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sábado, 26 de septiembre de 2009

Mantener una palabra dicha

Parece una curiosa manera de ser de los humanos. Decimos una vez algo, puede que irreflexivamente, y después nos atamos a lo dicho sin remisión. Si decimos que nunca más haremos tal cosa, sabemos que en un momento dado lo haremos, pero mientras, actuamos como si nunca más lo fuéramos a hacer. Igualmente, si decimos que jamás diremos algo a alguien, nos callamos hasta que el momento menos esperado se nos escapa.

Honor... mi definición es la misma que la de Ridley Scott en "Los duelistas", cuando Keith Carradine, en el baño, trata de explicársela a, creo, Cristina Raines. Y eso es porque creo que hay diferentes formas de enfocarse uno mismo, la proyección que damos ante los demás.

Yo he hecho promesas que luego he roto, y sinceramente, en ese momento de romperlas he sentido un perverso placer, el de quebrar lo prohibido. Pero es cierto que hay ciertas cosas que respeto y siento como compromisos, pero trato de no ponerlos en palabras, porque entonces se convierten en un contrato que me insta, nervioso, a romperlo. Mi regla es romper las reglas. O esa era la regla. Ahora mismo, ya hace tiempo que hasta la he roto, cumpliendo muchas reglas. Qué sinsentido, se puede pensar... no, se puede retorcer todo hasta lograr un resultado distinto al que buscaba. Y eso... es parte de la belleza del sinsentido de la vida.

Una palabra que sí mantengo es la de la felicidad. Cueste lo que cueste. A veces, por los caminos más enrevesados, por los vericuetos más extraños. Quiero felicidad. Y lograrla, a veces, es difícil, complicado, insano incluso. No, no recurro a las drogas o al alcohol. Realmente, soy poco vicioso en eso. Mi felicidad consiste en poder hacer, cuando quiero, lo que quiero y como quiero. Sin trabas, sin compromisos, sin ningún tipo de regla o esquema que no sean míos. Mi sueño dorado es sentarme cada día en mi escritorio, o en mi biblioteca, y leer o escribir a gusto, a placer. Y otras pequeñas cosas, como bajar a jugar al baloncesto, perpetrando canastas más que anotándolas, o pases, dicho sea de paso. O irme de paseo. Disfrutar de una tarde con Cristina. Y de la noche. Y de la mañana, levantándome con ella al lado. Una buena película. Algo de música. Amigos. Juegos. Despreocupado...

Pero es falso. Los caminos inescrutables de la vida son así, misteriosos recodos que pueden terminar en callejones cerrados o en abismos. No vivo despreocupado. Hay un sistema social que, baratija, se mantiene como el barniz, esperando a que se raspe un poco para ver la verdad. Sucia, agrietada, inhóspita. Vivo con la preocupación del dinero. ¡El dinero! un buen libro cuesta dinero. Una buena película. Salir a tomar algo. Oír música. Comer, pagar facturas de móvil o servicios, la hipoteca... y el dinero viene del trabajo. Y el trabajo... es infelicidad. Porque no estoy haciendo lo que quiero hacer con mi vida, si no lo que otros, insensatos, pensaron que debíamos hacer para lograr ese dinero. Y es el salario del miedo...

Mantengo mi palabra, sí. La dada a una Administración que es lamentable, con un ambiente decrépito moralmente hablando y altamente irritable. Si he de trabajar, pediría al menos hacerlo sin compañeros, sin jefes. Una quimera. Yo, que me considero persona sociable, odio la sociedad del trabajo. Porque es la esclavitud de la palabra dada, una regla que, aunque quiera, no puedo romper. Es como el nudo Gordiano, solo que yo, aun, no he encontrado la entereza y el acero para romperlo de un tajo. O quizá debería aprender a desatarlo... ¿toda una vida? Solamente tengo ésta, me temo...

El molde. El molde del Sr. López. ¿No hay alternativas?