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domingo, 27 de enero de 2019

Terrores.

Cuando tenía veintipocos, recuerdo una conversación con un nuevo amigo, un viejoven, como lo llamaríamos. En ella salió (siempre sale) al hilo de la muerte de mi madre, la inevitable experiencia de haber perdido a mis dos hermanos mayores de manera seguida cuando yo tenía unos diez años. Recuerdo que no me regodeaba en la pérdida (sí, muchos saborean el mal trago y lo hacen pasar por dulce para enjuagarse mejor el espíritu dolido) y me sorprendía recordando lo poco que recordaba de ellos pero lo mucho que recordaba por medio de mi madre. Y aquel viejoven me dijo la frase, una frase que ponía palabras a emociones y sensaciones. "Perder a una madre es terrible, pero para un padre, perder a sus hijos es lo peor". Mi padre ya había dicho, en las pocas ocasiones en que lo verbalizó, que un padre nunca debía sobrevivir a sus hijos. Un drama común en toda época y lugar, creo, y acorde a la realidad de nuestra biología. Nuestra descendencia continúa sin nosotros, eso debe hacer. O eso debe ser.

Hasta que no he sido padre y consciente de cómo viraban en la práctica mis preocupaciones y miedos, no he podido comprender en toda su extensión el terror que vivieron los míos tras perder a sus dos hijos. Terrores que son inmensos, que no cesan, que acucian con preguntas de todo tipo donde la culpabilidad propia se alimenta de la duda, el miedo, la imposibilidad de aceptar que, muchas veces, no somos responsables ni de nuestro destino ni del de nadie. Somos partícipes, actores, pero siempre secundarios o menos importantes incluso que la tramoya de la vida. Menos cuando sentimos el dolor de la pérdida. Yo no paso un día sin sentir miedo por los míos. Miedo a todo, caídas, desapariciones tras la esquina de una calle, carreras que pueden acabar en accidente, etc. Y se mitiga con el consabido "los niños son de goma", pero eso es un alivio homeopático tan eficaz como el beso de madre (o padre) en las heridas. Por eso, hoy, puedo decir que entiendo, comprendo, como hijo que fui de padres que perdieron a sus hijos y como padre que soy que sabe lo que eso conlleva, cómo están los padres de Julen y Oliver.

Les carcomerá el dolor, el desasosiego, la culpabilidad. La sensación de rebobinar cada momento previo, cada paso, cada instante anterior, preguntándose qué hicieron mal, qué pudieron cambiar, qué peligros no vieron, por qué el destino actuó así contra ellos. Se lo preguntarán y no es algo que hayan empezado a hacer momentos después de la fatídica caída de Julen a aquel pozo. Se lo llevarán haciendo de antes, de cuando sufrieron aquella muerte súbita de su hijo en la playa. Y no es una revisión que cese, salvo que la detengas con algún tipo de distracción. Y ni con esas. No. Decir que están devastados, rotos, quebrados por todas partes es un cliché que no alcanza ni una milésima parte de la distancia real a cómo se encuentran. Yo he visto reacciones de todo tipo. He vivido en mis carnes las reacciones. He visto cómo se pueden comportar las personas ante una tragedia así. Y cómo influye en los demás, en su alrededor. En la extraña aura de miedo, de supervivencia, de dolor que se genera.

No sé cómo son sus padres. En qué hallan consuelo. Si tienen enfermedades que se agravarán o estallarán ahora. Si son, como comúnmente queremos ver a los demás, buenos o malos. No lo sé. Sé que, en cualquier caso, seguirán viviendo en aquel vídeo, en sus sonidos y detalles, e imaginarán más, otros mucho más, para completar una historia que llenará de agonía y dolor sus vidas. Me encantaría contar qué fórmula existe para sobrellevar eso, pero la realidad es que no la conozco. Y me gustaría decir que tienen el apoyo de todo el mundo. En gran parte es cierto. El mío, al menos, lo tienen. 

Ojalá que puedan dejar de rebobinar esa película, y que sus imágenes sean otras, más felices, más bellas, con emociones más cálidas y hermosas. Se lo deseo con todo el cariño del mundo. 

Un abrazo,