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miércoles, 5 de enero de 2011

Imagine

Ud. tiene un hijo, niño o niña. Es ud. liberal, de izquierdas o derechas, no tradicionalista. Ateo o agnóstico. Se considera racional, nada dogmático. Enfoca su vida con valores de respeto, trabajo serio, sentido del humor, capacidad crítica, cultura... y es la noche de los reyes magos (¡qué descanso, al fin puedo escribirlos en minúsculas!)

La noche de autos, y no me refiero a la obra teatral, ud. de pronto se da cuenta de que su hijo de 3 o 4 años espera con ojos abiertos, sonrisa abierta, nervios e ilusión la llegada de tres tipos barbudos y rechonchos con corona que depositen los regalos que ha pedido y que merece por su buen comportamiento, del cual hace más gala cuanto más cercana está la fecha. Y todo lo dicho en el primer párarfo se va al garete, igual que casi 10 días antes, por tradición importada, también esperaba la llegada de un tipo barbudo y rechoncho, vestido también con pijama rojo y hortera, que le trajera igualmente regalos.

El conflicto estalla, claro está. La ilusión, la mirada de pena de su hijo es más importante que cualquier debate racional y cualquier postura firme que se quiera tener. ¡Bang! la contradicción se resuelve entonces a favor de la tradición, del misticismo irracional, de las sagradas convenciones de ciertas religiones cristianas.

Eso todos los años. Pero hay una edad en la que se alinean (o alienan, pensándolo con maldad) acontecimientos similares; la comunión con el representante de un dios inventado y bastante desagradable. Y esa edad, en torno a los 9 o 10 años, es terrorífica. Porque se suele contar a los niños la verdad sobre los regalos de esos tipos barbudos y triponcios (a veces sí que coinciden con esa descripción...) pero se vuelve a caer en la contradicción y se permite que su niño o niña pida esa ceremonia social tradicional, ahora ya completamente puntal de la religiosidad cristiana y germen y virus de muchos valores que son contrarios a nuestra manera de pensar. Hay sucedáneos (en Sabadell se ha instaurado por el consistorio lo de las "ceremonias cívicas" o similar...) pero la realidad es que el hijo nuestro quiere formar parte de la sociedad sin más, sin plantearse el cómo ni el por qué. Depende su sociabilidad, su capacidad de relación con sus pares, el ser aceptado por otros... entonces, ¡Bang! la contradicción se vuelve a resolver a favor de lo irracional, lo combatido, lo que deseábamos evitar.

Dos a cero. Lo peor no es únicamente que ocurra, si no también el nulo apoyo de los familiares directos ("qué daño va a hacerle eso al niño") que ven en todo eso una tradición que, por su edad, defienden como un puntal de su pasado y de su futuro. De pronto, el acomodo suyo se convierte en lastre u obstáculo para los demás. Y así nos hallamos con el problema de que imaginamos un mundo mejor para nosotros y para nuestros hijos, con pequeños cambios, con minúsculas intervenciones en pos de un futuro que puede ser mejor, pero topamos de bruces con la inmóvil realidad que no nos gusta. Y tenemos dos opciones, transigir y caer en la vergüenza de la derrota cotidiana, o sufrir lloros, pataletas y rabietas varias un tiempo de nuestro hijo, compensando con alguna otra cosa que se convierte así en un sucedáneo sin más.

Menos mal que hay algo en lo que podemos luchar, aunque muchos también pierden esa batalla. El bautizo, la ceremonia esa en la que se supone que manchamos a nuestro hijo con agua sucia y antihigiénica en un local lóbrego, siniestro y donde se venera a la muerte, y donde encima debemos comprometer el futuro de nuestro vástago a las directrices absurdas de una religión organizada y caduca. A veces también se pierde ésta batalla, por el obstáculo de los familiares y su tradicionalismo conservador. Yo, en todo caso, sé que se puede ganar esa batalla. Así quedaríamos en un 2 a 1.

Con lo sencillo que es no tener que llevar el marcador...

Un saludo,