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sábado, 23 de enero de 2016

Hay días malos.

Claro, todos tenemos uno. Yo tuve uno el viernes. Muy malo.

Comenzó como comienzan todos esos días. Como los demás. Recuperándome de mis cosas, despidiendo a mi mujer e hijo que se iban cada uno a sus tareas, incluso agitando la patita de mi gato para despedirles, en una humanización de mascota típica en la familia. Después, cerré el salón y abrí la ventana para ventilar. Es lo clásico, para evitar que nuestro gato salte y pueda caerse, a pesar de ser un equilibrista. Abrí las de las demás habitaciones, ya que en esos alféizares suele subirse sin problema, al menos, en el año que llevamos aquí viviendo. Bien es cierto que mi mujer siempre tiene miedo, y lo pasa mal cuando le ve pasar del poyete de la cocina al de la habitación contigua. En fin. Me fui al baño, tras una caricia suave y le dejé correteando por la casa.

Entonces sonó el "clac" que cambia el día. Es un instante. En un momento dado, de pronto, la realidad se instala pesada, mortífera y clara. Le escuché maullar. Pero no era el maullido lejano. El oído se entrena para reconocer diferentes sonidos. El maullido de hambre, de jugueteo, de enfado. El lloro de mi hijo, asustado, enfadado, simulado. Éste era otro diferente. Salí del baño, corrí a la ventana. En el patio, caído sobre su barriga peluda, estaba mi gato. Cinco pisos.

Empezó la carrera frenética. Llaves, móvil. Una vecina ya en la puerta, a ver si había alguien. Bajamos, corriendo a los porteros para abrir las ventanas del patio interior. Un vecino ya lo había visto e iba con una mantita a recogerle para llevarle al veterinario de urgencias. Entre todos me ayudaron, pues de tembloroso que estaba, no podía reaccionar. Uno, amable, envuelto Remo en su manta, sangrando, lo subió a mi casa para que pudiera vestirme y tomar su transportín. Sangrando, dejando huellas de su caída, el morro, llorando lágrimas rojas, las patas mojadas y quizá rotas, la mandíbula desencajada... asustado. Le metí, vestí cualquier cosa, y tras hablar con el veterinario, a urgencias en taxi.

Llegué a tiempo, parece. Le hicieron pruebas, esas cosas que uno espera de la sanidad (aunque aquí con un "firme un presupuesto para tener radiografías, ecografías, análisis, etc" ¿se imaginan? "pague por adelantado, por favor") y le ingresaron. Me despedí de él. Estaba asustado, consciente, respirando calmado en su transportín. 

El día había cambiado. De pronto, el accidente que recordaba era el que me mintió mi hermano sobre otro hermano. "Ha tenido un accidente de coche. Perdió una pierna." Eso escuché, mirando raro a mi hermano que me había ido a buscar al colegio más risueño de lo acostumbrado. En casa descubrí la verdad con un sólo vistazo. Mi madre lloraba. Vecinos agolpados. Mi padre serio, callado. Un accidente. El imprevisto, imposible. Mi hermano venía desde Suiza a celebrar su cumpleaños con nosotros. Gerona, 1985. Un camión, alguien se duerme, frontal. Mi padre viajando en avión a reconocer los restos, traerlos, velarlos en casa. Algo hizo "clac" ese día. Empezó en la salida del colegio Perú, cuando me recogió mi hermano, mi otro hermano.

Un salto. Me imagino a Remo en la camilla, tumbado, sedado. Esa sonrisa de gato que no saben quitarse. El sonido de su mandíbula al chasquear la lengua. Y recuerdo otro día, otro hermano. Dos años después. En el hospital Doce de Octubre. Una habitación en lo alto de aquel monstruo de hormigón donde fuman todos y las habitaciones tienen cinco o seis familias que se turnan en cuidarse unos a otros pacientes en una solidaridad de camilla. Mi hermano come espaguetis con tomate, algo que me vuelve loco. Me ofrece. Pero mi madre lo evita, más asustada de lo normal, y no porque yo esté gordito (lo estoy) si no porque... algo hace "clac", de nuevo. Al salir, pregunto un poco a mi madre, que evita todas las preguntas con la misma sonrisa que mi hermano cuando me recogió en el colegio. Es la sonrisa de la mentira. Lo sé ya. La reconozco muy bien. Morirá al poco. No me dejan ir al entierro por más que lo pido. 

Mucho tiempo después. Mi familia es lo que es. Mi madre, mi padre, mi hermano. Mi único hermano ya. Psicólogos infantiles de los que únicamente me interesan las figuras de playmobil que me dejan para jugar y los tentes. Gritos combinados con afecto desmedido. Caras enrojecidas, venas hinchadas, silencios de mi padre con esporádicos estallidos. Un día, mi padre está en la cama, en pijama. No ha ido a trabajar. Pregunto, sin tapujos. ¿Va a morir? No. Será mi madre. Y antes, el "clac" viene con la sonrisa. La misma, siempre. De mi padre, un día. Les pillo ocultando papeles bajo la lavadora. Mi padre y mi madre llevan tiempo juntándose, separándose, juntándose, separándose. Pero ese día están juntos. Sonriendo. Demasiado. Lo sé entonces. Me resigno. Ya sé que resignarme es la respuesta más cómoda. Pero... ¿qué puedo hacer? Si alguien ha de morir...

Mi madre muere tras varios días en coma. Pienso en ella entubada, pienso en mi gato entubado. Pienso en dos cuerpos cálidos, mamíferos, palpitantes, enfriándose, endureciéndose. Pienso en las despedidas. De mi hermano el mayor, ninguna. De mi hermano el segundo, absurda. De mi madre, algo digno de Berlanga. Le incineramos. Esparcimos sus cenizas en la sierra, un día ventoso y lleno de nieve de inicios de junio, cuando ya existe el euro. Lo hacemos mi hermano y yo.

Con mi padre, el "clac" ya no suena. Es constante. Nada sutil. Un pulmón, la vejiga, carcinomas, caídas, rostro enjuto, enflaquecido, dolorido por la vida y el sufrimiento, la depresión callada, la dureza minada por el tiempo y los disgustos. Todos los días suena, discreto, bajito, como mi rodilla operada. "Clac, clac, clac..." El día que muere me puedo despedir unas horas antes. Creo que no me escuchó. Apartó con el brazo, fuerte hasta el final, a una enfermera que quería hacerle curas. No sonrió. Llevaba años respirando dentro de una bolsa de asfixia. Y se fue. Tranquilo. Dejando todo resuelto.

Ayer fue un día malo. Hoy también. Un gato es un gato. Pero ha hecho que aflore todo esto, ha sonado "clac" y han salido como los espíritus del Arca de la Alianza, dispuestos a cebarse conmigo. Albergo una mansión construída en el dolor, la resignación, la pérdida y el recuerdo. Casi siempre, está en alquiler, vacía, esperando inquilino. Pero hoy me he vuelto a dar cuenta de que soy su inquilino principal, quiera o no quiera. Mi gato conoció a mi padre. Mi hijo conoce a mi gato. No puedo evitar que esa conexión me vuelva loco. Tengo miedo, mucho miedo, de que mi hijo escuche el "clac" en algún momento, mientras le muestro esa sonrisa mentirosa. Pero también sé que ocurrirá. La realidad es así.

Un saludo,