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miércoles, 6 de julio de 2022

Claramente, soy un facha (según quién lo diga)

 Desde hace muchos años, soy o me considero un tipo de izquierdas. Ostias, con la que está cayendo, eso es una cosa difícil. Primero porque no soy un ortodoxo (me pregunto quién crea esa línea, y pienso en Nicea y esas cosas) y segundo porque ha variado tanto el contenido de ese izquierdismo, que hace mucho que estoy no desorientado, solamente observador.

El último debate ha sido a colación de, tachán, la extrema derecha. Un término que, de tanto usarse, se ha vulgarizado. Vox es extrema derecha, mi vecino con el que no me hablo es extrema derecha. No vale decir eso de que "oye, pero es que eso era..." porque la adjudicación del término ya es sólida. Todo lo que no comulga (incido, comulga) con el credo de la llamada izquierda actual, es extrema derecha o tiene algún otro fallo. 

Las izquierdas han logrado lo que los físicos tardaron décadas. La ruptura de átomos nunca más indivisibles. Si Marx levantara cabeza, se la afeitarían por barbudo marichulo que nunca pensó en las mujeres en sus textos (ejem...) y por no saber comulgar con los racializados (otro neologismo interesante) o los pueblos originarios (¿Neandertales? ¿Sapiens? ¿Erectus? No, lo último es machismo claro). Si cualquier viejo casposo de editorial de los setenta en Argentina o México intentara comprender los tiempos actuales, no podría. El mercado, amigo. Se han generado tantas marcas de "la izquierda de verdad", que ya no sabemos ni cuántas ni qué peso tienen. Ninguno, a decir verdad. En nuestro tiempo, todo es etiqueta, cosmética, moralina, revolución de sofá.

Yo escribo por desahogo, que conste. Ya ni me creo la idea de microrrevolución de Michel Onfry, otro candidato a facha. El debate que ha motivado esta entrada en mi bitácora de navegante sin rumbo ha sido este:

https://www.elconfidencial.com/cultura/2022-05-29/vuestros-hijos-fachas-hay-mas-jovenes-reaccionarios_3432534/

Que es respuesta a este:

https://blogs.publico.es/otrasmiradas/59942/nuestros-hijos-fachas/

Y de este otro que motivó un hilo en una lista de crianza natural que se etiqueta como feminista y todos los -ista que se suponen deben componer el buen Catón del izquierdista de hoy:

https://osalto.gal/extrema-derecha/ultraderecha-cuela-institutos-antifeminismo

Ya tenemos los hitos para el pisapapeles. Tras leer los lamentos y meas culpas y ofensas indignadas, me dio por compartir el de Soto Ivars. Un personaje incómodo que lo mismo critica a Macarena Olona que te escribe lo anterior. Porque es un provocador que, como polemista, busca el debate. Pena que hoy día no se debate nada, porque debatir significa reconocer contrarios y propuestas opuestas a la propia. Y el fanatismo, del signo que sea, no acepta eso. Cada cual en su casa y su Moral alrededor de los muros. 

Algunos comentarios me han dejado de piedra. Mientras que algunas frases como esta, me intrigan:

"Los fachas que me encuentro yo en mi instituto son los que menos respetan mi identidad trans, y los que más bromas hacen sobre minorías y problemas sobre los que no tienen derecho a hacer bromas”

¿No tienen derecho a hacer bromas? ¿Quién arroga o quita dicho derecho? ¿Acaso ahora todo es punible? Cuando la sociedad restringe algo, si no hay ley, se busca el vacío del que infringe esa norma. Sea abortar cuando hay una moral religiosa, sea votar comunista cuando es una moral ultraliberal, sea hacer bromas de cojos cuando es una moral... Ni sé llamarla. 

Moral. Al final, todo se reduce a eso. Una moral o una ética que imponga lo que las leyes, emanadas de las instituciones, no imponen. Y cuando lo hacen, tibiamente, no es más que un peldaño en la larga escalera al cielo de la perfección. Mientras, los que incumplen el campo de minas moral son fachas, machistas, masculinidad tóxica con patas y otras similares. 

En el discurso beligerante me voy, históricamente, a momentos similares, donde el péndulo (como en la obra de Poe, que a estas alturas debe ser un maltratador de libro, como Nietzsche un machista impenitente) se lleva a un extremo para luego caer derribando todo y yendo al otro extremo. No soy un fanático del anarquismo, pero los que lo sean, encontrarán en este magnífico discurso actual un aliciente para ver cómo se diluyen las instituciones, se agujerea su fibra moral, por medio de otra moral, y se logra desprestigiarlas más de lo que solitas consiguen. Y los discursos beligerantes, al final, siempre, generan lo mismo. Dos bandos enfrentados.

Volviendo a la frase anterior, me parece aberrante que no respeten su identidad trans, aunque tengo que decir que el tema identitario, de minorías, de racializados, de pueblos originarios y otras etiquetas me parece el mayor triunfo del capitalismo para, recórcholis, capitalizar esas nuevas etiquetas a las que poner un precio. Cualquier falta de respeto a los demás por el motivo que sea es un problema, pero todo depende de cómo lo abordemos. Una persona trans, una gorda, una con gafas, una con problemas de movilidad, etcétera, puede hacer pivote de su identidad esa etiqueta en lugar de tomar el tobogán del resbaladizo y maduro sistema que llamamos "melasudismo". Y si queremos prohibir todas las bromas ofensivas, vamos a lograr lo que vi una vez en un gran cómic; una manifestación de gente que llevaba pancartas en blanco y la boca tapada con celofán. 

Y las bromas, gusten o no, se llevan haciendo siglos. Que se lo digan a los abderitas. O a los pitagóricos. O a los de Atenas. O a los peluqueros en Roma. Las bromas son una magnífica forma de disfrutar del humor que sana, que estimula la inteligencia y agrede al estómago o desinfla el ego. Sobre todo, las bromas son, como bien sabían los cínicos con Diógenes a la espalda, la forma de desmaquillar el artificio social. Sin humor, somos menos que animales políticos. No somos.

Así que todo se reduce a la moral, a lo que uno puede decir o no. Yo, que soy un metepatas bocazas profesional, he aprendido a disculparme si veía en un rostro ajeno una reacción negativa a mi impertinencia nunca malintencionada. Pero también a no hacerlo si creía que la reacción era excesivamente moralista y falta de honestidad, simplemente una mascarada social. Y últimamente, con las redes sociales ardiendo de nuevos inquisidores, siento eso, moralina, moral, pero no... Ética.

Volvamos a mi izquierdismo originario. Lo siento muerto, enterrado y vapuleado tras desenterrado. Ya no importan las clases sociales (¿Qué clases?) ni la riqueza en qué manos está o quién la gestiona. No importa ya la conquista de derechos, ni tampoco comprender esa tontería de infraestructura, estructura y superestructura. No es relevante conocer, ni menos aún contrastar, porque la dogmática de mi moral, la que me etiquete, ya es suficiente. Y en esa atomización, ¿cui bono? Dijo el facha en latín. ¿Quién se beneficia? Es una pregunta básica de procesos históricos. Pues ni usted ni yo.

Lo peor, lo que más me jode, es la incoherencia entre discurso y actividad. Como dice mi amigo Alejandro, la estética es lo único en que se fija la gente. No hay ideas, sólo eslóganes. No hay discurso, sólo márqueting. Y si la derecha, extrema o suave, se lo está llevando crudo, quizá es que lo hace mucho mejor que la llamada izquierda, exista aún o siga en coma irreversible. 

Por eso, claramente, soy un facha, estoy convencido. Malditos virajes de la edad... Aunque lo que me jode, en realidad, es esta reflexión:

Así, podemos creer que la juventud tiene asociada una ideología, cuando lo que tiene asociado es un temperamento. El temperamento de la juventud es la rebeldía. Ellos detectan lo que irrita a sus padres y a sus profesores y, por este motivo, exclusivamente por este motivo, lo hacen. No porque los odien, no porque quieran hacerles daño, no para destruir el mundo, sino porque necesitan afirmarse como seres humanos autónomos y el camino más directo es convertirse en antagonistas de sus padres. Si yo soy lo contrario que vosotros, entonces soy, existo, intuyen."

Tristemente, verdad. Mi hijo mayor es futbolero y del Real Madrid, cuando yo he sido siempre más de baloncesto y proclive al Estudiantes. Pero no lo he forzado ni querido obligar a ello. Simplemente, ve mi reacción. Y cuando me preguntó si me molestaba que a él le gustara el fútbol, le dije, con candor, que a mí no me gustaba nada, pero que si a él le gustaba, no tenía ni que aprobar o desaprobarlo. Simplemente, teníamos gustos diferentes y no pasaba nada. Le descolocó. Pero sigue siendo futbolero del Real Madrid. Porque realmente, está haciendo grupo, y al final, el grupo es lo que importa. Seas un facha rompecráneos, un izquierdista de palestino, un revolucionario de salón o un juntaletras como yo que mantiene los mismos amigos de hace 35 años. El grupo, el grupo...

Y con estas reflexiones de pacotilla, os dejo los artículos y decidid por vosotros mismos qué es demencial, qué es una barbaridad, qué es un reflejo de lo malo de estos tiempos (todos, como decía Cicerón) y demás.

Un saludo,

viernes, 25 de marzo de 2022

Arbeit Match Frei.

Impresiona, sabiendo la Historia, este lema alemán colgado en las puertas de tantos campo de concentración y exterminio. Es cínico, es revelador, y es tenebroso. Pero, como siempre he pensado, contiene una parte de verdad aceptada por muchos. El trabajo te libera. ¿De qué?, dirán muchos. De vivir, claro.

En ese sentido, es el mismo cinismo que reflejaban los guardianes de dichos campos. Sabiendo que ordenaban tareas arbitrarias, sin objetivo alguno más allá de rellenar las horas de su vigilancia, con el objeto de maltratar, vejar, y extenuar, sobre todo, a sus prisioneros, hasta la muerte, el que la "liberación" proviniese de un tiro en la nuca, vuelve a ser tétrico. Muere y dejarás de arrostrar las penalidades que, giro cínico, te hemos impuesto.

¿Por qué hago esta introducción tan cruda? La hago por muchos motivos. El primero, porque siempre he comprendido, perfectamente, el trastorno de aquellos que, imbuidos de una mínima autoridad, prontamente maximizan su escaso poder sin tener control ni conciencia de qué significado tiene. Y lo hacen como sólo los mediocres e inútiles saben; atemorizando, vejando, insultando, menospreciando. El maltrato psicológico es una realidad documentada desde hace siglos, especialmente en las humillaciones de los reclutas de los ejércitos, pero en cualquier institución, realmente. Escuelas, talleres, cualquier organización que posea, inevitablemente, una jerarquía. En dicha realidad, el esbirro que ejerce su violencia, física o psicológica, contra los considerados inferiores, logra un status nuevo de aceptación por parte de sus superiores, pues estos, realmente, dejan que se ensucie las manos por ellos el mando inferior, dejándole que se extralimite si no supera ciertas barreras. Es interesante ver cómo el reparto de prebendas es también un elemento fundamental. Que un sádico guardia sin más rango que el de soldado pudiera nombrar a un "kappo" de barracón, por ejemplo, era muestra de autoridad, y la autoridad es, en esencia, imponer miedo. Y el miedo, finalmente, es el arma más poderosa que tiene cualquier autoridad, pues el miedo, ese inmenso banco de sombra y brumas, estimula la imaginación del que lo percibe y a quien se quiere hacer sentir. Y es peor lo imaginado que lo ejercido, aunque lo último se haga. Miedo, terror... Esa es y ha sido, en general, la más horripilante enseñanza de la Historia sobre el ejercicio de la autoridad. Miedo. Pero es necesario otro factor; identificar aquello a lo que más teme el prisionero de esas situaciones, para así, jugar con su esperanza y su miedo, íntimamente conectados. Pues si hay esperanza, hay miedo a perder lo que se espera. Y sin esperanza, queda sólo un crudo y nuclear asunto; sobrevivir.

Hace muchos años, empecé un relato, inspirado en la Historia, llamado "Hitler tenía razón". Era una barrabasada que acabé desechando. El nazismo, en realidad, me ha hartado, después de la fascinación inicial. Pero quedan posos. Uno que siempre me ha aterrado es el del trato dado a los considerados intelectuales. Por parte del nazismo o cualquier otro sistema autoritario, sea el comunismo estalinista, el fascismo italiano o sus malas copias como el nacionalcatolicismo franquista. Un intelectual tiene varios aspectos reprensibles por parte de los que son mediocres, envidiosos, inútiles y con un cargo minúsculo que pueden ejercer de manera mayúsculamente atroz. El reírse de lo ridículo, el reconocer personas y situaciones sin caer en hipocresías, el demostrar habilidades que hacen rabiar a los que no las tienen, la valoración que reciben frente al anonimato de Procusto que una mayoría de los mortales tiene y no quiere reconocer... un llamado intelectual es peligroso, pues es el maldito Diógenes con su candil en el Ágora, es Platón poniendo en boca de Sócrates preguntas incómodas, es Nietzsche burlándose de todo sin dejar títere con cabeza. Un intelectual, además, asume muchas veces el compromiso moral de, como el bufón del Rey, señalar el problema. El segundo se tolera porque es un cierto contacto con la realidad, pero el primero es la realidad que se quiere segar. Pero en esta larga digresión, me doy cuenta que he olvidado el hilo de lo que me interesó más. El del mediocre aupado por el menos mediocre que aquel, pero igualmente estúpido y penoso superior que tiene. Y la cadena, además, suele trepar hasta lograr hacer verdad el principio de Dilbert. O peor aún, y usando a nuestro castizo Ortega y Gasset, aquel "todos los empleados públicos deberían descender a su puesto inmediatamente inferior, pues han sido ascendidos hasta volverse incompetentes."

He pasado bastante tiempo trabajando en la empresa privada. Gestorías, empresas de renombre, asesorías... he estado, principalmente, en puestos de RRHH, ya que es mi formación. Siempre he vivido esa atmósfera de miedo y secretismo, desconfianza, recelo y envidias que hay en todas partes. El mayor miedo, claro está, era ser despedido. Más a partir de cierta edad, por cuestión de lograr otro trabajo, dinero para vivir, reputación y demás. En un solo caso, y fue hasta divertido, fui despedido... al día siguiente de ser contratado. En los demás, me he ido voluntariamente o he negociado terminar mi contrato. Cuando decidí marchar del último sitio, donde daba formación (me gusta enseñar), fue porque acababa de obtener plaza de empleado público. Estuve un par de años de interino, también, en diferentes puestos y administraciones, viendo, aprendiendo y comprendiendo. Y finalmente, tras muchos periplos, llegué y me asenté en el que ha sido, de momento, el más largo período de estabilidad laboral en un sólo lugar. Y puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que el síndrome de Procusto es tan frecuente como frecuentes son los mandos intermedios, y subiendo. 

Eso lo comparte un "kappo" y un jefecillo, un Account Dealer for Management of Excess of Laughing y un Gerente Universal. Todos tienen siempre un mismo miedo (que es no dar miedo) y un mismo ejercicio (mono estresa a mono) que es ejercer la autoridad porque... para eso la tienen. Nadie ha leído de ellos aquel maravilloso primer tebeo de Corto Maltés, donde afirma, sin despeinarse, que la autoridad se tiene... hasta que se ejerce. Y es así. Una vez la autoridad se ejerce de manera abusiva, arbitraria, vejatoria, infame en definitiva, como suele ser lo habitual, el receptor puede tomar dos caminos, al menos. Obedecer y maldecir en bajo, con esperanza de cambio, o desobedecer y aceptar las consecuencias, sean las que sean. Como digo, vengo de RRHH, de una carrera que es mitad derecho y normativa. Y me pirra lo legal. Es el contrato social más eficaz que nos legaron desde Roma, porque evita que resolvamos las cuestiones litigiosas a cuchilladas. Como dijo Cicerón, "cedant arma togae". Por eso siempre hay un tercer camino. Invocar el Derecho.

Una enseñanza primeriza que aprendí de la carrera fue que, precisamente, el Derecho era el nivelador de las relaciones laborales, inequívocamente desiguales desde el primer momento en que hay patrono que ejerce autoridad (recordad el dicho de Corto Maltés y lo anterior). Gracias al Derecho laboral, hemos logrado que millones de personas dejen de poner bombas, matar, hacer huelgas salvajes contra su extrema pobreza y pasen a financiar sindicatos que dedican su influencia a vivir bien y no dar mucha ayuda al empleado. Aunque no por ello pisotear y abandonar sus principios al final en cuanto tenían opción, claro. Gracias al Derecho laboral, hemos podido dar respuesta a las mediocres, inicuas y arbitrarias órdenes o actuaciones que muchas veces ejerce el Procusto de turno. Gracias al Derecho laboral, podemos creer, seriamente, en la Democracia, el bienestar de vivir en paz y hacer una vida en la que ningún Procusto o similar pueda meter sus napias molestando. Gracias al Derecho, uno puede sentir seguridad en su vida.

Y diréis, ¿Qué tiene que ver todo esto con el título? Sois listos, entendéis los paralelismos. Y las derivadas, las tangentes y los ángulos muertos. Decía un inclasificable argentino (como todos) que, "fíjate si será malo el trabajo, que nos pagan por hacerlo". Y es que es así en nuestro tiempo. Colegio, instituto, universidad, oficina... Arbeit Match Frei, Juden. Procustos hay miles, esperando. Y todos, todos, son siempre esbirros de sus valedores, porque éstos dejan en esos el ejercicio sucio de la vejación, el maltrato, el menosprecio y la arbitrariedad e irracionalidad de sus decisiones. El miedo, esa es la más importante de las armas... hasta que deja de haber miedo. Porque, y acabo ya, que no soy un intelectual, sólo un señor con barba, el miedo se disipa como las brumas cuando hay risas. Cuando uno se ríe, fuerte, de muchas maneras (hay risas sin reír, carcajadas silenciosas y felicidad oculta) el miedo desaparece. Pero cuidado con chuparte el dedo antes de pasar la página del libro de Aristóteles, so memo, que entonces tu última risa será en un estertor...

Por eso, ya he reído suficiente con esta entrada de hoy. Y recordad, niños. El dinero, importante, no lo es todo. Todos somos putos, sí, y la cuestión está en el precio (otra frase de un argentino genial, Ricardo Darín) y ahí es donde faltan financistas. Por eso, mejor ser libre, claro. Libre, a secas.

Un saludo, con la B dada la vuelta...




martes, 1 de febrero de 2022

Lo de la conciliación y los cuidados.

Tras casi dos años esquivando el virus, ha caído. En forma de Omicron infectando a la más vulnerable. Conste que la sacamos antes de la gran oleada del colegio en diciembre, cuando confinaron más clases en una semana que en todo el curso anterior. Que les quitamos del comedor en enero para evitar riesgos. Que seguimos manteniendo todas las restricciones (mascarilla, nada de reuniones en interior, distancias, higiene, cuidados) pero ha sido ya impracticable. Viendo a mi alrededor cómo familias enteras de amigos caían, asumí que caeríamos todos. Pero no. Mi hijo y yo nos hemos librado. Quizá gracias a las medidas tomadas, quizá a las vacunas... En todo caso, no gracias a la comprensión de la empresa, en forma de administración pública.

En España tenemos muchos problemas, sin duda. La mala distribución de las rentas por parte de la gestión pública de las mismas, el primero. Con esto me refiero a que, en la circulación esa del dinero, lo que se recauda luego no se invierte enteramente como se presupone. Se queda mucho en el camino, esa "pérdida en el riego" que asola a muchos horticultores. No hay un buen balance, como diría el Sr. Pitt. En esa distribución, tenemos cosas como que ahora mismo, tras dos años de crisis pandémica, los ricos son infinitamente más ricos y, los pobres, más jodidos. Los del medio, fluctuando, pero para abajo, casi siempre. Lo de la "clase media" fue un invento fenomenal para amortiguar la consecuencia de haber hablado de las luchas de clase. Ahora, de pronto, como si fuéramos la URSS y nos acolcháramos la frontera, teníamos una "clase media". Aspiraciones de burguesía acomodada, conciencia e ideología presuntamente progre pero, en la realidad, deseando chacha, servicio, casoplón, coches en el garaje y todo lo que la propaganda de EEUU en los años 50 manejaba. De aquello llegamos a nuestro día de hoy, donde, como en la Argentina de las mil crisis, ché, boludo, no comeré bifé, pero tengo aifon y levis nuevos. Y como siempre, me he desviado de mi camino.

Todos somos hijos de alguien. Hidalgos. Todos hemos tenido un padre o una madre o ambos o muchos u otros. Todos hemos necesitado (que levante la mano el que no) que nos cambiaran pañales unos años, que nos dieran de comer, nos limpiaran el culo, la ropa, nos sirvieran la comida, nos bañaran, jugaran con nosotros (ese gran coco del "tiempo de calidad") y, en suma, que nos prestaran atención mientras íbamos ganando destrezas para ser independientes. Todos hemos necesitado de alguien que nos pusiera el termómetro y diera una medicina, nos acunara, eliminara la fiebre, nos arropara por la noche contra monstruos y miedos, nos contara un cuento o algo, aunque fueran los decimales de Pi, que nos respondiera a las mil preguntas que nos iban surgiendo. Y todos, en suma, hemos luego ido olvidando que hemos sido CUIDADOS. Esto, en parte, es como lo de la curva de Gauss. En el primer extremo tenemos esos años de infancia, no sé, 12, 14. Y en el otro extremo de la campana, los años de vejez, depende cuántos y en qué condiciones. Se parecen mucho. Necesitaremos, como han necesitado nuestros padres y abuelos, que nos cambien los pañales, nos den de comer, limpiar nuestros culos, la ropa, nos sirvan la comida, nos duchen, nos entretengan (ese gran coco de "pasar el rato con") y, en sum, que nos prestaran atención mientras íbamos perdiendo destrezas e independencia antes de morir. Todos somos hidalgos, todos hemos nacido y, muchos, moriremos, espero, mayores.

Los cuidados, perdón, LOS CUIDADOS, así, en mayúsculas, son esenciales. Igual da que los preste nuestra omnipresente madre en la historia que un padre raro o un tío o una tía o una abuela o un primo mayor o un hermano o una hermana o un pueblo entero. Siempre, siempre, nuestra humanidad, desde que somos conscientes, nos impulsa a un mínimo, a un algo de cuidar. Y curiosamente, la actividad más humana, la más necesaria y omnipresente en la historia (la definición de "humanidad" últimamente ya no va de tallar herramientas, parece, si no de cuando cuidas de quien no se vale; un tipo que se fractura un fémur y, hace, miles de años, suelda porque alguien le cuidó) la que nos concede humanidad, civilización, es... el haber dado o recibido cuidados.

Las definiciones de cuidados varían poco. El Código Civil, en su áspera definición legal, dicta que los progenitores están obligados a prestar "alimentos" y explica que no es solo manduca. En sus artículos 142 y 143 (del siglo XIX, positivismo de la época) dice cosas como que "Se entiende por alimentos todo lo que es indispensable para el sustento, habitación, vestido y asistencia médica". Toma ya. También que los hijos deben hacerlo con los padres. Cuando regulas algo así, es que ya sabemos que ha habido padres que abandonan a sus hijos o los matan, o al revés. Filicidas y parricidas. O simplemente, abandono y marcha, por mil motivos. Pero vamos, que la ley, incluso, habla de eso mayúsculo de nuevo, lo de los CUIDADOS.

Estamos en una época de la historia con muchas banderas líquidas y absurdas, de identidades que rozan lo absurdo y de dogmas que huelen ya a rancio. Y también en una que nos creemos ilustrados pero en realidad sólo estamos estampados. No tenemos conciencia histórica, y vivimos, como el señor del túnel de Ortega y Gasset o el náufrago de la balsa en un océano sin final, sintiéndonos solitarios, motas cósmicas en un universo de aberraciones infinitas. O en una isla artificial con guardias que nos protegen. Pero en todas, en cualquiera de las historias, los relatos, todos, empiezan igual. Sea en una choza de Zambia o la Cañada Real, en una mansión de El Cairo o de Nueva Jersey. En un piso de Nueva Delhi o un bloque de apartamentos en Valencia. Alguien, para que estemos leyendo esto, juzgando esto, poniendo cara chusca ante esto, alguien, nos ha CUIDADO.

Yo he pasado por muchas fases, revoltosas y de dogmas, de apropiación snob de eslogans y tonterías varias. Y he llegado, tras años y destilando, a una conclusión. Si hoy, en nuestra sociedad, rica, más o menos, más o menos cimentada, más o menos sólida, si algo, repito, merece la pena, es reivindicar los cuidados. Todos. Infancia, hijos, dependientes, ancianos. Todos. Porque no estamos cuidando sólo a una persona concreta, estamos cuidando de nosotros, de nuestro mundo y sociedad. Incluso las personas solitarias sin hijos, pareja o padres, necesitaron cuidados y los necesitarán en un momento de su vida anciana. Y por el camino, también. Alguien nos ha enseñado. Alguien nos ha revisado en un médico. Alguien nos ha llevado a esos lugares, la escuela, el centro de salud o el hospital. Alguien, que, normalmente, era uno de nuestros padres. Mamá, papá... Y cuando un sector de la sociedad quiere desligar ese cuidado de la economía ("los niños para las madres" o cosas así) está, simplemente, dándose un bofetón en la cara y un tiro en el pie. Los padres, hoy, eligen en su gran mayoría serlo. No es un producto de la represión sexual, no es un desliz, un accidente o por ignorancia. Y si lo eligen, quieren serlo en todas las facetas. Quieren coger de la mano a sus críos cuando cruzan un semáforo para ir al centro de salud. Quieren darles de comer cuando lo necesitan, aliviarles y entretenerles cuando están pasándolo mal. Quieren estar, queremos estar. Y no podemos estar cuando esos cuidados se consideran, en el mejor de los casos, irrisorios, que pueden ser prestados por otros, sean familiares o pagando, como si la cultura de subcontratar fuera también la adecuada aquí. Un ejemplo que siempre me aterró; un tipo de una gran compañía que, cuando se jubiló, descubrió que no conocía a sus hijos, que hablaban en otro idioma, literalmente, y que no querían saber de él nada, salvo por su dinero. Porque ese tipo cumplió el protocolo de tener hijos ("mira, qué responsable, aunque sea la madre quien les cuida") pero no de criarlos. Y conocerlos. Y disfrutarlos. Yo, como hombre, quizá sea una anomalía (cada vez menos, también digo) por querer esa implicación, tener esa necesidad, sentir ese deseo. Y por eso, cuando eran mis padres, estaban por encima de trabajos. Cuando son mis hijos, están por encima de trabajos. Quizá, cuando sea yo, no me cuide nadie. No lo sé. No lo hago por eso. Lo hago porque, si no cuido de ellos, ¿A qué civilización o lo que entiendo como "humanidad" estoy dirigiéndolos?

La riqueza puede redistribuirse de mil maneras. Los políticos, aunque mientan, tergiversen, mangoneen, hagan negocios y demás, tienen debajo a funcionarios que suelen intentar corregir esos desmanes en lo posible. A veces. Con este tema, desde luego, aún no hay cultura. Se habla de "cultura empresarial, de emprendimiento y esfuerzo". Pero la cultura que de verdad necesita fomento es una; la cultura de los CUIDADOS.

Porque, cuidaos de quien la minimice, ridiculice, aparque, rechace o intente disiparla. Esos, al final, son los defensores (me sale "esbirros", pero creo que hace lustros que nadie lo usa ni entiende ya) de la clase que no tengo que decir, ¿verdad? Independientemente de su género. Y esa clase, como dijo uno de sus miembros, el del bufé libre, va ganando por goleada. A fin de cuentas, no necesitan madres o cuidados. Los pueden comprar a precio de saldo, porque nosotros mismos los hemos saldado.

Hay muchas propuestas para la conciliación real de la vida familiar y laboral, para poder hacer de verdad eso de cuidar. Yo, por mi parte, estaré encantado de orientarte, lector, en las que conozco. Ya sabes, ese dicho de "la unión hace la fuerza" o "cuantos más seamos, más reiremos". Quién sabe.

Un saludo,