Buscar dentro de este batiburrillo

martes, 24 de febrero de 2015

Un miedo

Quizá ya lo he confesado antes. Tengo pánico a quedarme en la calle. No es quedarme en la calle en sí. Es la invisibilidad, el convertirme en un objeto mugriento odiado por todos. En un zalamero y empalagoso mendigo que aprecia las monedas con sonrisas sin dientes, o en un hombre o mujer de sonrisa casi estúpida. Tengo pánico a dormir al raso, bajo quicios de portales o dentro de cajeros. Del desprecio, de la indiferencia, del dolor por saberme excluido. Tengo horror a ser algo que nunca recobrará su ser. 

Es un miedo común, dirán, que no todos se plantean. Pero en la sociedad que el sapiens ha montado, existen estos hombres. Mendigos, pobres, pedigüeños, vagabundos... dad el nombre que deseéis. Excluidos. Este miedo lo sigo teniendo, aún hoy. Más hoy. Porque quien está así, royendo la acera, ha perdido muchas cosas, casi todas, pero la más importante; a sí mismo.

Cojo el tren cada mañana. Y regreso pronto, sobre las tres y algo. Un día pude observar un hecho extraño. De Chamartín a Recoletos, dos mendigos pidiendo en los vagones. Uno mudo, dejando papelitos con una foto donde sostenía un niño de unos 12-15 meses. Dejaba los panfletos, recorría el vagón, los recogía (casi siempre sin nada) y se marchaba sin decir nada. El otro de Recoletos a Atocha. Éste cantando su canción de miseria y circunstancias. Debo decir algo. Vestían normal. Incluso el segundo tenía mejores zapatos que yo. No significa nada, pero me llama la atención. No son ya desharrapados. Visten como cualquiera. Ambos, sin embargo, eran como profesionales de la mendicidad. Tono e inflexión casi automática, en voz y  gestos. No podía creerlos, pero sus historias podían ser reales. ¿Por qué no?

Entonces entró el tercero. Un hombre de casi cincuenta, pero aparentaba ser más joven, treinta y muchos o cuarenta y pocos. Bandolera. Voz temblorona. De Recoletos a Atocha, no hay tanto trayecto. El segundo mendigo, que estaba acurrucado en un rincón del vagón contando monedas y mirando un móvil, cuando le vio se levantó discretamente y marchó a las puertas. El tercero habló. Mala cabeza, peores decisiones, perder el taller de su padre (un taller mecánico) y arruinarse la vida él y los empleados que tenía. Su familia... de pronto comenzó la migración, todos a bajarse en Atocha. El hombre se hundió. "Sé que no quieren escucharme, seguro que tampoco llegan a fin de mes, y no quieren historias como la mía." Empezó a murmurar, avergonzado. Humillado. Era real. Yo me bajé en Atocha, pues debía cambiar de tren. Y allí le dejé, lleno de hastío, pensando qué hacía allí, seguramente pensando que se podía topar con algún conocido de otra vida cuando su sonrisa no parecía tan desesperada. ¿Y qué pasaría? Un diálogo imaginado, circunstancial, comprensivo entre dos o tres paradas hasta despedirse con apuro y sin ofrecer realmente nada salvo algunas palabras. ¡Pero palabras de ánimo! Quizá tan sustanciales como un bocadillo, dos euros o una botella de agua. Sentí punzadas de dolor y curiosidad. ¿Cómo perdiste el taller? ¿Qué te sucedió? ¿Quiénes te dieron la espalda? ¿Tenías a alguien?

Hoy he vuelto del trabajo también en Renfe. Pero esta vez la protagonista era una mujer. No sé, unos treinta o cuarenta. Dicen que la calle envejece prematuramente. Vestida bien. Y en un tono ácido, perdido, desesperanzado, ha contado parte de su historia. Era maestra infantil, decía, y sin trabajo y a punto de ser desahuciada. Y casi que nos regañaba porque de antemano no la ayudaríamos, ni siquiera la miraríamos a la cara regalando, quién sabe, un instante de luz, de reconocimiento y visibilidad. Ella no existía.

Tengo miedo. De que al no ver, nos hagamos también invisibles nosotros. Indiferentes a todo. El hombre moderno escamotea su responsabilidad con miles de excusas, todas válidas. ¿Quién soy yo para hacer nada¿ ¿Qué tengo para paliar su desgracia? ¿Cómo podría dar algo más? ¿No puede otro hacerse cargo? ¿Lo tendrá merecido, o incluso me engaña? Y así muchas más...

Un saludo,