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lunes, 1 de noviembre de 2021

El gato del millón.

 Humanizar a un animal es tentador. Vestirles, ponerles gafas, incluso lo del collar es algo que les acerca a un homo. Pero es un error. Porque lo que ellos nos enseñan es a mostrar la parte animal nuestra. Y dependiendo del tipo de animal, puede ser maravilloso... o no. 

Nunca he sido fan de los perros. Me parecen sumisos, estúpidamente leales, domesticados en todos los sentidos, emasculados, diría. Tuve hamsters, pero la única que me hizo feliz fue una hembra. El resto, huevones machos, aburridos, sin nada. Y durante mucho tiempo acariciaba la idea de un gato. Pero mis padres lo veían absurdo (mi padre me contó cómo comió "conejo" una vez, sabiendo luego que era gato... "pelagatos"...) y yo tenía, en principio, alergias que incluían pelo de animal, gato y perro. 

En 2006 o 2007, Cristina aceptó traerse una gata de las que merodeaban la finca de su padre. La llamaban "Calcetines". Era gris y blanca, y arisca. Casi la atropella un coche en Príncipe de Vergara al intentar escapar de su caja al llevarla. La salvé ni sé cómo, sin que nos atropellara nadie. En su casa duró poco. Mordía, arañaba, no quería ningún tipo de contacto... aunque se echaba siestas conmigo, dejándome los colmillos clavados en la mano. Volvió a la finca, y tuvo muchos gatitos.

Uno de ellos, rubio, pequeño, fue repudiado. Casi lo devora un perrazo enorme. Cubierto de babas en su caseta, lo salvó el padre de Cristina. Y de nuevo tras unos estantes donde cayó, lo salvó otra vez. Decidimos quedarnos con él. Además, estrenábamos casa, y era una buena manera de crear un hogar, con otro ser vivo. Aquel gatito, pequeño, asustado, se vino a vivir con nosotros en Alcorcón.

Había que encontrar nombre. El cachorro orinaba y defecaba en la esquina de la librería donde tenía yo libros sobre Roma. Rómulo era muy largo y presto al cachondeo, así que elegí Remo, el hermano. Dos sílabas, sencillo, claro, y no sé por qué, encajaba. Remo se acostumbró, como mágicamente hacen los gatos, pronto al arenero, al comedero de la cocina y el agua. Y tras saltar alocadamente por toda la casa, en un slalom sin fin, acababa en mi regazo, comiendo lonchas de pavo y pegándose a mi cuerpo. Otoño hizo que descubriera el placer de compartir calor mamífero. Tardes de lluvia o frío con él encima de mí, sobre una manta, al lado... caricias y ronroneos. A veces se hartaba y me soltaba un mordisco, suave, no muy profundo. Y era el momento de jugar, perseguirnos por la casa, saltos, cuerdas y demás. En la clínica, aún recuerdo cuando le midieron la temperatura (rectal, rectal) y me mordió, suave, mi mano, modo "estate aquí conmigo".

Conectamos, claro. Nos mirábamos y nos entendíamos. Él no necesitaba sonreír. Sus chasquidos de placer cazador eran correspondidos con risotadas. Si se cansaba del juego, un zarpazo suave me decía "basta". Pero si le lanzaba una goma de pelo, distraído, me la traía entre los colmillos para ver dónde la lanzaba y dónde la cogía, incluso en el aire. 

Antes de morir mi padre, y después, me ofreció un consuelo silencioso, respetando mis momentos. Cuando entraba yo por la puerta, se subía al zapatero y se echaba a mis hombros. Un ritual que duró toda la vida. Le cogía, como un bebé de 5 kilos, y él me daba pequeños mordiscos en la cara, me atrapaba con sus patas peludas y dejaba que le acariciara. Si me veía decaído, me mordisqueaba los pies, obligándome a levantar mi culo pesado del sofá e ir por él, activándome. Y siempre, siempre, se echaba en mi cuerpo, dándome su calor gatuno, ronroneando como si aquello fuera una máquina industrial de felicidad.

Dormíamos muchas noches con él enroscado a mis pies. A veces tocaba echarle de la cama cuando le entraba la furia "after", de después de la madrugada. He pasado muchas noches insomne con él en mi regazo, en mi cuello, en mis brazos, leyendo o escribiendo reflexiones. Y viajamos con él, claro. Pero pocas veces. Le sentaba mal.

El año que nació mi hijo, tuve miedo. Naturalmente, si no aceptaba a mi hijo, él se iría... y sé que hablar con un gato parece de locos, pero el tono, la emoción, la conocen. Trajimos un pañal de mi enano, lo olisqueó, se marchó. Llegó mi hijo, le olisqueó, le miró, se marchó a sus asuntos gatunos (dormir, exigir una lata, pedir juegos). Cambió un poco la dinámica. Ya tenía él sus años, claro, y entramos en ese compartir momentos de calor, calma y relajación. Antes también, pero ahora más. 

Cuando nos mudamos, tuvo un estrés terrible. El pobre aguantó en una casa sin nosotros casi ningún momento una semana entera, entre decenas de cajas y casi ningún espacio. Hogar nuevo aunque muebles conocidos, y nosotros. Se adaptó rápido, pero cambió un poco su comportamiento. Ahora pasaba más tiempo de lo habitual en las alturas, observando. Jugábamos, dormíamos con él, él a veces entraba en la cuna y dormía con nuestro hijo... y siempre, siempre, me venía a saludar, como él hacía conmigo, cómplice, subiéndose a mi hombro, al izquierdo, poniendo las patitas en él, un arañazo, un mordisco, ronroneo... (no sé cuántas camisetas tengo sin marcas de sus uñas...)

En 2016 pasó lo peor que pudo pasarle. En enero, pegó un mal salto calculado al alfeizar de la ventana. No había llovido mucho, pero estaba algo mojada. Resbaló, cayó varios metros... y escuché su maullido lastimero como nunca lo había oído. Aullaba de dolor. Corrí, descubrí que se había caído. Bajé escaleras de tres en tres, y le encontré en el patio, desangrándose, sin casi moverse. Me ayudó el conserje y un vecino, entre ellos le envolví en mi camiseta, y le llevé, tal cual, a las urgencias veterinarias. Recuerdo que me debatía entre el dolor, la angustia y la sensación de ser un histérico. Me dio igual. Lo primero que pregunté es si se iba a salvar. Temía la inyección, acabar abruptamente todo. Me dijeron que ya veríamos...

Se salvó. Muchas operaciones, muchas. Dos patas destrozadas, otra tocada, un colmillo roto, el paladar... pero se había salvado. Ningún órgano tocado. Cuidamos de él como de uno más de la familia, gastando lo que hacía falta. Era Remo, era familia, era parte de nuestra vida. 

Después vino mi separación, el nacimiento de mi hija, el cambio de casa... decidimos, para probar, que estuviera seis meses con cada uno. En mi casa estuvo, de nuevo territorial, estresado, pero siempre pegado a mí. Incluso reprodujo el ritual de subirse y abrazarme. Pero un día, maldito día, con su hocico o sus patas, logró correr dos ventanas que apenas estaban abiertas. Cayó de nuevo. Una buena samaritana lo encontró y llevó a la clínica de urgencias. El chip le identificó y nos llamaron. Menos grave, pero operaciones, cuidados...

Tras eso, cuando se recuperó decidimos que se quedara ya siempre en la casa que conocía más, los muebles y espacios familiares... ya no correteaba tanto, pero sí jugaba, sí venía, y contrajo nuevas costumbres. Ahora, exigía al llegar que le abriera un grifo y así beber de él como un señor, con ese movimiento mágico de su lengua. Al acabar me pedía que le cogiera (una cosa es saltar arriba, otra al suelo) y eructando un poco, nos íbamos a jugar en el sofá o la cama. Menos, porque mis hijos le buscaban. Él los aceptaba, pero son niños... y él estaba siendo un viejete con operaciones.

Alimentado acorde a su edad, le tratábamos como siempre, como el compañero peludo, el amigo, con los rituales que le gustaban. Manta, abrazos, besos, caricias... mis hijos entraron en los rituales, poco a poco. Él rehuía a otros niños, aunque no a todos. Sabía con quién podía quedarse e incluso rodar ofreciendo su barriga blanca para que le acariciaran. Y seguía siendo el animal empático que era. A Cristina también le consoló cuando murió su padre. Tardes y noches de compañía, de poner su culo peludo en el teclado del ordenador (hubo veces que yo escribía viéndole a él, no la pantalla) y muchos abrazos, ronroneos y caricias. Y le cuidábamos, claro. El momento de cortar las uñas era nuestro. El del baño lo abandonamos hace años. Las pastillas desparasitarias, las medicaciones... Cuidar a uno de los nuestros, siempre.

Los últimos meses seguíamos con algún tratamiento, alguna operación mínima, algún pequeño ajuste para él. Y, de pronto, sin más, una tarde estaba inmóvil, quieto, sin reaccionar. Bajo sus párpados ya de vejete se adivinaba dolor contenido, sin expresión, mirando con su mirada de Clint Eastwood en un espagueti western. Decidimos consultar al veterinario si seguía así, pero no hubo ocasión. A las 5 de la mañana me llamó Cristina. Apenas podía respirar, lo hacía acelerado y entrecortado, casi sin poder moverse. Me lo llevé a su clínica. Empezó esa danza de "a lo mejor, a lo mejor..." y aunque hubo esperanza, hubo más bien seriedad y claridad. No iba a recuperarse en condiciones.

Hago aquí un inciso. Mi gato, el gato del millón, tuvo suerte. Le cuidamos y atendimos, le dimos lo que necesitaba, pagando. Un privilegio, suyo y nuestro. Imaginad un mundo donde no hubiera Seguridad Social... hubo algunos que me insinuaron que estábamos colgados, que vaya desperdicio. Otras personas, y son las que quiero, me dejaron claro que entendían mi postura emocional. Remo era familia. 

Y llegó el momento. No iba a superarlo en condiciones. No iba a tener una vida de calidad, de mínima calidad. La palabra eutanasia no se utiliza así, en crudo. Te dicen "ponerle a dormir". Igual que en humanos decimos "paliativos" o "desenchufar" y similares. Eufemismos. La realidad es que, reconocer el momento y aceptarlo es difícil. De lo más difícil.

Acudí a la clínica. Me lo trajeron en una mantita. Nada más cogerle, echó sus patas sobre mi hombro izquierdo, como siempre. Pegó su hocico a mi nariz, como siempre. Y volvió a hacer algo que era un gesto nuestro, de los dos. Su frente peluda contra la mía. No sé si seguía marcándome con sus feromonas, no lo sé ni me importa. Le acaricié los bigotes como le gustaba. Entrecerró los ojos. Respiraba fatal, el cuerpo temblaba, no de ronroneo, si no de agotamiento, rendido. Tras mirarnos y decirnos lo que merecíamos ambos, con palabras y sin ellas, nos despedimos. Le durmieron, en mis brazos. Aún clavaba una pata en mi hombro. Quedó tranquilo. Inerme, sosegado. Inmediatamente, la inyección. Un pequeño estertor, silencioso. Y, después, su cuerpo peludo, que había albergado a un amigo, un compañero, un familiar adoptado, querido y amado, lo dejé en la manta. Remo estaba muerto.

Lloré. Lloro ahora. Me cruzaron la mente las muertes de mi madre y mi padre. En el caso de mi madre, no poder despedirme de ella como quería, pues tras la última conversación cayó en coma. Nunca entréis a ver a un ser querido muerto tras desentubar. En el de mi padre, salí a comer, y en el camino me llamaron para comunicarme que había muerto. Maldita oportunidad. Les abracé y sentí su cuerpo convertirse en mármol. No quise esperar a sentir lo mismo con Remo. Dejé su cuerpo, cálido, peludo, en la clínica. Le incineraron, como a mi madre. Pero como mi madre, como mi padre, incluso retazos de mis hermanos, hay recuerdo. 

He vivido muertes, y cada una que llega piensas que estás preparado. Algunas, seamos sinceros, no me han afectado tanto. Otras, sí. Nunca estás listo. Reflexionas, recuerdas lo breve del tiempo, lo efímero de todo, lo intrascendente de muchas cuitas, y entras en una espiral cáustica y afilada de pensamientos que cortan el hueso y extraen el tuétano. Luego el dolor se mitiga por el tiempo. Algo. 

El epílogo fue contárselo a mis hijos. Mi mayor terminó mi frase antes de llegar yo a la palabra clave. "Cariño, Remo ha..." y quedó un instante sorprendido. Luego lloró. Lloró mucho. Aporreo un cojín diciendo "Qué puta mierda" y otras palabrotas. Hizo dibujos. Pidió quemar uno para ver las cenizas pensando que eran las de Remo. Simbolismo. Otro lo hemos guardado, junto a un grano de su pienso. Mi pequeña aún no lo entiende. Pidió otro gato, preguntó que dónde estaba, si ya no le iba a tener más... 

Nos fuimos a dar un paseo, al sol. Distracción, hablar de momentos, reír, llorarlos... y al volver, llamaron a la puerta, como siempre hacían, para alertar a Remo de que estaban en casa. Pero esta vez Remo no les fue a ver, ni intentó salir al pasillo o subirse a mis hombros o escapar del abrazo de mis hijos. No estaba ya.

Remo. El gato del millón.


 

lunes, 25 de octubre de 2021

El fin de la pandemia.

Reconozcamos la verdad. Llevamos dando por finalizada la pandemia desde casi abril o mayo de 2020. En junio de ese año, recuerdo perfectamente cómo ya muchos iban a la playa con la sensación de haberlo finiquitado. Fiestas. Comilonas. Se hablaba de olas, pero se pensaba en las del mar. Gritos por uno y otro lado de "¡hay que abrir, hay que abrir!" y pocos de "¡sigamos con cuidado, sigamos con cuidado!". En agosto del año pasado recuerdo un cribado que intentó determinar, entre unas 1000 personas, en Carabanchel, la prevalencia y circulación del virus. Apenas nadie acudió. y vino una de esas olas mortales. Septiembre, todos enmascarados, nadie se atrevía a seguir con el teletrabajo, volvimos a las oficinas, los niños al colegio bajo medidas draconianas... y enero de 2021 amaneció con la promesa de una vacuna. Los primeros, gente mayor, y personal de hospitales y centros de salud. Yo me vacuné en plena Filomena, la primera dosis. No lo dudé. Y pensamos muchos que ya era un inicio de apertura. Mi amigo Santi me rebajó las expectativas. Después pasó más y más tiempo, y de hecho tuve dos confinamientos de aula de mis hijos, y aún vacunado, dos PCR. Seguí practicando la prudencia y el uso de la mascarilla y la limpieza. Y en junio, aparentemente, con ya muchos vacunados, relajamos. No importaba, no lo dábamos por terminado. Ni el inicio del nuevo curso, ni esta sensación de aguantar aire todo el rato. 

Yo aún no la he dado por finalizada, pero casi. Empiezo, ahora de verdad, a sentir que podemos esquivarlo. Quizá me equivoco, quizá leo mal las noticias y los datos, quizá he entrado en un estado de prudencia suma. Pero siento que ahora, sí, de verdad, puede ser un final. Y sin embargo, no lo creo así. Porque sí, nuestro país, modélico (algunos me han soltado que dictatorial, que las mascarillas blablabla, que las farmacéuticas mafiosas, que la plandemia, que tal y cual...) parece haber actuado bien. Tras coger inercia y empezar mal. Pero... ¿y el resto del mundo? Si Rumanía no tiene ni un 20% de población vacunada, ¿no nos afecta? Si Reino Unido, ese modelo de país lamentablemente dirigido por un pirado, ha tenido que recoger cable, ¿no nos afecta? Y cualquier país de África ahora mismo no tiene vacunas, qué va a tener, si no tienen de otras cosas. ¿No nos afecta?

Auguro un futuro donde el principio del fin o el final del principio son eso, palabras y retórica churchiliana muy chula. Vamos a convivir con esto. Tendremos suerte en un país como España, mientras dure la capilaridad extendida de la salud pública o casi, donde la educación, en reductos, resiste, sí. Donde hay mentalidad de que nunca hemos vivido mejor, a pesar de vivir mal o con sobras. Auguro un futuro de miedos. Aunque ahora que lo pienso, siempre ha habido miedo. La diferencia estriba en cuando sólo era por uno mismo (arrojado, despreocupado, repleta la cabeza de sandeces) y cuando es por gente que tienes a tu cargo. 

No creo que veamos el final de la pandemia. Empalmaremos con más y con otras. Mientras, yo seguiré lidiando con mis enanos, su educación, su capacitación, su bienestar, su felicidad. Seguiré lidiando con las realidades del día a día. Con todo. Es curioso cómo se puede compartimentar la cabeza y seguir cuerdo. Quiero creer. Pero lo que sí me queda claro es que, en este camino, echo de menos muchos abrazos y, otros, en realidad, no. El cedazo de la pandemia, y de mil cosas más, ha sido revelador. Una epifanía. 

Aunque reflexiones como esta no tienen importancia ni necesidad. Son, al final, ejercicios... o algo así.

Un saludo,

domingo, 4 de julio de 2021

Dos Cataluñas y las mismas pamemas.

 Hace poco he visto el documental de Gerardo Olivares y Álvaro Longoria. Ya lo había visto, sí, pero en Netflix lo han puesto hace poco y bueno, lo he querido revisitar. Es de 2018. Al margen de mostrar hechos y también declaraciones de, creo, todos los implicados, me ha sorprendido cómo envejecen los hechos, cómo cambia todo tras las fiebres del momento, esas de masas que elevan la voz y con su ruido apagan cualquier otra palabra. Me ha maravillado, también, que ese tono elevado se componía de palabras eufónicas; "libertad, derechos, decidir, democracia, justicia, independencia, los pueblos"... y que sus detractores, a posteriori, siendo torpes y macacos (los que hablan por el PP son patéticos en el discurso y la forma del mismo; Andrea Levy asusta por su macarrez; Rajoy da pena en cuanto a lo parado que es; Casado es, simplemente, lamentable, estúpido y hueco. Sólo se salva un poco Moragas, en su papel más estadista) o más o menos sensatos (Ciudadanos... partido que también usaba términos eufónicos...) han quedado sepultados por ese olvido que permite ganar a otras mitologías. Porque lo de Cataluña versión independencia es eso, un mito. Aunque esto es España, y ellos más que nosotros; Berlanga habría rodado todo el "Proces" sin dudarlo, riéndose por lo bajo y llamando a Buñuel para decirle que mira, aquí hemos topado con la piedra filosofal del qué es ser español, siguiendo las humorísticas reflexiones de Julio Camba. 

Es muy patético. Recuerdo el documental-ficción de "La pelota vasca" que hizo Julio Medem. Su "equidistancia" no apagaba declaraciones que, luego, en "El desafío: ETA" de Hugo Stuven, se amplifican y dejan estupefacto. Negar las realidades, enmascararlas, no es algo nuevo. Lo nuevo siempre es la manera. Y si es con bellas palabras, mejor que mejor.

Porque al final la pregunta básica de un historiador es "¿A quién beneficia?". Y la realidad es que el beneficio de unos es el perjuicio de muchos. No, no parafraseo la indescifrable y borracha sentencia de Rajoy en su día. Es así. El beneficio de unos pocos (los antiguos CiU, asediados por la corrupción, y que no se ve en el documental de Netflix más que de pasada y refilón, sin darle ningún papel a Artur Mas en aquella historia y sí echando el lodo al Estatut malogrado) significa el matadero de muchos, al que, por cierto, van más que contentos. Chavaladas que afirman que no son independentistas pero Rajoy les ha hecho asín (que diría Baroja) o gente que reclama memeces históricas de que Cataluña esto o lo otro, y que no odiamos a España peeero (ese gran "pero" antepuesto al machista, racista, odiador profesional de turno) pues compraron el discurso, lo hicieron suyo con ilusión. Ni más ni menos que otros grandes movimientos, ya de disgregación o de unificación. Me da lo mismo. Lo cierto es que todos logran un primer efecto; la convivencia se quiebra y la desconexión con los problemas de verdad se agranda. 

En este asunto claro que he hablado con muchos de mis amigos que viven en Cataluña, sean o no catalanes. Y sólo uno me resulta plenamente honesto. Él es anarquista, serio y formal, y consideraba en su día un buen paso el lograr la independencia porque era un peldaño más para atomizar y destruir un Estado. Lo respeto. No lo comparto, porque yo cada día soy más estatalista y todo eso. Porque creo, honestamente, que cuando mejor hemos vivido mayoritariamente (con sus lagunas y agujeros) es en un sistema donde un Estado ha seguido cierto juego democrático imperfecto, permitiendo, eso sí, un bienestar social que se basa, tachán, en la Sanidad y la Educación. Esos dos pilares de los que ya nadie habla si no es para mentir.

Porque el beneficio ajeno es convertir en sumisos defensores de banderas e himnos a quienes deberían reclamar profesionales, menos listas de espera y bajos ratios escolares, por poner dos ejemplos. Me la soplan las banderas, y por mí pueden comérselas todas con cocido o con calçots los que reclaman las eufonías de "libertad, independencia, derechos, etc" cuando les están robando por detrás lo que es su bienestar social para que luego ya si eso peleen por cosas que, en la pirámide de Maslow, ocupan ya lo que considero el espacio sideral fuera del pico. 

Me he cabreado, claro que sí. Gente que se arriesga a que le peguen una patada por poner una urna de plástico donde meter un voto impreso en casa me resulta candorosa y estúpida, a partes iguales, y que no va a pegarse cuando privatizan un centro de salud o rebajan la atención en su hospital. Gente que llora ante prisiones o agita banderas españolas a lo castizo y cutre gritando "A por ellos" en lugar de irse a las Consejerías de Educación y reclamar comedores con becas para quienes no comen más que allí, o no tienen libros, o ven recortados los muchos programas que deberían facilitar su vida, gente así también me parece estúpida y hasta peligrosa. Porque todos ellos son los que alimentan la rueda infernal y perniciosa de Puigdemonts y Ayusos. Y a los que quedan al margen mirando para ver qué sacan. Que son muchos. A tu costa.

Me he cabreado porque hemos sustituido lo real, lo esencial (como decía aquel ingeniero de caminos despedido en la película sobre la gran estafa de las hipotecas, que trabajó, creo, en Lehman Brothers; "yo construí un puente en un pueblo del medio Oeste, y es algo tangible, que facilita la vida a mucha gente, y sigue ahí; pero lo que hemos hecho aquí, ¿para qué ha servido?", más o menos...) por el humo, la alharaca y la mentira. Y nos las comemos en platos de cartón serigrafiado con banderas. Nada nuevo, por otro lado. 

Y no me voy a cabrear si me llaman españolazo, facha o similares. Ya lo he vivido. No. Las opiniones ajenas sobre cualquier tema, incluyéndome a mi, me afectan ya bien poco (salvo de unos pocos muy allegados que me conocen muy pero que muy bien) y por eso, aunque considere que la prisión de los Jordis fue una cagada como las cargas policiales, o que los movimientos de entonces, incluyendo la vergonzosa huida de Puigdemont, son charlotadas más o menos calculadas, o que esta es la mayor cortina de teatro para no ver qué pasa en las bambalinas, acabo con un "me he cansado". 

Para mi no hay dos Cataluñas, ni dos Españas, ni dos Países Vascos ni nada por el estilo. Solo muchos estúpidos, muchísimos, y unos cuantos malvados. A veces, hay gente malvada e inteligente que hace cosas no tan malvadas y sí inteligentes. Y no, no me refiero a Franco, que os veo venir. No daré sus nombres, porque son tan inteligentes que han logrado no dejar esa huella. Felices ellos y no los estúpidos a ratos como yo, un señor que lleva ya tiempo renunciando a la pamema de la identidad...


Un saludo,

miércoles, 23 de junio de 2021

Identidades.

Llevo mucho sin escribir. En realidad, toda una vida. Hay momentos en los que uno no sabe, no quiere, no puede o tiene. Pero los últimos días, y a cuento de nada, tengo ganas de nuevo. Lo primero que me ha venido fuerte, porque llevaba tiempo sembrado en mi cabeza, es lo de las identidades. Qué, quiénes somos, cómo somos. Y me ha sorprendido la tormenta interior en la que he barrido de un plumazo todo, al sentir que la identidad es algo incompleto siempre, imposible de aposentar como definitivo. Tonto del que cree que está hecho en algún momento de su vida, y más estúpido el que piensa que no va a sufrir algún cambio.

En el mundo adulto es sorprendente cómo las identidades realmente fluctúan según la audiencia. Si estás en el parque, o en el cole, o en algún entorno con los niños, eres padre. Sin más. Etiqueta vasta y flexible, holgada, donde cabe lo que uno imagina que es ser padre. Lo de limpiar culos, cambiar sábanas meadas, recoger comida tirada, reñir por el desorden, pedir menos gritos, estar encima para que se hagan cosas, preocuparse... es curioso cómo varía con la etiqueta "madre". Las presunciones se disparan, y aunque estemos en un mundo modelno que diría aquel, no lo es tanto. Biología o cultura, me la pela. Pero el abismo que se abre entre los que tenemos esa etiqueta y los que no, es curioso. Los que no son padres o madres miran siempre de reojo, como si se perdieran algo del mundo adulto (que realmente ya pudieron tenerlo antes cuidando de una mascota, un padre enfermo o algo similar) que consideran les están ocultando. Porque después está lo de la magia de los niños y todo eso. Sí, claro que sí. Superadas las frustraciones del cuidado, cuando tiras el trapo de limpiar, recoges la escoba, guardas los platos sucios y despejas el suelo de legos, hay momentos mágicos. Jugar con uno o con otro, seguir su imaginación y ver dónde lleva. El juego físico, el figurativo, la imaginación, el crear mundos más allá de todo... descubrir que tu hijo escribe historias y empiezan con "Era un gato muy valiente que había saltado más de 10000 tejados en una noche..." y se enfada porque lo averiguas. Hallar en tu hija una coqueta que elige cositas rosas, de moda, brillantes, y pone poses, y a la vez juega a tirarse pedos en la cara de su hermano o te exige que la lances en la cama. Todo eso es impagable, único, y fugaz, como todo lo que es bello. Es movimiento perpetuo, y si no adaptas la ansiedad a ese movimiento, pereces. Aunque me escoro. La etiqueta de padres vs no padres. Sí, somos una logia diferente que conoce los dos mundos, el de antes de no serlo y tenerlo todo para uno (aunque sea mentira y engaño) y el de serlo y no tenerlo todo más que para ellos (aunque la abnegación tiene grados). 

Si dejo de ser padre (los ratos que no lo soy físicamente, porque están en el cole, yo trabajando o con su madre) no dejo de serlo, en realidad. Incluso ahora, escribiendo, repaso mentalmente listados de tareas, de pendientes, de por hacer y de previsiones. Porque lo de los hijos es una previsión que casi nunca se cumple. Salvo que habrá sorpresa. Pero de pronto me hallo, me busco y encuentro. Y me veo saltando a trompicones entre quien era ayer y soy ahora. Vaya, dejé de ser ahora. Y ahí volvemos a las otras etiquetas. Amigo, compañero de trabajo, novio, hermano, familiar, conocido, colega... hay tantos ámbitos, y en todos sé que no soy yo. En el trabajo no soy yo. Nunca. No quiero ni me apetece. Soy, sí, pero soy otro. Prevalece el padre, prevalecen otros roles. En cuanto a mis amigos, lamento eso de vernos menos, pero es que es lo normal en la vida adulta de paternidades, hijos, hipotecas y trabajos. Es maravilloso, para mí, sorprendente para muchos, que pueda mantener esos 35 años de amistad (30 o 25 en otros casos) con personas que son maravillosas. Sí, es cierto que desde que descubrí muchas cosas de mi hijo este año, y de paso de mí mismo, he comprendido más ciertas formas de ser y actuar que tengo. Pero esa de la fidelidad más o menos sólida (no hay fidelidad de hierro, creo, aunque no sé, creo que hay una suprafidelidad, por encima de grietas o baches... si realmente merece la pena) no la entendía hasta que exclamé, un día, que mi hijo había encontrado a quien podría ser su (omito nombre) como ese nombre omitido lo ha sido y es para mí. La vida tiene muchas compañías, y ninguna nos deja del todo. Es posible que no escuche ya la voz de mi madre, ametralladora de palabras sensatas y ráfagas de refranes acertados. O la hosquedad de mi padre. Ni recuerdo ni tengo ya nada de lo que fueron mis otros hermanos. Me quedan muchas de mi hermano, palabras acertadas muchas veces mal dichas, y es que los mensajes son como todo, no nos gustan que vengan envueltos en bolas de pincho. Pero me orillo. No dejo de tener voces cerca, a mi lado. La más importante, ahora, claro, es la de mi pareja, la persona junto a la cual hay una apuesta muy compleja; caminar juntos, siguiendo, si se da, el mismo camino. De momento lo es. En tantas cosas, en tantos aspectos... la carabina que es la pandemia y las restricciones filiales son duras, claro que sí, pero cuando dos personas hablan todos los días, y no para repasar la lista de la compra o las tareas pendientes (que también) es que algo une, junta y mantiene. Es la apuesta. Nada idílico y por eso idílico. En ese sentido, salirme del rol de padre (no, nunca me salgo, aunque a veces me distraigo, como cuando me faltan tiritas en el parque ante una rozadura o he olvidado la carta de Pokemon más valiosa) es también imposible, aunque transito bien entre mis estancias no estancas, permeables, siempre conectadas y siempre abiertas. Visión horizontal, no focalizada. Es un hecho que acepto, y sé cómo focalizar cuando quiero, claro, pero el esfuerzo de hacerlo sólo lo hago cuando merece la pena hacerlo. La cosa es que no dejo de ser padre igual que no dejo de ser amigo, salvo que lo desee, ni de otras cosas que son más bien electivas, ante lo selectivo de los hijos.

¿Por qué llamo "identidades" a esta reflexión deslavazada? Porque me fascinan los que oponen otras identidades por encima de la suya, siempre cambiante, movediza. "Soy negro", "soy de Vox", "soy lesbiana", "soy judío", "soy...". No eres, crees ser porque necesitas tu comunidad de aceptación, tu grupo de apoyo, emocional o económico. Somos lo que somos, animales evolucionados, que adoptamos identidades porque nos permiten con esa máscara participar de la orgía de los grupos. Pero, cuando aceptamos de verdad nuestra individualidad, nos damos cuenta, en el fondo, que da igual que nos gusten hombres, mujeres o moluscos, que importa poco a quién se diga admirar, que importa más lo que hacemos día a día, poco a poco, ya por acción o por omisión. Todo manda un mensaje. Nada es aleatorio, aunque sí, lo admito, ser padre distrae un poco. Pero es que, permítame el lector (o no, me la pela, es mi blog) cuando tienes vidas pequeñas que dependen de ti, hay otras cosas que son ridículamente más minúsculas. Importantes, sí, claro, pero mides con otras magnitudes. El sistema métrico varía. Y la tolerancia a las voces de fuera de la logia, se ahuecan y pierden valor, quedan como ecos desvanecidos ante realidades que, por más que quieran creer que comprenden, no lo hacen. Porque todos hemos sido hijos, pero no todos somos padres.

Vaya, mi identidad es entonces, primero, la de padre. Pero estoy escribiendo sobre ello. Estoy desgranando, defendiendo y casi haciendo proselitismo del hecho de ser padre. Pues no. No todos debemos ser padres. Ni todos quieren, ni todos deben. Bienvenidos sean, porque nos permiten el contraste que necesitamos para medirnos, compararnos, y volver a ser esos otros pedacitos de identidad que somos. Yo escribo, sí, pero no me considero aún hoy escritor. Juego al rol, pero tampoco me siento rolero de pro. Recreo y a veces divulgo al vulgo, redundancia suprema, pero no me siento muy experto. Trabajo, porque me da para dar de comer y una vida más o menos agradable a mis hijos y a mí mismo (si fuera rico o rentista, ya digo yo que no madrugaría). Y todas esas identidades forman parte de mi identidad, claro, e incluso diré, atrevido yo, que no es primera la de padre. Que cuando escribo o recreo o hago otras cosas, queda apartada. Aunque no lo esté. Un ojo aquí y otro allá... mira, eso es algo que no sabría explicar mejor; los padres somos bizcos todo el tiempo. 

No tengo una identidad sólida, definida, inmutable, aunque sí algunos principios o ideas vagamente generales. Por eso me fascinan los que sí. Fascistas, derechistas, izquierdistas, independentistas, católicos, ateos (se me olvidaba, yo soy un apóstata... qué lejos queda esa batalla) del Atleti o piragüistas. Una afición no es identidad, aunque la moldee, la cree o forje. Una identidad no es más que una máscara en la tragedia de la vida, la comedia de la que salimos con la pregunta, algunos honestamente hecha, otros entre los dientes, de Augusto, el funcionario más pro y princeps que hubo jamás; "¿He interpretado bien mi papel en la comedia de la vida?"

Pues aplaudiremos si eso es así. Yo aún sigo con el borrador del libreto...

Un saludo,

jueves, 25 de febrero de 2021

Trastornos variados.

 Últimamente, por muchos motivos, estoy leyendo y escuchando, además de investigando, más sobre todo tipo de llamados "trastornos". Una forma de referirse a lo que diverge de la normalidad, entendida esta como medida estadística. Algunos se cruzan con más cuestiones (educación, tipo de vida, sociedad o cultura en la que se circunscriben...) pero todos, en general, suelen generar la misma mirada (recordad, las mascarillas han destruido medio lenguaje facial) al comentarse. 

Empiezo con el del sueño. Desde el inicio de la pandemia, ya he hablado y conocido a más de una persona que lo sufre. Insomnio, migrañas, incapacidad de conciliarlo... me recuerda mucho a las tensiones por trabajo o crianza, a grandes momentos de decisión o espera, tanto, que me parecían reconocibles. Puede que sea ir a contracorriente, pero los meses de confinamiento dormí como nunca. Ningún ruido nocturno, calma, tierra limpia, aire fresco en el balcón... y mis hijos, igual. Sin la presión de horarios, de colegios, de rutinas. Después del confinamiento he seguido conociendo casos de estrés, de insomnio, de problemas... Y casi todos más achacables al trabajo y el rimo que impone en todas las demás facetas de la vida.

El de ansiedad es otro muy común. Antes, durante y ahora, lo encuentro en muchas personas. Por perder el trabajo, por perder a amigos, parejas, familiares. Por sentir su vida cancelada o hibernada. Es cierto que yo he padecido ansiedad, pero siempre en cantidades (creo) moderadas, excepto en algunas ocasiones concretas. Pero veo más a mi alrededor. Ansiedad que conduce a frustración y violencia, a ira, impaciencia, abulia o depresión. Es curioso que, en aquellos que entienden esta etapa de la vida como una suspensión temporal de muchas cosas (y la apertura de otras más) no sufren la misma cantidad de ansiedad, o, al menos, la manejan mejor. Yo, de hecho, tengo menos ansiedad ahora por algo que es fundamental en mis miedos; sucesos que afecten a mis hijos. Salvo dos o tres momentos concretos, en el último año se ha reducido considerablemente esa ansiedad. Pero por trabajo, encuentro mucha, muchísima.

Hay muchos más, claro. Hipocondria, agresividad, tics y nuevas obsesiones, fobias varias, como la social, minusvaloraciones... pero lo que me interesa es saber si estos son parte de algo que estamos nombrando en los últimos años (lustros, décadas) y ya existía, o existe porque lo estamos nombrando y separando. Ya se sabe, el poder mágico de las palabras, creando realidades. También, y esto es un jardín, me está sorprendiendo el giro de muchos debates, pero ninguno como el de la transexualidad.

Hace unos años, leí el magnífico ensayo "S=EX*2" de Pere Estupinyá. En una parte, analizaba lo del sexo biológico, el cerebro masculino o femenino, de manera puramente biológica, y aportaba algunos datos (en porcentaje, las veces que un cerebro se considera "hembra" con genitales "machos" y viceversa). Por supuesto que existen personas cuyo sexo genital es uno (macho o hembra) y el sexo de identidad es otro. Por supuesto que eso es indiferente al deseo sexual. Pero hay una base (y aquí empieza el problema) biológica. No cultural. Lo de siempre. Igual que los demás trastornos que he mencionado (y añado, los trastornos tienen una connotación negativa, puesto que salirse de lo normativo es malo) es una base puramente biológica y, luego, una aceptación, comprensión, encaje, respeto o rechazo en la parte social o cultural. Un loco en una tribu de nativos americanos podía considerarse un chamán sabio y todos le atendían; un loco en Madrid sufre indiferencia y acaba en la calle si no tiene familia.

Me parece genial "despenalizar" el trastorno como algo nefando para quien lo sufre. Si alguien tiene un espectro autista o déficit de atención o hiperactividad, por ejemplo, sí, tiene una serie de aspectos de su personalidad que harán más difícil su aceptación y encaje en la sociedad. Pero podrá encajar. De alguna manera, como los mutantes de X-Men; el "trastorno" o mutación de Charles Xavier es aceptable para otros humanos "normales" porque no se ve. Pero el de Mística no lo es tanto porque la gente rechaza a una tipa azul con escamas, aunque vaya desnuda. Pues algo similar sucede con la transexualidad. 

El primer debate que leí al respecto fue el de J.K. Rowling acerca de su defensa de una escocesa que flipaba (was freaking out) con un señor que se declaraba no binario y mujer, con una bonita barba y todos los aderezos de un hombre moderno (traje, corbata, etc). La mujer acabó perdiendo su trabajo porque el señor, que se consideraba, sin más ni más, señora, le denunció, ganó y la legión de descerebrados de las RRSS terminó de rematar la condena. Rowling se espantó. Y las "neoizquierdas" que tienen más de neo que de izquierdas, se apresuraron a meter en sus cada vez más exiguos y rocambolescos presupuestos ideológicos la defensa de la transexualidad sin límites. Simplemente por declaración de quien se sienta afectado.

La transexualidad, por lo que he podido leer y saber (acudí a una cita donde un doctor amable de un hospital madrileño que trabaja en una Unidad de Identidad de Género me contó lo que se hace) no se "cura", si no que, como todos los demás trastornos, que a fin de cuentas más que encajar en la normalidad es que encaje uno en la aceptación de sí mismo (siempre, siempre, ese Delfos y su "conócete a ti mismo") se trata para mejorar la vida de la persona afectada. Las medicaciones que alteran los equilibrios bioquímicos del cerebro, jugando con las hormonas y demás, hacen que la persona que, por ejemplo, sufra un trastorno bipolar, logre con el litio un equilibrio y bienestar consigo mismo. ¿Eso es contrario a la ética? Las hormonas y operaciones que cambian a una persona cuyo sexo cerebral no concuerda con el genital, ¿son contrarias a la ética? Doy el reverso. ¿Es ético que una persona sin tumores cancerígenos se someta a quimioterapia? ¿Que alguien sin depresión tome antidepresivos? ¿Que escayolemos el brazo de un niño sin roturas?

El miedo de muchas mujeres y feministas es el que es, legítimo. Como el de J.K. Rowling, que lo simplificó (obligadamente) en las RRSS y se enrevesó en debates sin seguir el maravilloso mandamiento de Mark Twain. Que un caballo de Troya (no sé si eso ya se entenderá, porque "La Ilíada" está en peligro de muerte por su contenido contrario a esa neoizquierda) penetre en las murallas de derechos y libertades logradas por muchas feministas. Y el de otros temas. Si yo mañana quiero pegar a una mujer y me declaro mujer, sin más, ¿me libraría de aplicárseme la Ley de Violencia de Género? 

Los trastornos, me temo, no son meramente biológicos, no sólo se dan en nuestros cerebros, interfiriendo en nuestras vidas. No, también en concepciones ideológicas que, creyendo la cultura superior a la biología, retuercen hasta el absurdo (siempre, siempre, tendré a Loretta en mente... sí, otra referencia que ya los ultras quisieron boicotear, "La vida de Brian"...) las cuestiones fundamentales para colgarlas de arbustos espinosos de un laberinto que ni ellos supieron diseñar y, menos del que sepan salir. El peor trastorno de una sociedad, claro está, es aceptar a los socialmente trastornados y darles poder. Así pasó, por ejemplo, con el nazismo (y hago combo con la ley de Godwin) Hay una frase que define perfectamente la estupidez (a mi entender) del debate sobre la transexualidad en estos días; "no hay que pasarse de frenada". 

Comprender es lo primero. Ser honestos con la verdad, lo segundo. Integrarla con respeto, lo siguiente. Todo lo demás, se vista como se vista, son simplemente posturas para mantener una posición de la que dependa un trabajo, una relación social, un entramado de poderes. El plato de garbanzos, vaya.

Ah, y el "biologicismo" (otro neologismo infumable, como "feminazi" o "posverdad") no es más que una paparrucha de catetos que intenta, con palabras bonitas, tergiversar para ganar un debate. En el listado de Schopenhauer, creo que es una heurística que entra en varias de sus estratagemas. Si no poseemos una base biológica evidente que hace de unos más altos que otros, de algunas más inteligentes que otras, de muchos más miopes que otros, de tantos más guapos que yo, y todo es meramente cultural... (ad absurdum) ¿por qué no podemos elegir ser más altos, más guapos, más agudos de vista, más inteligentes y, de paso, volar? Será por una construcción social... 

Aunque algo sí tenemos todos. Imaginación. Para crear (con palabras, primero; después...) paraísos o infiernos en nuestra Tierra. Difícil elección...

Un saludo,