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viernes, 8 de enero de 2016

Pequeñas victorias.

Hay días que te reconcilian. Hoy es uno de ellos.

Otro día cascado, postfebril. Regreso del centro de hacerme una ecografía, prescrita para ver qué tengo (llevo muchos días hecho polvo, literalmente) y decido probarme. Voy a andar un poco. Camino, cuesta abajo, hasta llegar a una calle de cuatro carriles, dos de bajada y dos de subida. Más los del autobús. Espero en el semáforo, junto a una pareja mayor, una señora con carrito de bebé y dos chavales. Está en rojo, esperamos. Y en ese momento, un coche de esos, Audi o BMW, tanto da el tonto, para en el otro extremo del paso de cebra, en medio. En todo el medio. Bueno, parará, descargará o cargará y se moverá para dejar pasar. Privilegios del coche frente a cualquier peatón.

Semáforo en verde para los peatones. Pasamos. El coche sigue parado. La puerta del copiloto se abre y sale una mujer de mediana edad, bien vestida, que aprovecha el semáforo para cruzar al otro lado, mirando con indiferencia, como si nada de eso fuera con ella. Los del otro extremo vamos llegando a nuestro lado, el lado tapiado por un coche que decide que parar ahí para dejar a la mujer está bien. Y empieza el enfado. Los ancianos se desvían con mirada molesta, pero gruñendo por lo bajo. Los chavales pasan sin dar importancia, como si fuera un obstáculo urbano más, nada fuera de lo normal. La señora del carrito, sin embargo, tiene poco espacio. Le ayudo, no sin antes dedicar una mirada furibunda al conductor, hombre de mediana edad que está revisando no sé si el móvil o qué. La mujer con el carrito me da las gracias y sigue. Pero yo no aguanto. Doy un toque suave a la puerta del copiloto, llamando la atención del tipo aquel. 

La ventanilla se baja. Voy a decir, lentamente, porque estoy cascado, que qué hace ahí parado, molestando. Pero habla antes él.

- ¡Qué te pasa, joder!

Respiro. Estoy cansado de la caminata. 

- Pues que está en medio del paso de cebra, hombre, no deja pasar.

- ¡Y a tí qué te importa, imbécil!

Respiro. Respiro un poco más. Recuerdos de estos me invaden. No patees el retrovisor. No le hosties el capó. No le escupas. No te hinches la vena. Pero dan ganas de tomarse la justicia por la mano, de ser vengador, vigilante, de ejercer de ciudadano airado. No hace falta. Un coche de la policía municipal para justo en ese momento en su lado de conductor. Y entonces puedo sonreír.

- A mí un poco, a esos les importará más. Adiós, y que le aproveche.

El tipo mira confuso al otro lado. La policía municipal baja la ventanilla y le empieza a pedir que se mueva, que ahí no se puede aparcar. Semáforo en verde para coches, pitidos, un bus mosqueado. Y sucede. Me quedo a verlo, con calma. Le hacen parar un poco más adelante, la municipal frente a él, y le piden los papeles para multarle. Debo estar sonriendo como un idiota un rato. No me preocupa en ese momento la mala fama de los municipales, guindillas, guripas o como se les llame hoy. No me preocupa dónde irá esa multa, qué bolsillo engordará, si algo queda para las arcas municipales y reinvertido en algo que merezca la pena. El sentido de venganza primitivo, ese de ver a un mal vecino agachar la oreja enrojecida y avergonzada, ya recompensa con dopaminas y demás química del sentimiento animal. Y sigo mi camino, pensando que quizá el sistema o lo que sea que tenemos no está tan mal. Que hoy he visto una pequeña victoria que compensa estúpidamente las miles de grandes derrotas (esas que nos cambian el rumbo) que sufrimos los peatones de la historia.

O será la fiebre, que me vuelve a subir. Quién sabe.

Un saludo,