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miércoles, 26 de julio de 2017

Decisiones.

La vida es un constante juego matemático de toma de decisiones. Muchas se toman por nuestras tripas, mediante la intuición. La consciencia juega un papel menor de lo que creemos, aunque relevante.

Imaginemos un escenario en el que una persona toma la decisión de estar con otra persona, un escenario muy habitual. Aparte del pegamento del sexo inicial (que no es perfecto, pero los inicios son siempre estimulantes) cree que hay muchas cuestiones por las que estar juntos es interesante. Se genera el apego mediante una primera complicidad, visiones comunes, proyectos... pasión, complicidad y compromiso. Pero la pasión puede ceder con el tiempo (aunque claro, el ritmo es siempre diferente en cada una de las personas...) la complicidad puede ser realmente acuerdo no instintivo si no calculado y el compromiso convertirse en la piedra angular que sostiene, con una sola columna, todo lo demás. ¿Qué sucede entonces?

En las relaciones hacemos cálculos, siempre. ¿Esa persona me cuidará si me pongo enfermo? ¿Esa persona criará a mis vástagos correctamente? ¿Esa persona me dará el cariño o afecto que requiero cuando lo necesito? ¿Esa persona participará cómplice de mis deseos y aspiraciones? ¿Esa persona contribuirá económicamente o con su esfuerzo en los asuntos diarios o a largo plazo? Cálculos que podemos creer racionales pero no lo son. La pérdida de atractivo físico, la reducción de la pasión, la pérdida si hubo de complicidad y por tanto la fractura del apego no son decisiones racionales. Podemos creer que sí, pero no es así. Son de nuestro ser.

El amor romántico ha sido uno de los grandes ideales de Occidente, en contraposición al "salvaje arreglo matrimonial" que hasta el siglo XX era la norma (y sigue en muchas partes del mundo). Pero la realidad es que el amor no es sólo enamoramiento o apego, son emociones y placer físico. El placer puede diluirse en el tiempo, pero la emoción no, aunque ésta se alimente de aquella. La necesidad de observar a la otra persona y no preguntarse, con voz clara o subterránea, si se ha tomado una buena o mala decisión, es habitual. Y tendemos a convencernos según nuestros prejuicios, valores y experiencia. 

En las relaciones, como digo, se hacen cálculos. Conscientes e inconscientes. Pero pesan más los inconscientes, pues en realidad son el sustrato sobre el que se montan los conscientes. Si en una relación vemos que no sentimos placer, emoción, pasión, complicidad ni ningún otro sentimiento agradable, pero la mantenemos porque económicamente nos es rentable o porque hay una responsabilidad (mascotas, hijos, hipotecas) es probable que hayamos tomado una decisión fría en contra de la realidad. Y que busquemos vetas de felicidad en otros lugares ajenos a la relación que mantenemos. A fin de cuentas, dejarse llevar es más fácil que tomar una decisión y parar de seguir ese camino. Eso ha sido así siempre, y la estabilidad de las sociedades se entiende por esta razón. Existen condicionantes, frenos éticos o morales, incluso coercitivos. Y siempre, siempre, se busca una verdadera cuestión social; impedir el cambio. Por eso las decisiones que implican romper una relación son calificadas de muchas maneras (inmaduras, egoístas, impropias, locas, absurdas, estúpidas...) porque es un cuestionamiento de todas las demás relaciones y su concordancia con lo que debe ser esa sociedad y el "tablero" del mundo.

Y, sin embargo, casi toda la literatura aborda un mismo tema; infidelidad, adulterio, engaño. En las historias de las relaciones, casi todas abordan el cómo vivirlas en contra de la sociedad. Madame Bovary, Las amistades peligrosas, Lolita, Ginebra en el mito artúrico, El maestro y Margarita, Elena de Troya (antes de Esparta), Las brujas de Salem... casi todas protagonistas, por cierto. En el caso de ellas existe más trampa, pues son vistas como quebradoras del orden "natural" de la sociedad (¡una mujer que elimina del sexo la parte reproductiva y procreadora para centrarse en su placer!) pero no se pone el acento en el hombre porque... es normal. Me contaba un amigo mío que en el Liceu de Barcelona finisecular era habitual que una respetable pareja burguesa observara con sus prismáticos a los Russoll y dijeran, despectivos "Mira, allí están con la amante de los Espil... pero la nuestra es más guapa, ¿verdad?"... una convención social hipócritamente aceptada por la sociedad. Igual que la prostitución (en España, hasta los años 50 era habitual seguir el modelo de casa de putas controlado por los servicios sociales y sanitarios) y muchas otras cuestiones que, como he dicho, forman parte del sistema de coerción de los individuos. "Apechuga", sería la palabra más castiza para definirlo. 

Nuestro cerebro calcula, emocionalmente, creando relatos con la lógica para justificar las decisiones que hemos tomado así. Aunque Harari ya lo ha expuesto (los algoritmos), antes que él gente como Kahneman lo había tratado. Hoy, la neurociencia sabe más del comportamiento en las decisiones, y los biólogos sonríen al ver cómo somos tan mamíferos ("¿debo esconderme en aquel arbusto ante el ruido no reconocido que he escuchado mientras bebía en el arroyo?", nos imaginamos que siente un cervatillo abrevando y justo en el momento o instante en que eleva la cabeza atento al ruido...) y no nos alejamos tanto de nuestra condición de Homo. La verdadera cuestión, pues, no es sólo tomar la decisión, sea la que sea. Es aceptarla como la correcta, aunque no estemos seguros. Quizá nos empobrezcamos materialmente (y por comparación) en ciertas decisiones (divorcios, por ejemplo) pero sí nos enriquecemos profundamente en cuanto a sensación de felicidad, de plenitud y de vitalidad. Porque hay decisiones que nuestras "tripas" tomaron antes que nosotros, y luego, el buen cerebro, construyó el relato que debemos a los demás. 

En todo caso, la libertad, que es lo que se presupone de base para la decisión, es otro aspecto a estudiar. Aunque si se toma una decisión y se cumple, entonces... sí que puede existir esa libertad. ¿O no?

Un saludo,

lunes, 17 de julio de 2017

Tristelicidad.

Estar triste y feliz al mismo tiempo parece un trastorno psicológico, pero no es tan raro. Hay situaciones que generan tristeza y uno sin embargo puede ser feliz en su interior, proveyendo de luminosidad las áreas tenebrosas que le rodean. Estar feliz es un antídoto contra la tristeza y genera placer, pero sin sentirse triste no podemos saber qué echamos en falta y qué buscamos para lograr la felicidad esquiva.

Esta vida es un surfeo entre ambas emociones, transitando otras muchas. Lograr la paz en la nada, esa ataraxia epicúrea o el nirvana budista, pasando por la epoché escéptica, se me antoja aceptar la muerte en vida. Reconozco la necesidad de aplacar las emociones y no dejarse conducir por ellas sin rienda alguna, pero también la necesidad de saber soltar las riendas y dejarse arrastrar por ellas de manera pasional. Porque la vida es finita. Y en mi duda cabe la posible certeza de que única e irrepetible (ni ciclos de reencarnación, transmigración de almas o metempsicosis, lo lamento) por lo que hay que ser consciente de la inconsciencia tanto como de la propia consciencia... sin tomarla en serio.

Sin duda, la vida trae inmensas amarguras. Desde la pérdida de un juguete hasta la muerte de alguien muy querido o cercano, pasando por decenas de frustraciones, rechazos, fallos, errores, obstáculos y demás. Pero todo, absolutamente todo, es no sólo habitual (una vida sin traumas o frustraciones me parece carente de chispa, de vitalidad, apagada y yerma) si no necesario. Necesitamos experimentar lo peor para conocer lo mejor. El sabor de lo salado no puede disfrutarse sin lo dulce, y lo sabroso queda apagado cuando no conocemos lo insípido. La felicidad, una tapada del mundo, queda estigmatizada como algo de ingenuos, idiotas, atrevidos ignorantes y otros muchos insultos que los denominados realistas aplican recelosos.

"Los idiotas" de Lars Von Trier, de hecho, me parece un ejercicio muy inteligente para mostrar eso que comento. La felicidad instantánea, absurda, transgresora, el placer y el gusto quedan retratados desde el punto de vista de los miembros de una sociedad (que somos todos, a fin de cuentas) que busca limitar, atrapar entre cuatro definiciones todo lo que debe ser correcto, sin más. Y la transgresión es fundamental. Pues revela la realidad tal como es, nos guste o no. La finitud, la necesidad de atrapar la oportunidad, de vivir.

Mi vida está cambiando. Lleva haciéndolo mucho tiempo, pero hay épocas en que los cambios se aceleran (y aquí me planteo como con la evolución qué sucede, si el cambio es abrupto o espaciado en el tiempo... creo que ambas cuestiones se dan a lo largo del tiempo) y ésta es una de ellas. Me produce tristelicidad. Tristeza por algo de lo perdido, felicidad por volver a experimentar la oportunidad de hacer otras cosas (o muchas que ya me gustan) de otra manera. Sin cambio la vida no es vida, es agua estancada. Y nadie bebe de ese agua, si no de los manantiales que corren frescos sobre lechos de roca...

Un saludo,