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miércoles, 11 de mayo de 2016

Ansiedades.

Llevo haciendo de padre casi tres años. En ese tiempo, que me parece expandido hasta el infinito (tanto que, como mi amigo Emilio, empiezo a no recordar una vida sin niño... bueno, no tanto. Recuerdo...) he vivido con intensidad muchas cosas. Desde mi miedo en la etapa del embarazo, donde la falta de conocimiento, de visibilidad, me generaba una tensión brutal, hasta que empezó a demostrar que es un ser inteligente y, sobre todo, simpático. Sí, mi hijo es simpático. Peor. Es mi clon. Soy yo con sus años. El mismo potencial de lo que he acabado siendo. Supongo que es una tendencia habitual, ver en los hijos las características de los padres. Una fatalidad subjetiva, porque en realidad él es... él mismo. Pero reconozco rasgos. Su querencia por abrazar, tocar, correr sin mirar, dar besos, buscar el tacto, la calidez de la piel. Hasta quizá extremos molestos para el que lo "sufre". Reconozco su rebeldía, su tendencia a negarse a hacer lo que le mandan (aunque termina siendo muy obediente, más de lo que parece. Es un poco aquella rebeldía controlada...) y su persistencia y curiosidad por las cosas. Reconozco su gamberrismo, buscando siempre aquel acto que haga risas pero al límite del enfado, aquel en que te llevas las manos a la cabeza, abres la boca con una "Oh" muda y ojos cual faros iluminados. Reconozco su sensibilidad ante dolores ajenos, ante accidentes, ante lloros o heridas. Reconozco esas cosas y me aterra. Pues de alguna manera entro en el barranco de la ansiedad, estrecho, puntiagudo y sin luces, que me dice "ten cuidado; puede terminarse". Puede morir.

Sí, lo he dicho. Tengo miedo a que se muera. Un miedo normal, creo. Pero el mío está cimentado en la realidad más absoluta de dos padres que perdieron a dos hijos. Algo que hace 100 años era tan normal que nadie tenía siquiera un nombre pensado para un posible síndrome (quizá ahora, el más cercano, sea el de "niño de reemplazo") pero que ahora, en nuestra sociedad tan de "Hijos de los hombres" donde la natalidad (occidental) ha caído estrepitosamente, se acentúa por la escasez de lo que era un bien y ahora es un artículo de lujo. Pero es así. Tengo miedo. Y el miedo, ese barranco que me aprieta en un abrazo afilado de ansiedades expresadas en rocas picudas a cada paso que doy dentro de él, es real. A veces no respiro, o respiro fuerte. A veces me altero y noto el corazón a mil revoluciones. A veces grito, enrojezco, me atraganto, sollozo. A veces expreso con furia lo que es puro miedo. ¿Y qué es la furia si no miedo y ansiedad, desconocimiento del futuro? Tengo miedo a que le atropelle un coche. A que se caiga y tenga secuelas. A que un tipo le rapte y le haga lo peor imaginable. A que sufra un cáncer o enfermedad de esas infantiles que siempre nos parecen tan prematuras. A que... no, seguir la lista interminable no es más que espolear mi imaginación. Y mi ansiedad.

Mi ansiedad. Cuando cayó mi gato de un quinto piso, esa ansiedad se tradujo en un miedo brutal. Hay un cómic, "El último recreo", de Carlos Trillo y Horacio Altuna, donde unas viñetas muestran un bebé estampado en el suelo. Es del año 1984. Ya en esa viñeta del bebé está el dramatismo del niño Aylan, colocado adrede por la policía turca con ánimo de soliviantar ánimos. Es el mismo encuadre. El mismo dramatismo. Y cuando cayó mi gato, lo primero que hice fue pensar en mi hijo así. De pronto, aquello que parecía ficción, simple entretenimiento que sí, removía intelectualmente, pero no emocionalmente, cobra nueva dimensión. Y todo regurgita del pasado, una espesa baba moquea frente a mi razón y cubre viscosa mi agilidad cada vez menor. Me siento anquilosado, queratinoso, cubiertas las vísceras de caparazones crudos y musgosos. Entre las junturas, sin embargo, aguijonean espasmos de realidad. Ansiedad.

La ansiedad es un mecanismo defensivo de supervivencia. Prever un mal futuro prepara para enfrentarse a él. Así que quizá sepa cómo enfrentarme a un apocalipsis zombi, quién sabe. Pero cuando la ansiedad no es por uno mismo (que existe, pero derivada; mi miedo es no estar, o estar en malas condiciones, de manera que mi hijo sufra las consecuencias) si no por un vástago, un descendiente, una astilla del palo curtido por los años y la intemperie, ésta es infinita, ilimitada en las formas que toma. De hecho, el horror cósmico ante la indefinición monstruosa de Lovecraft, esa pequeñez del hombre y su menudencia, queda pequeño ante la retahíla de formas informes que ésta logra consumar.

Me he desahogado. Lo reconozco. Peor sería dejar que me consumiera internamente, reventando las escasas fibras sensibles que aún tengo. Y, sin embargo, lo tengo claro. La ansiedad nunca remite. Incertidumbre e imaginación, conocimientos parciales, ojos abiertos. El expresionismo, la extrañeza existencial, el fatalismo, de pronto, dejan de ser arte y son parte. Creo, tras esta entrada en la bitácora donde calculo mis derrotas, que necesito recuperar un sol de abril, de mayo, un cielo azul sobre Marte, una cabalgada en la hierba un hermoso día de junio, una épica victoria sobre mis enemigos. ¿Qué enemigos?

Todos...

Un saludo,