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miércoles, 23 de junio de 2021

Identidades.

Llevo mucho sin escribir. En realidad, toda una vida. Hay momentos en los que uno no sabe, no quiere, no puede o tiene. Pero los últimos días, y a cuento de nada, tengo ganas de nuevo. Lo primero que me ha venido fuerte, porque llevaba tiempo sembrado en mi cabeza, es lo de las identidades. Qué, quiénes somos, cómo somos. Y me ha sorprendido la tormenta interior en la que he barrido de un plumazo todo, al sentir que la identidad es algo incompleto siempre, imposible de aposentar como definitivo. Tonto del que cree que está hecho en algún momento de su vida, y más estúpido el que piensa que no va a sufrir algún cambio.

En el mundo adulto es sorprendente cómo las identidades realmente fluctúan según la audiencia. Si estás en el parque, o en el cole, o en algún entorno con los niños, eres padre. Sin más. Etiqueta vasta y flexible, holgada, donde cabe lo que uno imagina que es ser padre. Lo de limpiar culos, cambiar sábanas meadas, recoger comida tirada, reñir por el desorden, pedir menos gritos, estar encima para que se hagan cosas, preocuparse... es curioso cómo varía con la etiqueta "madre". Las presunciones se disparan, y aunque estemos en un mundo modelno que diría aquel, no lo es tanto. Biología o cultura, me la pela. Pero el abismo que se abre entre los que tenemos esa etiqueta y los que no, es curioso. Los que no son padres o madres miran siempre de reojo, como si se perdieran algo del mundo adulto (que realmente ya pudieron tenerlo antes cuidando de una mascota, un padre enfermo o algo similar) que consideran les están ocultando. Porque después está lo de la magia de los niños y todo eso. Sí, claro que sí. Superadas las frustraciones del cuidado, cuando tiras el trapo de limpiar, recoges la escoba, guardas los platos sucios y despejas el suelo de legos, hay momentos mágicos. Jugar con uno o con otro, seguir su imaginación y ver dónde lleva. El juego físico, el figurativo, la imaginación, el crear mundos más allá de todo... descubrir que tu hijo escribe historias y empiezan con "Era un gato muy valiente que había saltado más de 10000 tejados en una noche..." y se enfada porque lo averiguas. Hallar en tu hija una coqueta que elige cositas rosas, de moda, brillantes, y pone poses, y a la vez juega a tirarse pedos en la cara de su hermano o te exige que la lances en la cama. Todo eso es impagable, único, y fugaz, como todo lo que es bello. Es movimiento perpetuo, y si no adaptas la ansiedad a ese movimiento, pereces. Aunque me escoro. La etiqueta de padres vs no padres. Sí, somos una logia diferente que conoce los dos mundos, el de antes de no serlo y tenerlo todo para uno (aunque sea mentira y engaño) y el de serlo y no tenerlo todo más que para ellos (aunque la abnegación tiene grados). 

Si dejo de ser padre (los ratos que no lo soy físicamente, porque están en el cole, yo trabajando o con su madre) no dejo de serlo, en realidad. Incluso ahora, escribiendo, repaso mentalmente listados de tareas, de pendientes, de por hacer y de previsiones. Porque lo de los hijos es una previsión que casi nunca se cumple. Salvo que habrá sorpresa. Pero de pronto me hallo, me busco y encuentro. Y me veo saltando a trompicones entre quien era ayer y soy ahora. Vaya, dejé de ser ahora. Y ahí volvemos a las otras etiquetas. Amigo, compañero de trabajo, novio, hermano, familiar, conocido, colega... hay tantos ámbitos, y en todos sé que no soy yo. En el trabajo no soy yo. Nunca. No quiero ni me apetece. Soy, sí, pero soy otro. Prevalece el padre, prevalecen otros roles. En cuanto a mis amigos, lamento eso de vernos menos, pero es que es lo normal en la vida adulta de paternidades, hijos, hipotecas y trabajos. Es maravilloso, para mí, sorprendente para muchos, que pueda mantener esos 35 años de amistad (30 o 25 en otros casos) con personas que son maravillosas. Sí, es cierto que desde que descubrí muchas cosas de mi hijo este año, y de paso de mí mismo, he comprendido más ciertas formas de ser y actuar que tengo. Pero esa de la fidelidad más o menos sólida (no hay fidelidad de hierro, creo, aunque no sé, creo que hay una suprafidelidad, por encima de grietas o baches... si realmente merece la pena) no la entendía hasta que exclamé, un día, que mi hijo había encontrado a quien podría ser su (omito nombre) como ese nombre omitido lo ha sido y es para mí. La vida tiene muchas compañías, y ninguna nos deja del todo. Es posible que no escuche ya la voz de mi madre, ametralladora de palabras sensatas y ráfagas de refranes acertados. O la hosquedad de mi padre. Ni recuerdo ni tengo ya nada de lo que fueron mis otros hermanos. Me quedan muchas de mi hermano, palabras acertadas muchas veces mal dichas, y es que los mensajes son como todo, no nos gustan que vengan envueltos en bolas de pincho. Pero me orillo. No dejo de tener voces cerca, a mi lado. La más importante, ahora, claro, es la de mi pareja, la persona junto a la cual hay una apuesta muy compleja; caminar juntos, siguiendo, si se da, el mismo camino. De momento lo es. En tantas cosas, en tantos aspectos... la carabina que es la pandemia y las restricciones filiales son duras, claro que sí, pero cuando dos personas hablan todos los días, y no para repasar la lista de la compra o las tareas pendientes (que también) es que algo une, junta y mantiene. Es la apuesta. Nada idílico y por eso idílico. En ese sentido, salirme del rol de padre (no, nunca me salgo, aunque a veces me distraigo, como cuando me faltan tiritas en el parque ante una rozadura o he olvidado la carta de Pokemon más valiosa) es también imposible, aunque transito bien entre mis estancias no estancas, permeables, siempre conectadas y siempre abiertas. Visión horizontal, no focalizada. Es un hecho que acepto, y sé cómo focalizar cuando quiero, claro, pero el esfuerzo de hacerlo sólo lo hago cuando merece la pena hacerlo. La cosa es que no dejo de ser padre igual que no dejo de ser amigo, salvo que lo desee, ni de otras cosas que son más bien electivas, ante lo selectivo de los hijos.

¿Por qué llamo "identidades" a esta reflexión deslavazada? Porque me fascinan los que oponen otras identidades por encima de la suya, siempre cambiante, movediza. "Soy negro", "soy de Vox", "soy lesbiana", "soy judío", "soy...". No eres, crees ser porque necesitas tu comunidad de aceptación, tu grupo de apoyo, emocional o económico. Somos lo que somos, animales evolucionados, que adoptamos identidades porque nos permiten con esa máscara participar de la orgía de los grupos. Pero, cuando aceptamos de verdad nuestra individualidad, nos damos cuenta, en el fondo, que da igual que nos gusten hombres, mujeres o moluscos, que importa poco a quién se diga admirar, que importa más lo que hacemos día a día, poco a poco, ya por acción o por omisión. Todo manda un mensaje. Nada es aleatorio, aunque sí, lo admito, ser padre distrae un poco. Pero es que, permítame el lector (o no, me la pela, es mi blog) cuando tienes vidas pequeñas que dependen de ti, hay otras cosas que son ridículamente más minúsculas. Importantes, sí, claro, pero mides con otras magnitudes. El sistema métrico varía. Y la tolerancia a las voces de fuera de la logia, se ahuecan y pierden valor, quedan como ecos desvanecidos ante realidades que, por más que quieran creer que comprenden, no lo hacen. Porque todos hemos sido hijos, pero no todos somos padres.

Vaya, mi identidad es entonces, primero, la de padre. Pero estoy escribiendo sobre ello. Estoy desgranando, defendiendo y casi haciendo proselitismo del hecho de ser padre. Pues no. No todos debemos ser padres. Ni todos quieren, ni todos deben. Bienvenidos sean, porque nos permiten el contraste que necesitamos para medirnos, compararnos, y volver a ser esos otros pedacitos de identidad que somos. Yo escribo, sí, pero no me considero aún hoy escritor. Juego al rol, pero tampoco me siento rolero de pro. Recreo y a veces divulgo al vulgo, redundancia suprema, pero no me siento muy experto. Trabajo, porque me da para dar de comer y una vida más o menos agradable a mis hijos y a mí mismo (si fuera rico o rentista, ya digo yo que no madrugaría). Y todas esas identidades forman parte de mi identidad, claro, e incluso diré, atrevido yo, que no es primera la de padre. Que cuando escribo o recreo o hago otras cosas, queda apartada. Aunque no lo esté. Un ojo aquí y otro allá... mira, eso es algo que no sabría explicar mejor; los padres somos bizcos todo el tiempo. 

No tengo una identidad sólida, definida, inmutable, aunque sí algunos principios o ideas vagamente generales. Por eso me fascinan los que sí. Fascistas, derechistas, izquierdistas, independentistas, católicos, ateos (se me olvidaba, yo soy un apóstata... qué lejos queda esa batalla) del Atleti o piragüistas. Una afición no es identidad, aunque la moldee, la cree o forje. Una identidad no es más que una máscara en la tragedia de la vida, la comedia de la que salimos con la pregunta, algunos honestamente hecha, otros entre los dientes, de Augusto, el funcionario más pro y princeps que hubo jamás; "¿He interpretado bien mi papel en la comedia de la vida?"

Pues aplaudiremos si eso es así. Yo aún sigo con el borrador del libreto...

Un saludo,