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lunes, 16 de marzo de 2020

El Rey de Amarillo

Chambers supo captar la ansiedad de su símbolo mortal con "El Rey de Amarillo". El amarillo remite a enfermedad, pus, dolor, decadencia, muerte putrefacta .Su símbolo, asociado al Hastur de Lovecraft, además, es similar al de un mensaje de alerta contra virus y enfermedades peligrosas, ese "biohazard" que aterra. El virus, la pandemia, la muerte. Ya sabemos por dónde vamos.

El coronavirus, la Peste del siglo XXI, o al menos, elevado a esa categoría, ha creado una curiosa tormenta perfecta. Es lo más aterrador que van a vivir algunas generaciones. En mi caso, sigue siendo la caída del muro de Berlín y alguna cosa más, como el golpe de estado que paró Yeltsin o las escenas de la guerra de Yugoslavia, lo que más me marcó. Ni siquiera las Torres Gemelas (me pillaron en Escocia y nos enteramos de noche) o la muerte agónica de Juan Pablo II me impactaron. Para mí, lo anterior sí me creó la sensación de inestabilidad, de que el mundo cambiaba (los manuales de geografía del colegio a la universidad cambiaron muchísimo en pocos años) más de lo que uno controlaba y que aquí las cosas eran temporales.

Pero nos hemos puesto de pronto frente a una realidad. Que vamos muy deprisa. Como si el mundo exigiera de nosotros la misma velocidad que un correo electrónico o un mensaje instantáneo en el móvil, o una publicación de Red Social que inmediatamente debe tener impacto y reacciones. Todo parece que debe ser para antes de un chasquido de dedos, y lo que tarda un poco más se mira mal. No es la calidad, es la rapidez y la cantidad. Toneladas voluminosas de experiencias y yaes, inmediatez. Sin ánimo de vanagloriarme, ya describí eso en la introducción de mi libro de relatos, hace años. Me aterraba la velocidad, y me sigue aterrando.

Hoy, de pronto, espejismos que creíamos o queríamos creer sólidos nos devuelven la imagen más deformada que ni Valle-Inclán imaginó. No existe el teletrabajo cuando tienes niños en casa. Y por tanto, no existe la conciliación. Y además, los cuidados no son fáciles de dar y producir, según esa verborrea del capitalismo positivista. Los pilares de nuestras sociedades no los conforman los militares ni los políticos ni los clérigos ni el rey y su casa. Lo conforman cajeras de supermercados (en vías de extinción con esa manía de dejarnos engañar y autoservirnos) o camioneros, o repartidores, o dueños de colmados, o personal del transporte público, o personal de centros de mayores y tercera edad, o los héroes de esta historia, la delgada línea blanca de sanitarios (médicos, enfermeras, técnicos, auxiliares) que al margen de si la sanidad pública está bien o mal o peor aún, se baten el cobre día a día incluso tras haber gritado hace meses que esto iba a pasar. Y cuando las maestras y profesores ya no están para educar o entretener, según percepción, a nuestros vástagos, y los sanitarios no pueden cuidar nuestras dolencias habituales, caemos en la cuenta de cuánto valen. Usando un término rancio que alguno calificará de colonialista opresor, diré que un Potosí.

No tenemos conciliación. Los cuidados los intentamos endosar a otros u otras porque son un engorro. Seguimos cultivando el espejismo de actividades que producen dinero pero nada más (nótese la ironía) y olvidamos que la vida, esta, no otra, es finita y acaba.

No, no abogo por el nihilismo más absoluto, ese extremo del péndulo que más de uno aducirá. No. Pero sí por parar. Por olvidarnos después de esta crisis de los móviles y teléfonos que ahora conectan, aunque no suplen la cercanía física. Por caminar más despacio y pasar de comprar objetos que prometen experiencias, olvidando que las experiencias llegan, no se compran. Por valorar el tiempo limitado que realmente tenemos para nosotros y los que amamos, los que queremos y valoramos, e intentar hacer ese esfuerzo que nunca hacemos por mil y una excusas que parecen servir para adocenarnos en un atracón de series de Netflix o similar sin quedar con quienes queremos o debemos dar una oportunidad. Por el amor. Por ese abismo insondable de terrores inimaginables que es lanzarse al vacío sin red y tras dos piruetas mortales que es el amor, el amor sin límite ni tasa ni objeciones, porque es un sí sin más, un sí rotundo, un sí que aunque contenga un pero es un no espero porque muero. Si algo ha despertado, y está aletargado, latente, pulsando entre episodio y episodio de televisión basura y mediocre, es el ansia por morder la fruta nada prohibida de vivir.

La humanidad como especie sale de casi todo. Esto es una pequeña piedrecita en el camino que no es tan grave como otras anteriores. Una china molesta con la que caminaremos unos meses. Pero si aguijonea la conciencia y nos devuelve el alma densa y porosa que hemos relegado al trastero, junto a la bici que compramos y no usamos ni un día para disfrutar, bienvenida sea. El dolor, siempre, es antesala del mayor de los placeres. O algo así.

Así que dejemos al Rey de Amarillo que se enseñoree solitario en aquella Carcosa que antes tuvo vida, felicidad, risas y amor. Le durará poco la superposición de ese plano al nuestro. Luego, simplemente... Vivir.

Un saludo,