarse de la piel y dejar en carne viva un trozo de nuestro cuerpo. Nos falta esa capa, no lo sabíamos hasta que sufrimos el dolor. Pero lo interesante de la vida es que siempre crece una nueva, sustituyendo a la anterior, a veces con cicatriz, a veces no. Y la memoria almacena o descarta esas cicatrices emocionales de manera que podamos sobrevivir y acumular más capas, más inviernos, más sueños. Pero siempre, con una máxima; no dejar que las capas nos abrumen por asfixia, sofocando nuestra respiración, vidriando la vista, abotargando el tacto, quemando el gusto, eliminando el olfato. La vida son sentidos, sabiendo, de inicio, que el primero es la muerte.

Porque no cabe lamento por las capas. La muerte es el final. El último de todos. Y como la cebolla cortada, triturada, tragada y digerida, nos convertimos en lo que sabemos que somos, por más que busquemos permanecer. El mismo polvo de estrellas que acumuló energía solar durante una fracción de tiempo ridícula. 

Hagamos que signifique algo, en alguna capa, en algún momento, en nuestra vida.

Un saludo,