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jueves, 23 de junio de 2011

Que no me toquen los cojones

Leo que los putos obispos siguen a la carga con el rollito de la "eutanasia" encubierta según ellos con el proyecto de Ley de Muerte Digna. Me toca mucho los huevos que unos tipos machistas, representantes de un estado autoritario y doctrinario extranacional, con ideas muy definidas de lo que debe ser la moral y la ética, sin permitir ninguna alternativa, me quieran imponer en contra de mi libertad y de los que conozco una vida alargada de mierda, dolorosa e inútil.

Hoy me han tocado muy mucho los cojones. Mucho. Hace una semana murió mi padre. Hace más de 9 años, mi madre. Y en ambos casos, teníamos claro todos una única cuestión; es mejor morir sin dolor y sin alargar la situación que hacer crónica una vida carente de calidad, de capacidad, de viabilidad. Y no lo decidimos mi hermano o mi padre o yo. Fueron los propios médicos, quienes, trabajando todo el puto día con enfermos, saben lo que es agonizar lentamente. Señores obispos y gentuza similar, no me toquen los cojones que los tengo muy hinchados tras leer sus mierdas.

A ver si de una puta vez se hace un proyecto donde tengamos opción del Testamento Vital. Donde podamos decidir, y digo bien, decidir, nuestra muerte. Porque yo no estoy dispuesto a ver con ojos vidriosos, la boca y la nariz tapados con una mascarilla de oxígeno y dolores por todo el cuerpo cómo mi vida no tiene más sentido que la de dar trabajo a unas enfermeras, doctores y familiares que podrían dedicar el tiempo a salvar a otras personas, a curarlas y, en el caso familiar, a vivir su propia vida. Tengo claro que, si mi cuerpo no da para más y mi mente está aun facultada, quiero pedir un suicidio asistido, donde abandone la vida por decisión propia, sin sentir miedo ni, sobre todo, dolor. No soy un estoico. Soy una persona que quiere tener algo de libertad.

Así que repito, señores obispos y gentuza similar que esgrime su "verdad" con infinita calentura en los medios, que quiere imponer su puto sesgo de cómo son las cosas, que desea una moral única, indiscutible y férrea; no me toquen los cojones. A este mundo no hemos venido a sufrir, si no que aparecimos primero por accidente, azar, aunque fuera deseo sexual primero con o sin decisión consciente de los padres. Hemos venido porque así sucedió, y ya que estamos, queremos vivirlo, sin dolor, sin miedo, sin más mierdas de las que ya la vida lanza a diario, como para que encima no podamos morir como queremos, que es la última gran decisión de la que somos únicos protagonistas, porque nuestra muerte solamente la vivimos nosotros.

Hala, dedicáos a explotar a la Consejería de Educación de Madrid y a los funcionarios que se quedan sin vacaciones para atender la "gratuita" visita de las juventudes papales a Madrid, y seguir amaestrando a vuestros polluelos con mentiras y dogmas... pero de verdad que, con cosas como estas, me dan ganas de... mejor no sigo, por si está tipificado como delito.

Un saludo,

sábado, 18 de junio de 2011

Mis padres

Mi padre nació en La Robla en 1930. Mi madre, en Villamarco, también León, en 1933. Mi madre falleció hace ya 9 años. Curiosamente, nació al tiempo la sobrina de Cris, Nuria. Ambos sucesos los he ligado siempre, al azar. Mi padre falleció hace unos días.

Mi tía nos pidió que dijéramos unas palabras, ya que prescindíamos de misas y responsos. Le había parecido mal que no habláramos en la cremación de mi madre. Lo que no le dije es que yo había querido decir unas palabras, pero que entonces me resultó imposible. Igual me ha pasado en el entierro de mi padre, cuando le subían al nicho donde está enterrado. No pude, no quise decir nada más que "gracias". El espectáculo de la muerte me sobrepasa, me aturde un poco, quizá ahora menos, pero me sigue repeliendo. No puedo con ello.

Quizá ahora sí tengo unas palabras que decir. De mi madre y sus recuerdos, que hice míos, y su dura infancia, sirviendo en casas de señoritos. Su carácter cuando la querían sacar al baile. Sus ojos claros. Su sonrisa. Su mirada. Sus dientes que enseñaba cuando estaba enfadada y me atizaba con la zapatilla. Su risa. Su claridad de mente. Porque no fue casi al colegio, pero eso no impidió que aprendiera la vida pronto, que tuviera a cuatro hijos, perdiera a dos y aun así pudiera sobrevivir a eso y a una diabetes con firmeza. He tenido suerte de que Cris la haya conocido. Así no somos solamente mi hermano y yo. Mi madre se llamaba Justa. La quise mucho, más de lo que la quise reconocer a partir de que fui un pardillo adolescente y un jovencito muy idiota y con ínfulas. Y la quiero aun hoy. Espero poder decir que tengo sus piernas para andar lo que ella andaba, y su mirada afilada para conocer a la gente, y su lengua, y su alegría, y su fortaleza.

De mi padre diré que era también de otra pasta, otro molde de hombres. Hizo sus pifias de niño, sus correrías de joven. Le atraparon cuando trató de cruzar los Pirineos por los años 40 o 50, para buscarse mejor vida. Se las tuvo que ver con policías, guardias civiles y otras bestias de la época, pero aunque le intentaron meter el miedo en el cuerpo, fue siempre un leonés de mirada torva y recelosa, y sabía lo que era la vida, las cuatro reglas simples. Trabajó duro, mucho. Se levantaba a las 4 de la mañana e iba a sus trabajos, en la construcción, subiendo a alturas sin arneses y echando cementos y doblando hierros. Comían piedras y cagaban carbón. Y mi madre tenía que cocinarlo. Fumó, mucho, y bebió café, y tenía brazos morenos y fuertes, velludos, y un pelo que no se le caía, como a mi madre. De él espero tener su capacidad de sacrificio, su fortaleza física, su austeridad, su humildad. Su lema casi podría ser, "Por no molestar". Y a él y a mi madre, en cambio, que les molestaran lo que hiciera falta.

No se pueden resumir dos vidas de 69 y 81 años aquí, ni quiero. Pero sí deseaba decir estas palabras. Les quiero. No solo me dieron la vida. Me enseñaron mucho de la vida. De la que no conocía y de la que presumía yo de conocer. Me enseñaron humanidad, honestidad, a pelear. Nunca me impusieron nada sin sentido. Y yo, que fui el último, el pequeño y más mimado, tuve más suerte que mi hermano, el que me queda, mi hermano Ángel. Hay muchas tonterías que uno hace, pero yo, desde luego, no puedo menos que dar las gracias por esta familia que he tenido. A pesar de los gritos, a pesar de la franqueza descarnada y brutal, a pesar de... como decía mi madre, "quien bien te quiere te hará llorar". ¡Y es la verdad!

Tengo 34 años. Aun me queda vida por delante. Y por primera vez, me siento extrañamente ligero, sin pesos, sin lastres. Ahora mismo sólo quiero mirar adelante. Y eso es lo que ellos querían.

Gracias, Justa y Félix, Ambrosio y Justa.

martes, 7 de junio de 2011

“¿Ese es el único problema que tienes en la vida? ¿Ese?”

Esa frase, de alto contenido chulesco y presuntamente pragmática, fue la que le espetaron a la mujer que entabló una charla con el heredero del Reino de España. Una charla breve que ella no esperaba, que fue atendida por el susodicho con respeto y capeando con formalidad el debate, hasta que algunas apreciaciones chuscas como la del presidente navarro (“la Primera y la Segunda República acabaron como el rosario de la aurora”) y el comentario que da lugar al título, empezó a revelar el nerviosismo que el debate suscitaba.

Es un debate que siempre se busca cerrar desde el inicio, y que se cerró en falso con la llamada transición española. Los partidos de izquierdas, especialmente el comunista, decidieron no aplicar su fuerza en la calle para reclamar una verdadera transición a un modelo democrático aceptado por todos, y prefirieron en cambio aceptar un modelo que, suponían, les podía beneficiar a ellos, pero no a todos los españoles. Una traición de las izquierdas (una más) que ahora pagamos.

Después, si alguien suscita el debate, ha sido tachado convenientemente de “utópico” o “revolucionario” o peor aun, de “imbécil”. Los adjetivos se han usado en más de una ocasión para aquellos que lo han traído a colación, especialmente el último político que tuvo el atrevimiento de promoverlo, Julio Anguita. A día de hoy, el debate es algo para lo que están muy bien vacunados los españolitos de a pié; la República es algo malo que destruiría España. Y nos va bien con la Monarquía. Gastan poco, son majos, profesionales y buenos representantes de la marca en el extranjero. Pero el debate, me temo, va más allá.

Porque no se trata de tener una República sin más. Se trata de un completo proyecto de regeneración, de cambio, de modificación de mentalidades, instituciones y reglas del juego. Se trata de lograr lo que en España ha sido un sueño durante los últimos 200 años, una DEMOCRACIA.

Las democracias son algo que pueden existir con o sin monarquía, pero normalmente son más fáciles de tener y hacer funcionar con una república. ¿Por qué? Por que la ciudadanía, si está preparada, comprende más su papel de actor y no deja en otras manos lo que es suyo, la gestión de su mundo. Es la lección a aprender y que voces como las de los últimos meses aventan; si dejamos que otros gestionen nuestros asuntos, acabarán siendo SUS asuntos y SUS intereses, y entonces lograremos el fin de aquel “yo no me meto en política”; la política estará en otras manos diferentes a las nuestras.

Ya nos ha pasado con los que gestionan los mercados y bancos, las agencias de calificación y las grandes empresas. Les dimos el poder efectivo, el que no tiene control por parte de nadie, y estamos observando los resultados. Y no hemos refundado el capitalismo ni tampoco regenerado la democracia. Estamos jugando al mismo juego de siempre, el que solamente se corta de una manera. Ese es el verdadero minuto de gloria de una ciudadanía, de un pueblo, de un conjunto de personas concienciadas.

Claro que, como dijo el heredero del Reino de España, “(…) esto no llega a ningún lado.” Al menos, si seguimos tomando a risa estos temas.

Un saludo,

viernes, 3 de junio de 2011

Un día soñé...

Un día soñé que me despertaba y salía a pasear.

Había más autobuses que pasabas más a menudo, y el metro abría hasta tarde. En la calle, veía más bicicletas que coches, y los pocos que había, apenas contaminaban o hacían ruído. Sentía que el barrio estaba mejor, porque las casas se hacían con calidad, y no se pagaba por ellas más de lo que realmente valían, dado que los constructores e intermediarios ganaban para vivir, no vivían para ganar más.

Al llegar al trabajo, reflexionaba; trabajaba por un sueldo, dando un servicio público que se valoraba con aceptación por todos. Eso hacía que usara productivamente mis horas, porque eso me llevaba a ganar un poco más. No había tanto deseo de refugiarse en lo público como antes, porque los empresarios habían aceptado el principio de que un trabajador no es un gasto, si no una inversión a cuidar, y preferían reinvertir su dinero en su empresa y lograr que todos tuvieran un poco más, en lugar que unos pocos tuvieran todo.

Las elecciones se acercaban, también, y aunque fueran cada 4 años, los temas importantes se podían debatir y votar en referendums según tocara. Había muchos partidos donde elegir, cada cual con su tendencia y orientación, pero la mayoría de las voces estaban representadas fielmente en el Parlamento, donde una única cámara, el Congreso, trabajaba con buenos gestores políticos que habían desterrado los privilegios abusivos, servían a la comunidad con tesón e ilusión y no existía realmente corrupción, gracias a una eficaz justicia independiente y veloz.

Mientras hablaba con algunos compañeros del trabajo de esto, me llegó la hora de salir y fui a buscar a mi hijo, que salía del colegio. Le llevábamos a uno público que, como todos, daba una sólida educación gracias a programas educativos estables y de calidad, y permitían que los padres elegiéramos algunas de las asignaturas adicionales que pensábamos le podían ir bien en su educación. Había privados, también, pero sostenidos como empresas que, si les iba bien, pues genial, y si no, no recibían compensaciones, como los bancos antaño, por hacer mal su trabajo.

Además, venía la época de comuniones, pero ya no era como antes; unos las celebraban y otros, simplemente, no. Al llegar a casa, podíamos disfrutar de un rato en compañía, jugando, leyendo, dando un buen paseo, disfrutando de una casa donde nuestra deuda no era tan alta como para no permitirnos vivir con desahogo y de un barrio limpio, cuidado, con todo tipo de servicios y bien comunicado.

Iríamos a ver a mi padre, en metro o en bici, sin miedo a ser atropellados gracias a la mejor educación vial de todos. Y allí, una persona ya mayor y enferma estaría bien cuidada, gracias a la aplicación efectiva de la dependencia. Nos recibiría para disfrutar de una tarde agradable, de paseos, charlas y sonrisas. Y después, a casa...

Entonces me dormí, y me encontré encerrado en una pesadilla real.