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viernes, 15 de enero de 2010

Entre sueños y banalidades

Lamento mucho no lograr lo propuesto. Lo lamento de verdad. Añoro los días donde todo duraba más, el tiempo se consumía en el infinito, sin límite, no existía certeza alguna y el error era la más bella expresión de la vida. Dicen de la melancolía cosas malas, pero recordar es viajar en el tiempo, y como viajero del éter insustancial de esa materia intangible, disfruto mucho buceando en el pasado ayudado por mi vehículo, la melancolía.

Entre sueños pasaba muchas mañanas y tardes. Las primeras, durmiendo. Las segundas, huyendo. Siempre huyendo. De tardes soporíferas en un aula silenciosa, oyendo la arrítmica lluvia convertida en melodía, mientras una voz monótona enseñaba cosas para nadie interesantes en realidad. Ese lugar se repite en la memoria, una y otra vez, banal como la vida misma, entre el sueño de algo inmarcesible y la fiereza del deseo.

Dormir... un placer sin culpa días atrás, meses, años atrás. Dormir era caer en la pequeña muerte de los sentidos para sentir cómo se abrían compuertas oníricas y me transportaban silenciosas alas a mundos conocidos, pero ignotos igualmente. Dormir era relajar los músculos para luego forzarlos en largas caminatas, en carreras a vida o muerte, en caídas cercanas al desfiladero de la sinrazón. Dormir era soñar, y soñar, vivir una vida sin más límite, sin más atadura, libre, a fin de cuentas...

Despertar. Desperar por volver a dormir, a soñar, pero sin lograrlo. El ruido de la calle. Coches. Voces en las aceras. Viento, lluvia, truenos, nada. Pasos en el piso de arriba, gritos en el patio de luces del vecindario. La cisterna soltando agua, la tubería bajando las heces al sumidero, las tripas sonando por el hambre, la voz imperiosa de un padre o una madre arreando a su hijo para integrarse en el mundo de las banalidades. Del despertar. Despertar a la triste realidad.

Pero siempre que puedo, vuelvo; al mundo de los sueños, al ilimitado camino entre los árboles que conduce a sitios ya conocidos, lugares ignotos, a zonas umbrías o ecuatoriales, serpenteando, recto, a ras de suelo o entre nubes y tormentas. Siempre había música, apagada, inerte, amortiguada o lejana, pero una melodía, siempre. Y color y falta de colores, y personas siempre conocidas, como el amor definitivo, eterno, sin rostro, pero con el rostro sonriente, sin voz, pero con el timbre de la pasión, sin manos, pero acariciando mi cuerpo, sin cuerpo, pero poseyendo el mío...

Entre sueños vivo mejor que entre banalidades. Eso lo sabe todo el mundo. Todos los que sueñan, sueñan con vivir mejor, y viven mejor en sus sueños, porque el resto, al fin y al cabo, son cosas sin importancia.

Un saludo,