Buscar dentro de este batiburrillo

jueves, 26 de febrero de 2015

Agh, soy un hombre.

Dígase con el tono Jack Lemmon en "Some like it hot". Y ya sabéis la respuesta; "Nadie es perfecto". ¿A qué la reflexión? Por este artículo de mi profesora de escritura creativa, Silvia Nanclares. Que me ha encantado y tiene más razón que un santo. Perdón, una santa. O a saint, que en inglés no parece tener género, como siempre los muy degenerados...

La pregunta que me veo obligado a hacerme es, ¿y qué hago con mi masculinidad? O, primero de todo, ¿qué es eso? Me han criado, educado y tratado como a un hombre. O algo así, porque yo solía ser gordito y con gafas (lo primero a rachas, lo segundo ya no) y por tanto tenía ese estatus raro entre los hombres de "Mmmmm... dudoso". Los años y las lecturas me han enseñado que sí, tenemos un mundo patriarcal, más o menos desde que los indoeuropeos bajaron de las montañas rudamente y dijeron que su dios se follaba a la diosa madre sí o también. Y dentro del folleteo venía también la sumisión. Agáchate, maldita. ¿Ven? Western, el género por excelencia de hombres. Perdón, HOMBRES. John Wayne, Clint Eastwood, Charlton Heston... Joder, pero luego ves todo John Ford y piensas "copón, ahí quien lleva los pantalones, aguantan carros y carretas más que los blanquitos y son más duras que el pedernal son ELLAS. Ellas son las heroínas". Pero sigue siendo el epítome de masculinidad igual que el musical lo es del gayerismo o la femineidad. O algo así. Y no respondo, ¿qué hago y qué es eso de mi masculinidad?

Soy hombre, no puedo evitarlo igual que no puedo evitar haber nacido en Carabanchel. Biológicamente he ido aprendiendo qué es eso. Socialmente también. Emocionalmente, aún sigo en el lío. Y cuando sale el tema de feminismo-machismo, pienso que los extremos son... extremos. Un amigo mío siempre me califica de "la mujer de tu relación", respecto a mi esposa. Claro, ella es la que hace jornadas de curro largo y yo soy el funcionario que dispone antes de su tiempo. Ella gana más que yo. Ella se esfuerza más que yo. Intento hablar todo con ella, acordarlo todo, negociarlo todo, como haría con un amigo o un conocido. Trato de llevar equilibradamente con ella todas las cargas, pero ni con esas acierto muchas veces. En ocasiones, silenciosamente, con ese punto de sacrificio mudo que exhiben muchas mujeres, prefiere apartar un problema que no sé ni que existe y resolverlo ella misma. ¿He dado ahí un paso atrás o me lo han dado?

Yo quiero ver muchas veces el mundo desde los ojos de una mujer. Mi madre quería que yo hubiera nacido como tal, y tenía hasta nombre, Sara. Pero salí el cuarto menor de cuatro hombres. Y mi percepción de las mujeres se labró viendo a ésta, dura, trabajadora, parlanchina y vivaracha, inteligente sin estudios y más astuta que los consejeros de Bankia. Me enseñó algo básico, a respetar cosas que no comprendía. Como mi hermano, claro. Mi relación con las mujeres comenzó buscando el equilibrio entre un raro amor cortés y casi medieval fantástico, y la depredación sexual del carnívoro ansioso. Aún hoy... 

Otra mujer que conocí, de la que puedo decir que me inquieta pero no atrae, me comentaba que los hombres vivimos este tiempo desconcertados por la pérdida del poder, y casi asegurando que nuestro reblandecimiento había fortalecido la resolución femenina. Vamos, que nos culpaba por dejar que ellas fueran más emancipadas. Libres. Mejor la sumisión y la estupidez que fomentan las sombras esas de Grey. Pero lo cierto es que algo hay. Incertidumbre en lugar de certidumbre total. Cuestionamiento. Miedo. Y eso empuja a negociar, siempre el mejor paso a la igualdad, pues quienes negocian se saben iguales. 

Me gustaría tener la capacidad empática absoluta de ver a través de los ojos de una mujer. Pero biológicamente no puedo. Me siento más afín a un hombre. Y tampoco. Me siento a veces ajeno a tantos hombres... quizá el problema es que pienso en género y en sexo. Será que soy un degenerado anglófilo... Pero mientras tanto, sí que creo que seguimos ignorantes de la capacidad heróica femenina que no tiene por qué darse a la sombra del hombre de turno. No es ser una superheroína que da tortas musculosas. No es ser un espejo deforme de ellos. Quizá es algo sutil, indefinido, propio, similar a las protagonistas de los Primeros 100 de la trilogía marciana de Kim Stanley Robinson. Una especie de Hiroko... una historia de matriarcado muy interesante. 

Yo qué sé. Muchas mañanas me cuesta ser yo mismo... no digamos ya ser un hombre. Un mensch que le decía su vecino a Jack Lemmon en "The apartament". Si al final, todo termina circular y cómicamente en un mismo dios. Billy Wilder... 

Un saludo,

martes, 24 de febrero de 2015

Un miedo

Quizá ya lo he confesado antes. Tengo pánico a quedarme en la calle. No es quedarme en la calle en sí. Es la invisibilidad, el convertirme en un objeto mugriento odiado por todos. En un zalamero y empalagoso mendigo que aprecia las monedas con sonrisas sin dientes, o en un hombre o mujer de sonrisa casi estúpida. Tengo pánico a dormir al raso, bajo quicios de portales o dentro de cajeros. Del desprecio, de la indiferencia, del dolor por saberme excluido. Tengo horror a ser algo que nunca recobrará su ser. 

Es un miedo común, dirán, que no todos se plantean. Pero en la sociedad que el sapiens ha montado, existen estos hombres. Mendigos, pobres, pedigüeños, vagabundos... dad el nombre que deseéis. Excluidos. Este miedo lo sigo teniendo, aún hoy. Más hoy. Porque quien está así, royendo la acera, ha perdido muchas cosas, casi todas, pero la más importante; a sí mismo.

Cojo el tren cada mañana. Y regreso pronto, sobre las tres y algo. Un día pude observar un hecho extraño. De Chamartín a Recoletos, dos mendigos pidiendo en los vagones. Uno mudo, dejando papelitos con una foto donde sostenía un niño de unos 12-15 meses. Dejaba los panfletos, recorría el vagón, los recogía (casi siempre sin nada) y se marchaba sin decir nada. El otro de Recoletos a Atocha. Éste cantando su canción de miseria y circunstancias. Debo decir algo. Vestían normal. Incluso el segundo tenía mejores zapatos que yo. No significa nada, pero me llama la atención. No son ya desharrapados. Visten como cualquiera. Ambos, sin embargo, eran como profesionales de la mendicidad. Tono e inflexión casi automática, en voz y  gestos. No podía creerlos, pero sus historias podían ser reales. ¿Por qué no?

Entonces entró el tercero. Un hombre de casi cincuenta, pero aparentaba ser más joven, treinta y muchos o cuarenta y pocos. Bandolera. Voz temblorona. De Recoletos a Atocha, no hay tanto trayecto. El segundo mendigo, que estaba acurrucado en un rincón del vagón contando monedas y mirando un móvil, cuando le vio se levantó discretamente y marchó a las puertas. El tercero habló. Mala cabeza, peores decisiones, perder el taller de su padre (un taller mecánico) y arruinarse la vida él y los empleados que tenía. Su familia... de pronto comenzó la migración, todos a bajarse en Atocha. El hombre se hundió. "Sé que no quieren escucharme, seguro que tampoco llegan a fin de mes, y no quieren historias como la mía." Empezó a murmurar, avergonzado. Humillado. Era real. Yo me bajé en Atocha, pues debía cambiar de tren. Y allí le dejé, lleno de hastío, pensando qué hacía allí, seguramente pensando que se podía topar con algún conocido de otra vida cuando su sonrisa no parecía tan desesperada. ¿Y qué pasaría? Un diálogo imaginado, circunstancial, comprensivo entre dos o tres paradas hasta despedirse con apuro y sin ofrecer realmente nada salvo algunas palabras. ¡Pero palabras de ánimo! Quizá tan sustanciales como un bocadillo, dos euros o una botella de agua. Sentí punzadas de dolor y curiosidad. ¿Cómo perdiste el taller? ¿Qué te sucedió? ¿Quiénes te dieron la espalda? ¿Tenías a alguien?

Hoy he vuelto del trabajo también en Renfe. Pero esta vez la protagonista era una mujer. No sé, unos treinta o cuarenta. Dicen que la calle envejece prematuramente. Vestida bien. Y en un tono ácido, perdido, desesperanzado, ha contado parte de su historia. Era maestra infantil, decía, y sin trabajo y a punto de ser desahuciada. Y casi que nos regañaba porque de antemano no la ayudaríamos, ni siquiera la miraríamos a la cara regalando, quién sabe, un instante de luz, de reconocimiento y visibilidad. Ella no existía.

Tengo miedo. De que al no ver, nos hagamos también invisibles nosotros. Indiferentes a todo. El hombre moderno escamotea su responsabilidad con miles de excusas, todas válidas. ¿Quién soy yo para hacer nada¿ ¿Qué tengo para paliar su desgracia? ¿Cómo podría dar algo más? ¿No puede otro hacerse cargo? ¿Lo tendrá merecido, o incluso me engaña? Y así muchas más...

Un saludo,