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lunes, 16 de marzo de 2015

Maldito instante.

Tengo mañanas que me levanto místico y absurdo, como todo lo que tenga que ver con la espiritualidad. Hoy es una de esas. Leo una noticia en El País, sobre que este año habrá más óbitos que nacimientos (así, óbitos, más culto imposible... y yo pensando en los hovitos de Indiana Jones) y que nos estamos envejeciendo y la Sanidad convirtiendo en una máquina, industria, mecanismo y todo término vinculado al futurismo de Marinetti. ¡El sueño descarnado de la razón!

El tema viene a lo de que pasamos de los paliativos y nos morimos con dolor y ensañamiento de los médicos. ¡Vaya novedad! "Matasanos, carniceros, curanderos..." anda que no lleva la humanidad esa poniéndoles nombres. Cirujano-barbero es mi favorito. ¿Qué va a ser, barba hipster y le arranco un brazo gangrenado, señor? Lo cierto es que la medicina es la ciencia empírica más chula. O cura o muere, y casi nunca se sabe bien por qué, es como la economía, explica el crack del 29 unos 50 años después. Ejem, ciencia... pero yo venía a hablar de otra cosa, del misticismo de la vida.

Ahí donde la vemos la vida es absurda. Muchos lo saben y se han reído de ella y de nosotros, porque estaban lúcidos (¿homenaje o parodia? decide tú, lector...) y reconocían que un día todo este mar de sonido y color, de luz y trémulo sentir terminaría con dolor. Toma ya. Poesía, chúpate esa. Decía quizá Homero (¿O era Conan?) que "nacemos en sangre, vivimos en sangre y morimos en sangre". Un anuncio de morcillas, la verdad. Pero es verdad que sentimos más dolor y padecimientos del que queremos recordar. De niños olvidamos, de jóvenes triunfamos por las hormonas, y de más adultos nos jodemos. Al llegar la hora, resulta que todo duele más, sobre todo el tiempo, porque pasó tanto que olvidamos o recreamos el olvido en nuevos recuerdos más falsos que los gemidos de una actriz porno. Plis plas. Naces bla-bla-bla y mueres. 

Las distintas religiones buscan soluciones. Desde la ruedica del budismo a la resurrección del cristianismo, pasando por las entradas a mundos místicos o abducciones de alienígenas. Venga, quien no sepa ya que la muerte es eso, fin de todo, que levante la mano y abandone toda esperanza.

Lo cierto es que una cosa, una sola, queda. El instante. El recuerdo vivo, fuerte, atenazando como una garrapata la memoria. Algo. Eso que nos marcó y no olvidamos. Eso que quisimos olvidar y no podemos. Eso que nos hace sonreír cada mañana o llorar al atardecer. Si al final somos seres irracionales que se creen el futurismo... Ese recuerdo es el que nos impulsa. Es fuerte, es un acicate a los genes, a la intensidad de nuestras hormonas. Cada uno atesora sus instantes, uno, varios o muchos. Y con ellos dibuja su perfil. Lo colorea con imaginación y después lo ofrece a los demás. Ese maldito instante inaprensible.

Recuerdo perfectamente escuchar a Carlos Gardel en mi casa el día que murió mi madre. La mentira que me contó mi hermano cuando falleció mi hermano el mayor. Los espaguetti que no se comió mi hermano el segundo el día antes de morir. Cómo me apartó la mano, aún con fuerza, mi padre cuando intentaba limpiar su boca, horas antes de morirse. Pero también recuerdo el primer beso enamorado. Y la primera vez que miré a los ojos de mi mujer. O el momento en que contemplé aquella criatura viscosa, gris y ensangrentada, que era mi hijo, reptando por el vientre de su madre. Y muchos más momentos y cosas e instantes. Pero sobre todo recuerdo lo que he imaginado. Porque la vida es tan absurda que a veces necesitamos imaginarla para comprenderla.

Quédate un instante, seguro que esa frase la habrás oído alguna vez. Y es cierto. Quédate, pero con el instante. El que sea. Luego, podrás morir. Total, sabes que la vida es eso.

Un saludo,