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lunes, 4 de enero de 2016

Un simple historia.

Le conocí en el barrio. Era del barrio, de siempre. Su madre fregaba escaleras y portales. Nada deshonroso. Él tenía un hermano mayor. Con él frecuentaba los billares que había entonces bajo el Cine España, un lugar de macarras, cuero y cáscaras de cacahuete, regado de humo, palabrotas y orines. Había recreativas, claro está, y el videojuego nos atraía más que los billares o el millón. Racaneábamos las monedas de cinco duros para poder echar partidas largas, estiradas solamente mediante habilidad de muñeca y rapidez de reflejos. 

Un día volvía de mi instituto, tras años de esas pequeñas correrias de barrio, de saludos vagos e imprecisos (él era un macarra, yo el hijo de padres obreros que debía estudiar sopena de sopapo) y me lo encontré junto a un compañero mío, Héctor, dos metros de negro bonachón y tímido. Estaban con dos chicas, a todas luces del tipo "pelandruscas". Héctor se marchó. Yo, sé bien por qué me quedé. Chicas, sonrientes, descaradas. Una empezó a jugar con él. La otra me revisaba y en pocos segundos me descartó. Daba igual. Yo tenía monedas de cinco duros. Fuimos al billar, intenté liarme con la muchacha que me rechazaba y, por eso de la insistencia y nada mejor que hacer un día por la tarde, nos dimos el lote en los aledaños del Puente de Toledo.

Pasó el tiempo. Pasó aquello. Y alguna vez charlábamos. Poco, tonterías. Cada vez me costaba más encontrar un tema. Él no iba a clase alguna. Aguileño, corvo y de pelo negro largo, aspecto de motero perdonavidas con pocos posibles, pero era buena persona. Me despreocupé de su vida. Un día, sin embargo, me la salvó, sin estar allí. Bueno, a mis amigos. O algo así. 

Cruzaba yo el puente para ir a verles. Y me los encontré parados entre las hornacinas, asustados, con un tipo más mayor. Al principio me costó reconocer quién era. Pero pronto caí. Aguileño, corvo, pelo negro, más mayor. El hermano mayor. Le saludé, pregunté por su hermano, charlamos de tonterías, recordamos a nuestras madres (imprescindibles los origenes que ahora quedan ya diluidos en el pasado y la muerte) y me saludó diciéndome que bueno, que sentía molestar a mis colegas. Éstos resoplaron, sintieron alivio, me admiraron ese día unos minutos y confesaron que les quería robar zapatillas y más cosas. Lo normal. 

Muchos años después, dejé el barrio. O el barrio a mí. Pero a veces le veía, al menor, al mayor. Un día dejé de ver al mayor. Otro, el menor iba con una chica, todo tipo pelandrusca, embarazada. Me saludó con vergüenza. Sonrió un poco y se fue. Las madres, bien. Las madres eran siempre lo importante. 

Un día, el último, le ví de nuevo. Fumaba. Estaba pálido. Yo ya había perdido a mi madre. Él acababa de perder a la suya. Lloró. Tosió. Encima, me dijo, jodido cáncer. Pero le daba igual todo. La vida, su novieta que ya había dejado y el crío que no veía desde hacía años. Traté de consolarle, o algo así, aunque uno nunca sabe. Y sonrió. Una sonrisa luminosa. "Tío, se nota que eras del barrio. Pero ahora ya no hay barrio."

Y se marchó.

Un saludo,