Buscar dentro de este batiburrillo

domingo, 19 de mayo de 2013

Mentiras fundamentales

Cuando tenía 7 u 8 años, un niño de clase, japonés, nos invitó a varios otros niños de clase a su cumpleaños. Vivía en mi barrio, y estaba ese año, solamente. El padre era español, la madre, japonesa. Nervioso, pregunté qué debíamos hacer, porque, claro, a esas edades, uno cree saber cuando simplemente oye, escucha y se queda con nociones. "Descalzarse al entrar, inclinarse, juntar las manos, saludar, guiñar los ojos", dijeron. Alguna cosa más.

Al llegar, llevaba mi regalo envuelto (por mi madre, claro) y ya estaba desatándome los cordones cuando me dijeron que no hacía falta. Extrañado, nervioso, torpe, hice ademán de inclinarme, juntando las manos y dejando caer el regalo, pero eso provocó alguna risa del padre. Me até los cordones, entré con el resto y traté de integrarme, pero, como todos los niños inquietos, curiosos y poco dados a lo social, esto es, a la mentira clarividente, pregunté, miope, mucho sobre Japón, sobre las costumbres, empezando por los tópicos de samurais y esas cosas. ¡Qué poco sabía! Y qué poco sé, claro está. La fiesta discurrió de manera algo inquieta. Nuestro compañero de clase sonreía mucho, pero con ojos fríos. La madre era muy similar, pero retirada y controlando todo. No era como la mía, presente y controlando todo, también. El padre era gracioso, jugamos, probamos algunas cosas (hoy día dudo de si comí ya sushi en esa fiesta, pero no lo recuerdo) y tocó ir yéndose.

Como siempre que iba a las casas de otros niños, no quería irme. Tenían juguetes, muebles, cosas que en la mía no había. Y es que mi casa era, para mí, oscura y sobria. Suelo de terrazo negro con figuras blancas donde veía hombres barbudos, perros, guerreros, mujeres... las demás eran, siempre, luminosas, ordenadas, grandes, llenas de cosas... la cuestión es que le habíamos dado todos nuestros regalos al niño japonés, por su cumpleaños, y esperamos que, tras cantarle el cumpleaños feliz (el mejor momento, el de ver los trozos de tarta y calibrar cuál te tocaría) abriría uno a uno los regalos y veríamos cuál le había gustado más. No los abrió. Ninguno. Y pregunté por qué. Sonrió, nervioso. Insistí, varias veces, pero noté que no le gustaba, ni a él ni a su madre, la pregunta. El padre, seguro que hábilmente, nos distrajo con juegos y demás.

Y ya me iba. Antes de salir, volví a preguntar, molesto, curioso, tozudo. ¿Por qué no abres al menos mi regalo, a ver si te gusta? Amablemente, pero con firmeza, siguieron sonriendo, negándose a responder, y aceleraron mi salida.

Cuando iba a entrar en la universidad, un día me hice con "El crisantemo y la espada". Un libro de Ruth Benedict, socióloga estadounidense que elaboró una especie de manual turístico de corte sociológico para las tropas de ocupación en el Japón de 1945. Lo leí, ávido de conocimiento. Sí, había visto algunas películas de Kurosawa, conocía a Mizoguchi, Ozu, despuntaba Kitano... pero realmente, no tenía ni idea de la cultura de Japón. Bueno, igual que ahora. Una cuestión me llamó mucho la atención; la costumbre de no abrir regalos frente a quien los trae, para evitar que el invitado perciba si el regalo no le ha gustado al anfitrión. Sonrisas, sí, pero ocultando lo que el rostro puede desvelar. Y algo se iluminó en mí. Recordé a aquel muchacho, nervioso, a su madre, y al padre distrayéndome. Y me pregunté si el regalo le gustó, si incluso llegué a preguntarle de nuevo, en clase, si lo había abierto. No recuerdo qué regalo hice. No recuerdo haber preguntado nada, ni tampoco más cosas de aquel niño. Se fue, no hubo más cumpleaños así y todo pasó. Hasta la lectura del libro, hasta que tuve ese gesto muy occidental de iluminación en mi cara, como si asistiera a la revelación epifánica fundamental de mi vida. Que no lo fue.

Ni ahora tampoco. Pero aquello reafirma algo que es verdad. Verdad de cimiento. Las mentiras fundamentan las verdades que creemos conocer. La mentira concilia nuestro entorno, lo cohesiona. Y la verdad es que conocemos bien esa mentira, pero actuamos como si no fuera así. Es como aquel relato de "¡Marciano, vete a casa!", de Fredric Brown. Y según crecemos, dejamos de ser tozudos, preguntones, curiosos. Pasamos a ser precavidos, atentos, prudentes en el trato. Olvidamos la frescura de la niñez y concentramos nuestro rostro, las manos, los labios y, sobre todo, los ojos, en participar de ese juego. El de las mentiras fundamentales.

Que son muchas, tantas como verdades eludimos aceptar.

Un saludo,