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viernes, 25 de abril de 2008

El mundo en blanco y negro

Toda mi vida he estado pensando precisamente en la vida. Como algo genérico, concerniente a todos los seres humanos, esa extraña especie de la que formo parte. La vida como un hecho imbricado entre dos instantes fugacísimos del Universo, el nacimiento y la muerte. Entre medias, un extraño espacio que nos dura tanto o tan poco como lo que nosotros logremos hacer del tiempo o las circunstancias con nosotros.

No me pregunto ya por el sentido de la vida. Tras los años que mi buen amigo Rafa llamaba "de aprendizaje" (viene a cuento, y aquí será una digresión necesaria, porque no va tan lejos el tema, puesto que nuestra conversación versaba sobre mi hartazgo aparante al no encontrar nueva literatura, o cualquier tipo de libro, que me sorprendiera, que supusiera una brecha clara en mi vida, como lo fueron en su día los libros de Nietzsche, Poe, Lovecraft, Baroja o Lem, o libros de divulgación, o ciencia, o ensayo, o materias similares que hace tiempo no me cuentan realmente cuestiones novedosas, rompedoras, fogosamente modernas... y ese hartazgo lo mesuraba así Rafa, calificando aquella época, en la que sí encontraba libros así, "de aprendizaje"... lo cual o me lleva a un cinismo temprano o simplemente a una mala búsqueda, un estado de ánimo apático o nada más y nada menos que a una consunción de ese ciclo vital del que hablo... o no tanto) ya no me pregunto por ese sentido. Mi vida tiene todos los sentidos que yo le otorgue. Y ni las filosofías tramposas del orientalismo más inmovilista e inútil (ahora tan de moda, por desgracia) ni tampoco las trampas de una sociedad de consumo capitalista me llevan a olvidarme de dicha pregunta. No, el sentido de la vida es un sinsentido y la única respuesta es la que cada uno le dé. Lo que al final hace que tenga múltiples respuestas, y no todas ellas equivocadas... ni tampoco acertadas.

Si no es el sentido de la vida, ¿qué es lo que me hace meditar y compartir esa reflexión con los cuatro gatos que leen este blog? Pues quizá la materia misma de la vida, ese barro informe al que insuflamos vida o damos muerte (lo sé, esto es muy bíblico...) o más bien, esos asuntillos diarios que nos dan qué pensar.

Primero de todo, he sabido esta semana de otras dos personas que no tienen miedo. Y no lo tienen por diferentes motivos. Uno no tiene miedo por diversas razones, pero la revelación (epifanía, por seguir la trama religiosa) le llegó tras un viaje y su vida, simplemente, cambió. Dejó de tener miedo, de estresarse, de agobiarse, de pagar ciertos peajes (no todos) y de vivir por tanto sin futuro, porque el presente le conducía al pasado y éste a una negrura en el tiempo... el otro, no tiene miedo porque ya la vida le ha hecho temer muchas cosas, entre otras, la muerte, que sabe cerca, y eso le da igual. El miedo es el sentimiento clave. Miedo a no encontrar trabajo, y en el trabajo, a conservarlo, y conservándolo, a estar mal en el mismo, y después de eso, ¿qué? Miedo a que la persona que quieres, te deje, y dejándote, estés solo, y estando solo, ¿qué? miedo a envejecer, y envejeciendo, prematuramente además, a perder toda la vitalidad de otras épocas, y perdiéndola, ¿qué? miedo a morir, miedo a vivir, miedo a tantas y tantas cosas, que finalmente, todo, es miedo.

El mundo suele tener colores, al menos, nuestros ojos reciben la información que procesa el cerebro y después convierte en esas maravillosas imágenes con colores, formas, movimientos... pero con los ojos cerrados no vemos colores, los imaginamos, y sí en cambio muchas cosas en blanco y negro. En blanco, aquello que nos hace feliz, esa vasta alegría que es tan amplia y plena como una pradera verde, tan grande como un desierto o una llanura helada... en negro, los terrores, el pánico, la tensión y el agobio por mil pequeñas cosas o por algunas grandes cosas... el color, entonces, se lo damos nosotros.

El mundo es un tablero de ajedrez, con sus 64 escaques en blanco y negro. Tenemos todo en ese tablero; sumisión, poder, sexo, atrevimiento, elegancia, fuerza... y también podemos perderlo todo. El jugador le pone color al tablero, a esos escaques de dos colores básicos, sencillos, claros y definitivos. El color es lo que hace del mundo un lugar más bello, entendiendo belleza como camino a la felicidad. Y ese color se lo damos nosotros.

Gracias, Punset.

Un saludo,