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lunes, 18 de febrero de 2008

Primer relato (Blog 1)

Víctor se ha levantado con acidez en el estómago. Siente la presión de la cena y el exceso cometido al realizar tan larga vigilia con los amigos. Amigos de la juventud, amigos mantenidos durante años. Muchos de ellos han cambiado de casa, se han casado, tienen hijos, incluso alguno ya ha llegado al paso del divorcio, la pensión para los hijos, aunque menos que en otras épocas, porque ambos trabajaban. Pero anoche ha sido especial; Juanjo, del que nadie sabía nada desde hace años, ha vuelto a la ciudad. Había desaparecido de la vida de todos hacía mucho tiempo, y de pronto, sin avisar, se presenta en la casa de Beatriz. Ésta le recibe sorprendida en su casa, con su marido, Alberto, y le encuentra apenas cambiado, si bien con más ojeras, la ropa desgastada y con flecos, rota en partes, polvorienta, su macuto abultando tanto que apenas se ve la espalda, la cara cubierta de barba, el pelo largísimo, el cuerpo delgado, espigado y casi huesudo, y las manos encallecidas y en el dorso con cicatrices. Alberto nunca fue muy amigo de Juanjo, nunca apreció a este hombre de vida presuntamente ordenada, pulcro, limpio, serio, que un día desapareció de su trabajo, luego de su casa, y finalmente, tras no tener nadie noticias suyas, aparece sucio, maloliente y con ojos brillantes en el quicio de su piso, un piso del que paga hipoteca, que amuebló al gusto de Ikea y que exhibe ante sus amigos con orgullo. Juanjo no habla, no pide entrar, no hace ademán alguno. Está quieto, hierático sobre la alfombra sin mostrar intención de pasar. Beatriz le mira, le toma del brazo con cariño y, los ojos húmedos, le atrae para sí para abrazarle e invitarle a pasar. Juanjo mira, con ojos vivos, asustados en un inicio, de pronto hundidos en el cansancio del que se siente regresado al hogar, a Alberto, al marido receloso, al marido mezquino, al marido que ella nunca debió tener. Pero Juanjo pasa al hogar, y Beatriz, en seguida, le despoja de su mochila, de sus cosas, le limpia la frente con un pañuelo, notando las arrugas y el instintivo retraso de su cabeza cuando ella acerca la mano, y le convence, con reticencias suyas y de Alberto, para desvestirse en el cuarto de ambos y darse una ducha, no un baño moroso que podría dormirle, si no una ducha relajante, dejando caer el agua sobre su piel morena y encostrada.

Así que Víctor le vio anoche, sorprendido. La barba más arreglada, el pelo menos sucio, pero las manos llenas de marcas del tiempo, del uso prolongado, las arrugas en la frente y los ojos con bolsas azuladas, la mirada huidiza, sorprendida, recelando todo lo que se le acerca. Juanjo mira a todas partes como un animal acosado, y Víctor se da cuenta de eso. Él recuerda cuando eran jóvenes, cuando salían de farra por la ciudad, cuando Juanjo era el más listo, el más espabilado, el primero en acercarse a una mujer y el primero en irse con ellas de los bares. Recuerda sus sueños, sus conversaciones; tener éxito en la empresa, en la vida, tener una gran casa, un coche nuevo, adquirir lo que por entonces era novedad, un teléfono móvil, disfrutar de las mujeres, en suma, vivir de la manera que debe vivir una persona con éxito. Víctor reía, melancólico, anoche, recordando estos momentos. El pasado, siempre presente, nos ladea la cabeza y nos hace mirar con nostalgia tiempos distorsionados, rehechos por una memoria siempre selectiva. Víctor quería simplemente vivir, viajar, leer, conocer gente, y ahora está divorciado, viviendo en una casa compartida con un estudiante de oposiciones, una muchacha que gana apenas el sueldo mínimo y un hijo de papá envejecido con más de cuarenta años, dueño del piso. Su ex mujer se fue de la ciudad con sus dos ex hijas, y son ex porque el nuevo novio o ya marido de ella las ha adoptado tanto como suyas que ya no reconocen en Víctor al padre, al antiguo marido de su madre. Su vida es un vacío labrado en el hueco de ilusiones débiles…

Tiene mala cara, piensa Víctor. Se quedó hasta demasiado tarde; mucho sueño, en su empresa, donde cada día entra con el temor de que sea el último, pero con la esperanza de despedirse, de irse, de comenzar una vida nueva. Pero algo prendió en su corazón, en el cuerpo. Siente el hormigueo cuando Juanjo, que apenas habló, sostenido por Beatriz en las charlas, defendido incluso cuando su marido, aquel Alberto tan egoísta y miope de sentimientos, libó su desprecio contra él tratándole de vagabundo, de absurdo bohemio, de loco, en definitiva. Y Juanjo, hablando con Víctor, susurró, habló primero despacio, como una máquina largo tiempo apagada que necesita de un cierto calentamiento para regresar al movimiento de antaño; Juanjo le fue contando poco a poco los días de su marcha, de su extraña desaparición, de su misteriosa huída de un mundo al que decía pertenecer y del que, realmente, huyó. Víctor le ha escuchado, le ha oído decir palabras olvidadas, aletargadas en su alma, ecos de viejos sonidos. Víctor, de pronto, ha sentido volver a su cuerpo la vitalidad de días pasados, y, sobre todo, ha sentido algo embotado; rebeldía.

Pero tiene acidez en el estómago. El piso hay que pagarlo. Comer no es gratis. Tiene una pensión que pasar a su ex mujer y las que fueron un día sus hijas. El coche está en el taller. Lleva meses sin acostarse con una mujer, sin pagar, claro. Y los años pesan, aunque él sea más bien delgado. La realidad es una losa, y su estómago dolorido no ayuda a levantarla. Al menos, intenta no quedar sofocado bajo su peso.

(Continuará)