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lunes, 20 de abril de 2009

Roma

Acabo de volver de la capital italiana, lugar sugestivo, presuntamente eterno y centro de muchas cosas, no todas buenas. Y sigo con la misma impresión de la última vez; ciudad caótica y abigarrada, aunque despreocupada, plena de vida, palpitante, única. Los turistas, casi ahogando a los nativos, suponen una barrera (como en todo viaje) para penetrar y comprender la vida del momento, ese inaprensible pedazo que siempre fluye a nuestro alrededor. El idioma, otra barrera, pero mínima, hace el regreso a instintos primarios más acogedor, a la fuente misma de la comunicación. Todos los sentimientos, tan desordenados como el tráfico romano, se agolpan y salen después, una vez ha pasado el marasmo de la visita.

Quedan impresiones; volver a pasear por la vía de los foros, despropósito fascista, contemplando a ambos lados restos de las ampliaciones de lo que una vez fuera ciénaga. Como una cicatriz en el suelo, de cuando en cuando éste vomita restos de una calidad insuperable, pegados a la ciudad de manera inextricable. El foro clásico, el Anfiteatro Flavio, los distintos arcos de Constantino, Tito o Septimio; paseando por una calle densa en tráfico humano y rodado, otro complejo de templos ocupado por felinos temibles; saliendo de las zonas más turísticas, encontrar un templo, un circo o una iglesia superpuesta a un templo, aunque no menos escandaloso que el aprovechamiento de un teatro para hacerse casas encima; pasear por las calles y pasar de la maravilla de la Fontana di Trevi para sentir el vuelco en el corazón cuando la majestuosa y pesada forma del Panteón aparece de pronto, y entrar, tratando de obviar los postizos católicos, para contemplar la pureza de la cúpula y la sencillez y genialidad de su arquitectura... Roma es eso, y más, mucho más; el barrio judío, con singularidades propias de quien adapta el lugar a su vida o su vida al lugar, el bohemio y relajado barrio del campo de las flores, reducto del buen vivir, o las ajetreadas y demasiado modernas calles entre la Plaza del Pueblo y la de España... perderse también entre los árboles en primavera por los jardines de los Borghese es un privilegio, como poder contemplar tres de las obras maestras de Bernini; su David cargando la honda, el Apolo que no quiere perder a Dafne o la Proserpina en cuyos muslos hinca los dedos el terrible Plutón...

Impresiones acentuadas por la sugestión y el sueño, el cansancio de caminar y la vida nocturna de terrazas, cafés, restaurantes, vendedores ambulantes (molestos) y muchedumbres, siempre, en todas partes...

Roma es una ciudad no sé si eterna, no sé si tan bella como creemos que fue, ni sé si tan especial como para tenerla siempre presente... pero es Roma... y el sueño que me provoca, cuando menos, ya la hace especial.

Y como todo se ha dicho, todo escrito, todo contado, terminaré con una simple reflexión; los lugares no son, los creamos nosotros... casi siempre.

Un saludo,