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lunes, 21 de julio de 2008

Hartazgo de la mediocridad... ajena.

Resulta que uno va cumpliendo años, y muchas cosas que antes se sobrellevaban o aguantaban sin problemas, ahora ya no se soportan. A veces, ni siquiera se pueden permitir. Y se llega a la conclusión siguiente; tantas veces visto el mismo problema, la misma mediocridad, logra indisponer contra ella y violentar la paz del espíritu y la sobadísima paciencia. Por tanto, uno salta... y sea éste un mensaje cínico.

Harta ver la mentira en labios ajenos, soltada con inmaculada despreocupación. Harta también la petulancia, el jactancioso y el bravucón, el valiente de boquilla y el chulo de piscina. Harta ver al que siempre saca punta a las cosas, el que está con la coletilla dispuesta, al que siempre hay que escuchar la frase comenzada con el "si yo..." perenne. Harta, en suma, la podredumbre de la falsedad, de lo inventado sin más objeto que el enaltecimiento propio y disminución ajena, el fomento de la envida o su paliativo mediante el recurso a la mentira.

También, y eso más, harta la mediocridad. El ser que presume de inteligente, de agudo, de listo, de intelectual. El ser que al hablar expele flatulencias, y al escuchar, orina. El que se da de lo que lo es, pero es peor de lo que piensa que es. El mediocre que no puede callarse, pues su silencio para él es un error, y el vacío hay que rellenarlo de palabras. El mediocre, en suma, que pretende ser lo que no es. Esos son los peores, y son legión, o legión y media.

Hartan tantas cosas que no seguiré. Me tomo vacaciones, y me convertiré en uno de los mediocres veraneantes de playa y piscina que cohabitan con miles de semejantes, del género ovino o bovino, entre arena y hierba, sin alternar como Nadal, si no, más bien, como los susodichos animales. Porque, a fin de cuentas, no hay genio de 24 horas, pero sí mediocres a jornada completa.

Un saludo,

viernes, 18 de julio de 2008

La ilusión y el cinismo

Suenan contradictorias, ¿verdad? pero en realidad uno de los estados es consecuencia del otro. No se puede ser cínico sin antes haber tenido ilusión por algo.

Primero, el que tiene una ilusión y aún no se le llama iluso, suele usar palabras llanas, ingenuas, repletas de sentimiento y ardor. Busca, con simplicidad, lograr hacer verdad ciertas cosas irreales, y en el camino choca frontalmente con muchos obstáculos, entre ellos, el último estado en que quedará el ilusionado; los cínicos. Pues éstos, en principio, se comportan, y tratan al futuro iluso con ironía, fina, hilvanada con ingenio. Pero luego, cuanto más avanza en su búsqueda de la felicidad por lo irreal, el futuro iluso la comienza a usar también más de lo que quisiera. Se pasa al segundo estadio.

El uso de la ironía presagia un estado peor. El ilusionado, aun no iluso, decide bordear los obstáculos, reales o fingidos, más potentes o más aparentes, con esa ironía aprendida, calándola entre su ingenuidad, entre su fogosidad y su simplicidad. Así pues, resulta irresistible, pues es honesto, franco y abierto, al tiempo que posee cierta maldad inteligente. Así y todo, se empieza a llevar los primeros golpes más serios, puesto que al acercarse más a la posibilidad cierta de lograr su ilusión, el resto, desilusionados, envidiosos, apáticos, rutinarios, funcionarios de la vida, despiertan y usan entonces otras armas; el sarcasmo cruel o la crudelísima llamada a la realidad, sea ésta cual sea. Y entonces es ahí donde el ilusionado va a pasar a ser iluso, puesto que es el primer insulto que recibe y el primer golpe serio que encaja. Su ironía no puede con el sarcasmo, puesto que es como usar un florete contra espadones romos. Él esgrime delicadamente ideas y espíritus, pero los demás le responden contundentemente con plomo, hierro y dolor.

Ya está entonces el ilusionado convertido en iluso, y el iluso pasará entonces, en la tercera fase, a engrosar los cuadros del cínico, del habitante del sarcasmo y la mentira conocida, de la persona que, en definitiva, abandonó los valores previos y ahora da cobijo a un nuevo adepto de la realidad, la que impone o se impone mediante brutalidad y manejo falsario de los hechos de la vida. En suma, el cínico, antes iluso, previamente ilusionado, involuciona hacia un estado deprimente, triste, encajado en lo puramente funcional, con un pragmatismo descarnado y un realismo moldeado por la distorsión negativa de la ilusión. El cínico, inteligente, sí, observador, también, sin embargo se queda en esa pose de espectador y olvida lo que impulsa muchas veces la vida; el sueño de la ilusión.

Porque con la ilusión uno puede ver más allá de sí mismo, de los demás, del mundo y de todo. La ilusión es la compañera de la imaginación, y ambas, como su padre, el sueño, son las dueñas de todo lo que nos rodea, del mundo entero, del universo. Encontrar la playa bajo los adoquines es más que un eslogan, y pretender un mundo mejor también es real. Pero ya hemos visto el camino que separa a los que tienen ilusión de los cínicos. Muchos, sencillamente, se quedan en ilusos, y con ellos, la mezquindad, el dolor, la abulia, la miopía...

Al menos, un cínico vale más que diez ilusos, y un ser ilusionado, más que mil cínicos. Porque el cínico puede revertirse a ilusionado sin pasar por iluso, ya que al menos ha llegado a cierta inteligencia...

¿O estaré siendo cínico yo mismo?

Un saludo,

miércoles, 16 de julio de 2008

La cultura... ¿de quién?

Me lleva rondando la cabeza hace ya semanas una cuestión curiosa, a raiz del Manifiesto por el Castellano. En el mismo, se dice que la lengua es patrimonio de las personas, no de un Estado o Territorio concreto. Esto es, la lengua va con cada uno, y cada uno es, por tanto, depositario de lo que eso significa. Una terrible consecuencia.

Aparte de las significaciones políticas (como siempre, unos arriman el ascua a su sardina o tratan de apagarla) creo que hay un tema muy bueno, el de la cultura. Porque la lengua, como decía (simplificando) Wittgenstein (que es pensador para mí grato, aunque árido) es lo que limita nuestro mundo. Y si logramos sobrepasarlo, será con ella. Aquello que podemos nombrar, existe. Lo que no, no existe.

Claro que no es Wittgenstein el primero en pensar así. Los mal llamados "Presocráticos" ya lo decían, y uno de ellos, el maravilloso Sexto Empírico, va más lejos; realmente, no podemos conocer las cosas, así que da igual cómo las nombremos. Nos acercaremos a cierta apariencia de realidad, pero sin saberlo, en el mejor de los casos...

Yo, que soy más simple que una olla de garbanzos, pienso que el lenguaje es, como todo, un instrumento. Y que usarlo bien o mal no depende de que un Estado nos lo enseñe, o nos obligue a hablarlo, si no, más bien, de nuestra intención de uso. Si yo hablo mal castellano, seré yo el que dilapide un patrimonio que no he conocido por una u otra causa. Si yo estoy en un lugar donde todo el mundo habla otra cosa diferente, estaré incomunicado, y de poco me valdrá el patrimonio lingüístico de que pueda alardear... es como ir con Rupias al mercado de Chamartín. Ahora bien, yo, en mí mismo, en la inmensidad de mi ombligo, podré pensar realidades al nombrarlas y reconocerlas como tales; puertas, ventanas, sillas, paredes, seguirán allí donde estén, se llamen así o de otro modo. Claro que, ante los demás, puede que no sepa reconocerlos, pero es ya cuestión pública. Lo que llaman "sociedad".

La cultura es algo más que el manejar mi propia lengua con soltura. Es más que poder o no comunicar ideas a otros (conozco a personas que son capaces de hacerlo por señas, o con una invención de lenguajes maravillosamente versátil) y es mucho más que ser políglota (que ayuda) o ser pedante. La cultura, creo, es la manera de poder disfrutar de las ideas propias y ajenas, de poder compartirlas, si se quiere, o de paladearlas de manera onanista. Es la capacidad de reconocer en los otros conocimientos que no tenemos y que nos encantará adquirir o, al menos, escuchar una vez en nuestra vida (luego la memoria ya se encargará de fijarlos o de perderlos) y siempre, en todo caso, gozar de sensaciones de todo tipo y aposentarlas en nuestro cerebro, en la punta de los dedos, en la piel, en cualquier parte. La cultura es, a fin de cuentas, cada persona. Y lo mismo es culto el pastor que sabe de las inclemencias del tiempo, de las peñas y los charcos, de los pastos, de las plantas y las ovejas, de que sus pies anden y el cuero esté curtido, como el paleta de obra, o el físico o químico que sabe de leyes del Universo, o el matemático que deriva e integra de cabeza, reflejando realidades en otro lenguaje, o las madres que aprendieron a escuchar los silencios y a enseñar paciencia, o los padres que laboraron horas y horas sin más recompensa que un mundo embrutecido, o los niños que saben cosas que para otros eran misterios a su edad... y tantos, tantos otros, que la cultura, al final, es sencillamente un ser humano. Su vida puede estar mejor o peor conducida, pero, cuando muera, seguramente algo de sí mismo permanecerá en los demás. Y ese jirón, corto o amplio, será, a mi modo de ver, su contribución a la "Cultura"...

Un saludo,