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miércoles, 27 de enero de 2016

También hay días buenos.

De hecho, todos los días lo son, si sigues vivo. Con esa premisa, lo demás suena menos negativo, ¿verdad? Aunque los existencialistas y su rama más radical, los extincionalistas, dirían que estar vivo en sí mismo no es una cosa buena, ni siquiera una virtud (Thomas Ligotti seguro que les suena...) aunque lo que nos define es, ahora mismo, ser conscientes. O inconscientes, cachos de carne con ojos y algún sentido, pero algo es algo.

Hoy es un buen día. Ayer también lo fue. Cerrando las compuertas de lo doloroso, respiré un poco más aliviado, y como dirían en "La vida de Brian", y mi mujer también. Qué pequeñas cosas, que los ajenos pueden comprender cuando ejercen la empatía, pueden llegar a ser una vicisitud dolorosa. Qué grandes cosas nos regalan sin embargo esas pequeñeces. 

Reflexionando estos días (y preparando testamento, que siempre es menester dejar, como buen romano, las cosas legales bien establecidas) me he dado cuenta de cómo vivo. Sí, ha sido un año, o dos, muy duros. La crianza de un niño exige mucho de los padres. La implicación no es únicamente racional (¡ojalá!) si no, sobre todo, emocional. Uno se entristece por cosas pueriles, e igualmente se alegra por otras del mismo calibre. Uno experimenta sentimientos aumentados, agrandados por la pequeñez pero intensidad vital de quien los estimula. Agota. Mucho. Y produce sonrisas. Pero agota. Me pilla algo mayor, la verdad. Luego pienso en mis padres. Para cuando yo tenía algo de razón, con 9 o 10 años, ellos ya estaban casi por los 60. Pienso qué edad tendrá Dani cuando yo cumpla 50. Maldita adolescencia... sobre otros temas, como el trabajo, no he tenido necesidad de reflexionar. Es lo mismo, siempre. Ha sido siempre lo mismo. Igual. Respecto a las demás cosas que sí importan, vivo ajeno pero excitado a la literatura. Pronto, sí, sale mi nuevo libro de relatos. ¡Qué lejos queda ya! Es como otro hijo dado a la calle, a que viva su vida, y alguna que otra vez me tocará explicar sus trastadas. Inevitable. Pero no hay nada nuevo en camino, o al menos, nada a lo que esté dedicando el tiempo y esfuerzos necesarios. No los tengo. Y sobre otros temas... cada día lamento más mi aislamiento social impuesto por estas cosas que me pasan. Enfermedades y tal. De política, como dije, renuncio en 2016 a hablar en las redes sociales. Para qué.

Pero es un día bueno. Un simple ronroneo fuerte, agradecido, de mi gato, cuando le he puesto en el regazo, sintiéndolo cómo ajustaba su cuerpo, sus patas malheridas, su cabecita protegida en el collar isabelino, ha sido suficiente para sentirlo. Un simple gesto físico, emocional, mamífero, animal. Somos animales con un poco de conciencia, y por eso la vida, siempre, es buena. Si sigues vivo. Aunque muchos se quejen o piensen que eso no es un valor en sí mismo.

Si no lo es, cada uno le dota del suyo. Porque la vida es azar, no teleología. La vida es un suceso imprevisto. Que una estrella estallara y dispersara su materia por el universo, permitiendo a ésta formar parte de otros compuestos para levantar un trozo de carne con patas y ojos, hambre y necesidad, y de pronto, ahora, conciencia, es azar. No es nada más que eso. Y el terror cósmico que uno pueda sentir al reflexionar sobre ello se desvanece, al menos en mi caso, con un simple ronroneo. Aunque llamen de un seguro de defunción por teléfono para estropearte el día.

Sí, también hay días buenos. Diría que prácticamente todos.

Un saludo,

sábado, 23 de enero de 2016

Hay días malos.

Claro, todos tenemos uno. Yo tuve uno el viernes. Muy malo.

Comenzó como comienzan todos esos días. Como los demás. Recuperándome de mis cosas, despidiendo a mi mujer e hijo que se iban cada uno a sus tareas, incluso agitando la patita de mi gato para despedirles, en una humanización de mascota típica en la familia. Después, cerré el salón y abrí la ventana para ventilar. Es lo clásico, para evitar que nuestro gato salte y pueda caerse, a pesar de ser un equilibrista. Abrí las de las demás habitaciones, ya que en esos alféizares suele subirse sin problema, al menos, en el año que llevamos aquí viviendo. Bien es cierto que mi mujer siempre tiene miedo, y lo pasa mal cuando le ve pasar del poyete de la cocina al de la habitación contigua. En fin. Me fui al baño, tras una caricia suave y le dejé correteando por la casa.

Entonces sonó el "clac" que cambia el día. Es un instante. En un momento dado, de pronto, la realidad se instala pesada, mortífera y clara. Le escuché maullar. Pero no era el maullido lejano. El oído se entrena para reconocer diferentes sonidos. El maullido de hambre, de jugueteo, de enfado. El lloro de mi hijo, asustado, enfadado, simulado. Éste era otro diferente. Salí del baño, corrí a la ventana. En el patio, caído sobre su barriga peluda, estaba mi gato. Cinco pisos.

Empezó la carrera frenética. Llaves, móvil. Una vecina ya en la puerta, a ver si había alguien. Bajamos, corriendo a los porteros para abrir las ventanas del patio interior. Un vecino ya lo había visto e iba con una mantita a recogerle para llevarle al veterinario de urgencias. Entre todos me ayudaron, pues de tembloroso que estaba, no podía reaccionar. Uno, amable, envuelto Remo en su manta, sangrando, lo subió a mi casa para que pudiera vestirme y tomar su transportín. Sangrando, dejando huellas de su caída, el morro, llorando lágrimas rojas, las patas mojadas y quizá rotas, la mandíbula desencajada... asustado. Le metí, vestí cualquier cosa, y tras hablar con el veterinario, a urgencias en taxi.

Llegué a tiempo, parece. Le hicieron pruebas, esas cosas que uno espera de la sanidad (aunque aquí con un "firme un presupuesto para tener radiografías, ecografías, análisis, etc" ¿se imaginan? "pague por adelantado, por favor") y le ingresaron. Me despedí de él. Estaba asustado, consciente, respirando calmado en su transportín. 

El día había cambiado. De pronto, el accidente que recordaba era el que me mintió mi hermano sobre otro hermano. "Ha tenido un accidente de coche. Perdió una pierna." Eso escuché, mirando raro a mi hermano que me había ido a buscar al colegio más risueño de lo acostumbrado. En casa descubrí la verdad con un sólo vistazo. Mi madre lloraba. Vecinos agolpados. Mi padre serio, callado. Un accidente. El imprevisto, imposible. Mi hermano venía desde Suiza a celebrar su cumpleaños con nosotros. Gerona, 1985. Un camión, alguien se duerme, frontal. Mi padre viajando en avión a reconocer los restos, traerlos, velarlos en casa. Algo hizo "clac" ese día. Empezó en la salida del colegio Perú, cuando me recogió mi hermano, mi otro hermano.

Un salto. Me imagino a Remo en la camilla, tumbado, sedado. Esa sonrisa de gato que no saben quitarse. El sonido de su mandíbula al chasquear la lengua. Y recuerdo otro día, otro hermano. Dos años después. En el hospital Doce de Octubre. Una habitación en lo alto de aquel monstruo de hormigón donde fuman todos y las habitaciones tienen cinco o seis familias que se turnan en cuidarse unos a otros pacientes en una solidaridad de camilla. Mi hermano come espaguetis con tomate, algo que me vuelve loco. Me ofrece. Pero mi madre lo evita, más asustada de lo normal, y no porque yo esté gordito (lo estoy) si no porque... algo hace "clac", de nuevo. Al salir, pregunto un poco a mi madre, que evita todas las preguntas con la misma sonrisa que mi hermano cuando me recogió en el colegio. Es la sonrisa de la mentira. Lo sé ya. La reconozco muy bien. Morirá al poco. No me dejan ir al entierro por más que lo pido. 

Mucho tiempo después. Mi familia es lo que es. Mi madre, mi padre, mi hermano. Mi único hermano ya. Psicólogos infantiles de los que únicamente me interesan las figuras de playmobil que me dejan para jugar y los tentes. Gritos combinados con afecto desmedido. Caras enrojecidas, venas hinchadas, silencios de mi padre con esporádicos estallidos. Un día, mi padre está en la cama, en pijama. No ha ido a trabajar. Pregunto, sin tapujos. ¿Va a morir? No. Será mi madre. Y antes, el "clac" viene con la sonrisa. La misma, siempre. De mi padre, un día. Les pillo ocultando papeles bajo la lavadora. Mi padre y mi madre llevan tiempo juntándose, separándose, juntándose, separándose. Pero ese día están juntos. Sonriendo. Demasiado. Lo sé entonces. Me resigno. Ya sé que resignarme es la respuesta más cómoda. Pero... ¿qué puedo hacer? Si alguien ha de morir...

Mi madre muere tras varios días en coma. Pienso en ella entubada, pienso en mi gato entubado. Pienso en dos cuerpos cálidos, mamíferos, palpitantes, enfriándose, endureciéndose. Pienso en las despedidas. De mi hermano el mayor, ninguna. De mi hermano el segundo, absurda. De mi madre, algo digno de Berlanga. Le incineramos. Esparcimos sus cenizas en la sierra, un día ventoso y lleno de nieve de inicios de junio, cuando ya existe el euro. Lo hacemos mi hermano y yo.

Con mi padre, el "clac" ya no suena. Es constante. Nada sutil. Un pulmón, la vejiga, carcinomas, caídas, rostro enjuto, enflaquecido, dolorido por la vida y el sufrimiento, la depresión callada, la dureza minada por el tiempo y los disgustos. Todos los días suena, discreto, bajito, como mi rodilla operada. "Clac, clac, clac..." El día que muere me puedo despedir unas horas antes. Creo que no me escuchó. Apartó con el brazo, fuerte hasta el final, a una enfermera que quería hacerle curas. No sonrió. Llevaba años respirando dentro de una bolsa de asfixia. Y se fue. Tranquilo. Dejando todo resuelto.

Ayer fue un día malo. Hoy también. Un gato es un gato. Pero ha hecho que aflore todo esto, ha sonado "clac" y han salido como los espíritus del Arca de la Alianza, dispuestos a cebarse conmigo. Albergo una mansión construída en el dolor, la resignación, la pérdida y el recuerdo. Casi siempre, está en alquiler, vacía, esperando inquilino. Pero hoy me he vuelto a dar cuenta de que soy su inquilino principal, quiera o no quiera. Mi gato conoció a mi padre. Mi hijo conoce a mi gato. No puedo evitar que esa conexión me vuelva loco. Tengo miedo, mucho miedo, de que mi hijo escuche el "clac" en algún momento, mientras le muestro esa sonrisa mentirosa. Pero también sé que ocurrirá. La realidad es así.

Un saludo,

lunes, 18 de enero de 2016

Llegaron.

Hoy han llegado mis 10 ejemplares para repartir entre familia y amigos. Están asignados, claro. En el caso de mis betalectores, uno para cada punto de vista que me ayuda a comprender si lo que he escrito merece la pena, es mejorable o directamente descartable. Son buenos lectores. Y cada uno tiene un enfoque rico, diferente y amplio que me ayuda a crecer. Gracias, Emilio, Fani, Igor, Rafa y Santi. Otro que lo es, pero que es familia, es mi hermano Ángel, completamente más áspero, duro, incisivo, crítico e insobornable que cualquiera de ellos. Toda mi vida he crecido gracias, no a la sombra, de esa crítica. Es la que me ha enseñado mucho, y también, por qué no reconocerlo, a ignorar esa crítica cuando a mi pereza le conviene. Gracias, Ángel. De verdad. :)

Son 500 ejemplares en papel, tacto agradable, portada inteligente, pícara. También estarán en Amazon, aunque quizá su precio no es el que yo hubiera decidido, pero aquí el contrato editorial manda. En febrero, supongo, tocará empezar la presentación, nada solemne ni amplio, a fin de cuentas, soy un tipo que escribe de vez en cuando y empieza en una editorial nueva, como es Newsline. Dinero, poco; riqueza, escasa. Pero esto se hace por aquello que dijo en "Los descubridores" un hombre impresionante, Daniel J. Boorstin. "El foro público de la obra impresa mejora el producto". Y es que mis amigos, familiares, conocidos, son todos gente estupenda, pero (salvo mi hermano) carecen de la distancia apropiada para despegarse de mí y leer lo que leen sin prejuicios. Aunque me confiesan (puede ser verdad o no) que lo logran, que se olvidan de mi voz, de mi presencia. Si eso es cierto, he dado el primer paso con éxito, que en mis relatos se narren historias sin mí.

De todas formas, olvido un crítico inasequible, inteligente, agudo, alerta. Él sabe. Como el de Carneiro, reconoce. Y hoy me ha sorprendido... se ha rascado con la solapa de cartón de la caja. Eso es que le daba gustito. Ya es algo.


viernes, 8 de enero de 2016

Pequeñas victorias.

Hay días que te reconcilian. Hoy es uno de ellos.

Otro día cascado, postfebril. Regreso del centro de hacerme una ecografía, prescrita para ver qué tengo (llevo muchos días hecho polvo, literalmente) y decido probarme. Voy a andar un poco. Camino, cuesta abajo, hasta llegar a una calle de cuatro carriles, dos de bajada y dos de subida. Más los del autobús. Espero en el semáforo, junto a una pareja mayor, una señora con carrito de bebé y dos chavales. Está en rojo, esperamos. Y en ese momento, un coche de esos, Audi o BMW, tanto da el tonto, para en el otro extremo del paso de cebra, en medio. En todo el medio. Bueno, parará, descargará o cargará y se moverá para dejar pasar. Privilegios del coche frente a cualquier peatón.

Semáforo en verde para los peatones. Pasamos. El coche sigue parado. La puerta del copiloto se abre y sale una mujer de mediana edad, bien vestida, que aprovecha el semáforo para cruzar al otro lado, mirando con indiferencia, como si nada de eso fuera con ella. Los del otro extremo vamos llegando a nuestro lado, el lado tapiado por un coche que decide que parar ahí para dejar a la mujer está bien. Y empieza el enfado. Los ancianos se desvían con mirada molesta, pero gruñendo por lo bajo. Los chavales pasan sin dar importancia, como si fuera un obstáculo urbano más, nada fuera de lo normal. La señora del carrito, sin embargo, tiene poco espacio. Le ayudo, no sin antes dedicar una mirada furibunda al conductor, hombre de mediana edad que está revisando no sé si el móvil o qué. La mujer con el carrito me da las gracias y sigue. Pero yo no aguanto. Doy un toque suave a la puerta del copiloto, llamando la atención del tipo aquel. 

La ventanilla se baja. Voy a decir, lentamente, porque estoy cascado, que qué hace ahí parado, molestando. Pero habla antes él.

- ¡Qué te pasa, joder!

Respiro. Estoy cansado de la caminata. 

- Pues que está en medio del paso de cebra, hombre, no deja pasar.

- ¡Y a tí qué te importa, imbécil!

Respiro. Respiro un poco más. Recuerdos de estos me invaden. No patees el retrovisor. No le hosties el capó. No le escupas. No te hinches la vena. Pero dan ganas de tomarse la justicia por la mano, de ser vengador, vigilante, de ejercer de ciudadano airado. No hace falta. Un coche de la policía municipal para justo en ese momento en su lado de conductor. Y entonces puedo sonreír.

- A mí un poco, a esos les importará más. Adiós, y que le aproveche.

El tipo mira confuso al otro lado. La policía municipal baja la ventanilla y le empieza a pedir que se mueva, que ahí no se puede aparcar. Semáforo en verde para coches, pitidos, un bus mosqueado. Y sucede. Me quedo a verlo, con calma. Le hacen parar un poco más adelante, la municipal frente a él, y le piden los papeles para multarle. Debo estar sonriendo como un idiota un rato. No me preocupa en ese momento la mala fama de los municipales, guindillas, guripas o como se les llame hoy. No me preocupa dónde irá esa multa, qué bolsillo engordará, si algo queda para las arcas municipales y reinvertido en algo que merezca la pena. El sentido de venganza primitivo, ese de ver a un mal vecino agachar la oreja enrojecida y avergonzada, ya recompensa con dopaminas y demás química del sentimiento animal. Y sigo mi camino, pensando que quizá el sistema o lo que sea que tenemos no está tan mal. Que hoy he visto una pequeña victoria que compensa estúpidamente las miles de grandes derrotas (esas que nos cambian el rumbo) que sufrimos los peatones de la historia.

O será la fiebre, que me vuelve a subir. Quién sabe.

Un saludo,

lunes, 4 de enero de 2016

Un simple historia.

Le conocí en el barrio. Era del barrio, de siempre. Su madre fregaba escaleras y portales. Nada deshonroso. Él tenía un hermano mayor. Con él frecuentaba los billares que había entonces bajo el Cine España, un lugar de macarras, cuero y cáscaras de cacahuete, regado de humo, palabrotas y orines. Había recreativas, claro está, y el videojuego nos atraía más que los billares o el millón. Racaneábamos las monedas de cinco duros para poder echar partidas largas, estiradas solamente mediante habilidad de muñeca y rapidez de reflejos. 

Un día volvía de mi instituto, tras años de esas pequeñas correrias de barrio, de saludos vagos e imprecisos (él era un macarra, yo el hijo de padres obreros que debía estudiar sopena de sopapo) y me lo encontré junto a un compañero mío, Héctor, dos metros de negro bonachón y tímido. Estaban con dos chicas, a todas luces del tipo "pelandruscas". Héctor se marchó. Yo, sé bien por qué me quedé. Chicas, sonrientes, descaradas. Una empezó a jugar con él. La otra me revisaba y en pocos segundos me descartó. Daba igual. Yo tenía monedas de cinco duros. Fuimos al billar, intenté liarme con la muchacha que me rechazaba y, por eso de la insistencia y nada mejor que hacer un día por la tarde, nos dimos el lote en los aledaños del Puente de Toledo.

Pasó el tiempo. Pasó aquello. Y alguna vez charlábamos. Poco, tonterías. Cada vez me costaba más encontrar un tema. Él no iba a clase alguna. Aguileño, corvo y de pelo negro largo, aspecto de motero perdonavidas con pocos posibles, pero era buena persona. Me despreocupé de su vida. Un día, sin embargo, me la salvó, sin estar allí. Bueno, a mis amigos. O algo así. 

Cruzaba yo el puente para ir a verles. Y me los encontré parados entre las hornacinas, asustados, con un tipo más mayor. Al principio me costó reconocer quién era. Pero pronto caí. Aguileño, corvo, pelo negro, más mayor. El hermano mayor. Le saludé, pregunté por su hermano, charlamos de tonterías, recordamos a nuestras madres (imprescindibles los origenes que ahora quedan ya diluidos en el pasado y la muerte) y me saludó diciéndome que bueno, que sentía molestar a mis colegas. Éstos resoplaron, sintieron alivio, me admiraron ese día unos minutos y confesaron que les quería robar zapatillas y más cosas. Lo normal. 

Muchos años después, dejé el barrio. O el barrio a mí. Pero a veces le veía, al menor, al mayor. Un día dejé de ver al mayor. Otro, el menor iba con una chica, todo tipo pelandrusca, embarazada. Me saludó con vergüenza. Sonrió un poco y se fue. Las madres, bien. Las madres eran siempre lo importante. 

Un día, el último, le ví de nuevo. Fumaba. Estaba pálido. Yo ya había perdido a mi madre. Él acababa de perder a la suya. Lloró. Tosió. Encima, me dijo, jodido cáncer. Pero le daba igual todo. La vida, su novieta que ya había dejado y el crío que no veía desde hacía años. Traté de consolarle, o algo así, aunque uno nunca sabe. Y sonrió. Una sonrisa luminosa. "Tío, se nota que eras del barrio. Pero ahora ya no hay barrio."

Y se marchó.

Un saludo,