El día 31 de octubre de 2017
fue la primera noche que pasé en mi vieja casa, la casa de mis padres, de mi familia,
el hogar en que viví 32 años hasta que me independicé en 2008 y me marché.
Hasta 2017 he vivido en compañía de Cristina, con quien me casé en 2011, y de
quien ahora me he separado para divorciarme. En el camino, 7 años en Alcorcón,
2 en Madrid, viviendo juntos, dos hipotecas y dos hijos. Y un gato. Ese
balance, en crudo, no expresa los sentimientos y emociones, como cuando nació
mi primer hijo y le sostuve en brazos como algo nuevo, extraño, un
cuerpo ajeno al propio pero completamente propio en todo sentido. No muestra
los momentos de tensión, de descubrimiento, del día a día donde evolucionaba,
crecía, mostraba su personalidad y la influencia de nuestra crianza. No habla
de los momentos de duda, de crispación, de duelo, de dolor, de miedo, de
inquietud. Nuestro gato, mi gato, cayó en 2016 por la ventana de la casa, cinco
pisos hasta el patio, salvándose milagrosamente, aunque herido. Lo pasé muy
mal, me hizo rememorar el dolor de la pérdida, transmitido por mis padres tras
sentirlo respecto a mis dos hermanos. Y mi hijo mayor se hirió varias veces, caídas, golpes,
sangre, gritos de dolor, aullidos que queman la piel y penetran hasta los
nervios haciéndolos hervir. El mundo se ha tornado carne palpitante, sensible,
doliente. Emociones puras, sentimientos sin doblez, perspectivas sencillas.
En 2017 tomé la decisión de
separarme. Arreglé mi casa, la casa donde nací y viví con mis hermanos y mis
padres mientras los iba perdiendo. Mi hermano mayor, Carlos, un modelo y un
enigma. El siguiente, Félix, un caso perdido según todos, extrañamente blando
en mi memoria. Luego mi madre. Después mi padre. Las marchas, huidas, gritos,
portazos, abrazos de reconciliación y frases de enseñanza, refranes que no lo
eran y sabidurías manadas de silencios o palabras en cascada. Las resistencias
a la realidad, a los cambios, a las novedades, o su búsqueda impulsiva,
creyendo en ello hallar soluciones, respuestas. La vida es un continuo transitar
por falsas certezas y sombras de certidumbre. Arreglé la casa, como digo, y el
martes 31 de octubre pasé mi primera noche en ella.
Al contrario de lo que temía,
ningún fantasma me acosó, ningún recuerdo pendiente de resolver me hizo mella y
atrapó mi sueño. Dormí como nunca, cansado de la excitación del nuevo hogar, mi
hogar, nuestro hogar, el nuevo hogar de mis hijos y mío. El día siguiente hice
la presentación, afrontando el examen más exigente que recuerdo, más nervioso
que ante un final de carrera. Estuvieron mis hijos conmigo. El mayor durmió
en su nueva casa, despertó conmigo, me abrazó, me besó, me quiso, me habló, sentí la
cercanía de su piel, de su cuerpecito, de su voz, de su mirada anhelante,
repleta de cariño, de inteligencia, de amor. De futuros posibles sin escribir,
por escribir, por desear. Y tras un día intenso, rutinas, colegios, parques,
tareas varias, le dejé en su otra casa, la de su madre. Y volví a la mía.
Me volqué en varias tareas. Me
distraje viendo series. Limpié, ordené, arreglé, planifiqué, pensé. Y entonces
entré en su habitación. Vacía, los juguetes aún sin recoger en la alfombra, el
vacío de su ausencia, el eco apagado de su voz, sus palabras, su sonrisa, su
cariño. Toqué la cama donde reposó mi hija, dormida plácidamente, ausente,
creciendo entre leche materna y abrazos, voces cálidas y pequeños paseos. Y me
sentí solo. Como nunca.
Perder a mis familiares me debería
haber preparado. Esto es una separación temporal. Apenas hay 1400 metros de
distancia, un cuarto de hora andando, cinco minutos en bicicleta. Un río entre
medias, ese río frontera de mi infancia, adolescencia, juventud y vida adulta
que separaba el barrio del anhelo, del sueño, de la aspiración que situaba en el otro lado. El río que
delimitaba tantas cosas y cuyo cruce suponía incursionar en la novedad, la excitación
del explorador que holla tierras promisorias. Ahora al otro lado se encuentran
dos tesoros, dos nada ocultos, que ningún pirata lograría intercambiarme por
miles de gemas o el tesoro del galeón español más rico del océano. Dos
personitas que son mi prioridad, coordenadas y deseo mayor. Al otro lado del
río se encuentran de nuevo mis deseos, aspiraciones y anhelos.
Mi hermano, el que me queda,
Ángel, ese bruto sabio que sintetiza la poliédrica realidad, me
advirtió. Vivir en soledad no es fácil, no todo el mundo está preparado para
ello. Nunca. Hay que ser consciente que algunos saben y pueden y, otros, no. No
sé qué tipo soy aún. Sé que sin mis hijos mi vida sería infinitamente más
triste, gris y opaca. No son excusa de nada. Con ellos he escrito, leído y
hecho mis primeras pequeñas obras. Tras ellos, junto a ellos, seguiré
haciéndolo. No escribo casi nada desde inicios de año, apenas leo, pero mi
ingenio, el que tenga, lo invierto en cuentos, historias, relatos y
distracciones para el mayor e ideas para que pueda recibirlas la pequeña. Mi
mejor obra no existe aún, ni siquiera puedo decir que sean ellos, porque fue en
común, una labor compartida y que seguiré compartiendo con su madre, aunque no
la quiera, aunque no sienta el amor del que dudé y he certificado que
desapareció hace tiempo. El afecto de adultos es extraño. Se compone de
miles de pequeñas cosas, pero lo puedo reducir a complicidad, pasión y
compromiso. Queda el compromiso. Y es el compromiso más importante que he adquirido
jamás, por encima de hipotecas, deudas, libros por escribir o éxitos
cualesquiera. Cambio mil premios por la mirada anhelante y sonrisa de mi hijo
al contarle una historia, embelesado y perdido en mis palabras entonadas para
hacerla más viva. Trueco cualquier nuevo aparato electrónico por un juguete con
el que verle disfrutar, sean mis enanos pintados hace 25 años o un pequeño
muñeco de plástico. ..
Y es extraño, pero en mi casa nueva que es vieja se
superponen todas. Veo el mismo suelo de cerámica negra y nubes blancas a las
que asignaba formas, caras, imágenes. Allá el viejo filósofo, en el baño los
patitos caminando tras la madre, en la cocina la vieja de nariz ganchuda, en la
terraza las trincheras de mis soldaditos de plástico. Veo el mismo mueble donde
había de todo, herramientas, clavos, tornillos, cartas, libros, manteles,
fotos, toallas, licores que probé a escondidas, la televisión que no podía ver
salvo cuando me dejaban. Sigo en la misma penumbra que siempre he sentido
(toda la vida me ha parecido una casa oscura, aunque ahora luce iluminada como
nunca; quizá ensombrecida por las tragedias...) a pesar de disfrutar de
iluminación LED. Aún evito mecánicamente puertas, huecos, trozos de pared que
ya no existen. Miro en dirección distinta a pesar de saber que no estoy mirando a
la acostumbrada. Siento, veo, percibo, y todo se superpone, se mezcla, aunque
la realidad que mis ojos me muestran sea otra. La que he configurado, la que he
modificado para lograr un sueño.
Un hogar. Un hogar
parcialmente vacío, preparado como un mausoleo sin vida que torna hogar
cuando él está en la casa, emanando más calidez que cualquier estufa, radiador
o chimenea. Mi hijo llena con su presencia cualquier espacio en el que esté, y
sé que más pronto que tarde lo hará igual mi hija. Ellos, en realidad, y no las
paredes de esta casa, son mi hogar. Siempre. Y en él moraré hasta que ellos me
dejen.
Llegar a estas palabras me
ha costado mucho. Es un punto de partida, un cruce de caminos o un final, no se
sabe. Me da igual. Mañana les veré. Y siempre que pueda, quiero verles. El amor
que siento hacia ellos es tan superior que lo envuelve todo. He tomado mis decisiones. Sé por qué.
Ahora falta que, en este primer día de más de diez mil, de muchos más, aprenda
a seguir el consejo de mi hermano y sepa hacer de mi soledad un motor
provechoso. Cuando vaya liberando mi mente como desembalaba cajas, cuando
ordene y sitúe todo en su sitio, sabré que no he hecho más que una porción del
camino. Como siempre. Como es.
No tengo más patrimonio que mi
tiempo, y eso, todo, derrochando o gastando sin tasa, será de ellos. Junto al
don de la risa y la certeza de que el mundo está loco, podré seguir haciendo de
la soledad una aliada.
Un saludo,