Hablando de pollas, hay otra
anécdota que me encanta. Una vez conocí a una muchacha, superada la treintena,
que era incapaz, literalmente, de pronunciar esa palabra. “Polla”. Imposible.
Enrojecía, apretaba los labios, reía nerviosamente, meneaba la cabeza y torcía
la vista. Impresionaba. La limitación me hacía reír, primero, pero luego sentía
una mezcla de compasión y de susto. Pero dejemos las pollas de lado.
El cuerpo de una mujer ha sido el
campo de batalla del tema. De siempre. Un desnudo femenino, desde que el catolicismo
integrista se hizo con el poder, allá por los tiempos de Constantino, era más
punible que, pongamos, un robo o asesinato. Exagero, pero en la hipérbole se
entenderá el argumento.
La mujer romana ya iba tapada
(como la griega) de pies a cabeza, dejando el desnudo para mosaicos
mitológicos, frescos de tumba y otras intimidades. Ojo, el hombre solía exhibir
más carne que la mujer. Véanse los gladiadores, verdaderas ferias de piel
desnuda y sudorosa. Véanse también los miles de amuletos en forma de pene,
falo, único, doble, con sus testículos y, muchas veces, alitas. En Pompeya, lo
más sorprendente no es encontrar la ciudad casi intacta; es ver en cada calle,
en cada esquina, un falo bien tallado, bien marcado, símbolo apotropaico. Lo
que viene a ser, en superstición, una virgen por esquina, en Sevilla. Y a lo
tonto, he vuelto al tema de las pollas. Retorno a la mujer desnuda.
El cuerpo femenino es, según
cierto título, un campo de batalla. En torno a él se han edificado teorías,
argumentarios, prohibiciones, permisos tácitos, abusos, reprimendas…
curiosamente, siempre sin contar con las dueñas del mismo, se habla de ellas,
sin tenerlas en cuenta. A todas las mujeres. Un ejemplo, el tema del aborto,
consecuencia del sexo, regulado siempre sin ellas. Imaginemos que opinaran
sobre la fimosis masculina, o la extirpación o no del apéndice. Que además, lo
legislaran, poniendo condiciones, obligaciones, plazos. Que... ya me están
llamando exagerado, comparar un apéndice o fimosis con un feto. Claro que
exagero. Pero lo radical del asunto, la raíz, es que el cuerpo de uno mismo es
eso, el cuerpo de uno mismo. En el de la mujer, además, estriba que ella carga
el peso de un embarazo, que si no es deseado, se convierte en algo más que
carga física. Y eso, mal que nos pese, es condenar a esclavitud a una mujer.
Más si es pobre. Más si es ignorante. Más si no lo desea. Más si es un riesgo
para su vida. Más, siempre, que al hombre, el cual se puede desentender desde
el momento siguiente a la eyaculación, aunque haya leyes que, siempre, han
buscado la paternidad responsable, obligada.
Yo defiendo el aborto, pero como
todo derecho. Esto es, no es una obligación, ni un privilegio. Es un derecho,
una opción. Y prefiero que exista la opción y por tanto, la libertad, que la
obligación y por tanto, la servidumbre. Ninguna mujer desea abortar, estoy
seguro. Ninguna desea someterse a esa experiencia, clínicamente peligrosa,
molesta, vejatoria y abrumadora. Por cómo la contempla la sociedad. La defensa
de la vida es otra cosa, no eso. Y el cuerpo de la mujer, en última instancia,
es de ella, no de una moral, un Estado o un hombre.
¿Qué hay detrás? Moral. Como el
uso de preservativos. El ser humano es de las pocas especies mamíferas que,
consciente y culturalmente, disfruta del sexo, separándolo de necesidades
reproductivas. Otra discusión es de la cultura, en animales no humanos. Jane
Goodall ya se metió en ese asunto con los chimpancés, y creo que quedó, como se
dice leguleyamente, acreditado. Pregunten a cualquier etólogo. A fin de cuentas,
ellos sirvieron de modelo a Darwin… y otra vez digresión al canto.
El sexo ha sido objeto de moral,
de control, por estados, por religiones, por organizaciones. Por la parte
reproductiva. Si descontamos la parte reproductiva, queda la del placer, puramente.
Y aquí hayamos otro desequilibrio. El placer masculino está bien visto, es
necesario, es aceptable, pero el femenino, no. ¿Por qué va a disfrutar un
objeto, un recipiente? Pensamiento otra vez machista, nada igualitario. Y
entramos en el Paraíso o el Infierno, según crea o no el lector…
Paraíso si piensa que el sexo es
placer, además de reproducción, y placer constreñido únicamente a una norma; no
hacer daño al otro. Norma jodida, difícil, complicada. Adulterios,
infidelidades, prostitución, deseos subterráneos… otra vez, los estados y
religiones tratando de regular esas realidades. Infierno, por tanto, si se vive
constantemente entre paredes de prohibición, de dolor, de miedo y daño.
Físicamente, pueden existir
impedimentos, desde luego, igual que intelectualmente. Porque el sexo se
disfruta desde ambos parámetros. Pero si, encima, hay obstáculos externos…
¿qué?
En las revoluciones, siempre se
ha tratado el tema del sexo. Con vistas a regularlo, no se crean. Quizá los más
curiosos son los libertarios anarquistas de finales del XIX, donde propugnaban
una igualdad real, un naturismo y desnudismo puro y radical, un equilibrio de
derechos y obligaciones mutuamente pactadas entre ambas partes. Recuperado, en
gran medida, con las efervescencias de los años 60 del XX. Y ahora…
materializado, cosificado, curiosamente. Amor libre, compartido, consciente…
eliminación de la infidelidad, el adulterio, la prostitución cambiada por libre
comercio, no esclavitud del cuerpo, deseos satisfechos de manera proporcional… vaya,
sí que da el sexo para mucho.
Empecé hablando de pollas y
coños, y acabo con teorías sexuales de placer, palabras, más que palabras.
Acabaré con una anécdota más, como siempre. Mi primera y mejor clase de
educación sexual. Dada por mi madre. Fue simple; me regaló una caja de
preservativos y un consejo. “Cuando
una mujer te dice NO, es NO”. Simple y rotundo. No es el “no…” o “no,
bueno… no sé…” o cualquier otro matiz. Es el NO. Punto.
Mi reflexión es entonces.
¿Aversión al sexo? ¿No será más bien, falta de educación sexual? Asignatura más
que pendiente, me parece…
Un saludo,