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viernes, 21 de agosto de 2009

Llegar a viejo

Son mis primeras vacaciones en las que no voy a ver a mi padre en muchos días. Desde que me he ido a vivir solo, es cierto que le veo mucho menos. Pero no evito pensar en algo sencillo, en cómo seré yo cuando alcance, si llego, su edad.

Tiene casi ochenta años. No, no tiene salud de hierro, pero sí una resistencia envidiable. Ha superado tres cánceres, vive con medio pulmón menos, atado dos terceras partes del día a una máquina de oxígeno. Tiene dolores de continuo, achaques de la edad y otros de sus enfermedades, sobre todo, el agobio existencial de no poder respirar. Encima, vive atormentado y deprimido por nuestra historia familiar; perder dos hijos y luego a tu esposa no es nada agradable. Vivir en la época que él ha vivido, tampoco ayuda. Cuando un hombre no podía llorar, ni ver a un psicólogo, ni desahogarse sin caer en la tentación de la autocompasión. Cuando trabajaba por construir un futuro para sus hijos, no para él mismo. Cuando no había vacaciones, no había derechos, no había libertades, aunque, ¿para qué las podría querer, estando como estaba deslomado por su familia?

Mi madre, una mujer de la que admiro muchas cosas, también compartió con él esas penalidades. Ella ha muerto antes, pero no lo hizo doliéndose de todo en la vida. Con sus obsesiones, sí, sus manías, también, sus dolores, pues era diabética, sus rencillas y sus penas. Si mi padre ha sido esforzado, ella no quedaba a la zaga, y su inteligencia, sin haber estudiado, por no poder, no iba por detrás de la constancia de él.

La recuerdo, y le tengo a él. Pienso en sus vidas, en lo que me han contado, en la memoria que me han dejado. Poca, fragmentada, a veces manipulada por el tiempo y la subjetividad. Recuerdos… todo ello murió con mi madre, aunque una parte quedó asociada a mí, a las conversaciones con ella, desde el tiempo en que escucharla era “un coñazo” hasta el momento en que de pronto admití que me hablaba una voz experimentada, corrida, llena de vida.

A él le tengo, pero es un doloroso memorial viviente. He aprendido cosas con él, y he descubierto algunas que me han impresionado. Sí, todos han tenido amores de juventud, como ellos dos. Pero escuchar a tu padre reverdecer pasiones con sonrojo incluido es impagable. O cómo cruzó la frontera y fue detenido. O sus andanzas de posguerra.

Lo reconozco, me dan miedo. Miedo porque saber sus vidas me hace parte de un secreto vital que me atemoriza compartir. Miedo porque ser depositario de ese conocimiento me aturde y lastra. Nunca podré ser cronista de sus vidas, pero tampoco me lo han pedido. Y me guardaré sus secretos conmigo, en mi memoria, haciéndoles un hueco en la misma y haciéndolos míos. Cuando llegue, si llego, a viejo, a su edad… ¿soportaré igualmente los dolores del cuerpo y del tiempo? Es difícil llegar a viejo…

Mi madre no puede oírme, porque no está en ningún sitio ya más que en mi memoria y las de otros. Mi padre… me cuesta ser paciente con él. Y espero poder serlo más, porque él lo merece.

¿Qué era aquello? Ah, sí. Vive feliz, haciendo felices a los que te rodean. ¡Qué fácil debiera ser!

Un saludo,