Buscar dentro de este batiburrillo

lunes, 1 de julio de 2019

Sin hueso.

Hoy cuento un recuerdo casi pornográfico, por lo explícito y crudo que me pareció. Y me parece, aún ahora.

Hace catorce años viajé a Barcelona, para ver a unos amigos, junto a un amigo. Era mi primer viaje en coche recién sacado el carné. Acostumbrado a rebotar en aquella M30 que estaban soterrando, a lidiar con macarras y locos del vehículo que vivían en la periferia pero trabajaban en la ciudad y usaban el coche para comprar hasta cigarrillos a cien metros de casa, llegar a Barcelona un viernes, con atasco, y ver que las líneas eran compactas, ordenadas, y me cedían el paso para poder acceder a mi salida, me resultó glorioso. Recuerden; era cuando las matrículas decían exactamente de qué provincia venías (en mi caso, sumaba una pegatina de Gredos en el cristal trasero). Mi entrada en Barcelona, motorizado, se acompañó de un sentimiento del civismo que no había vivido en Madrid.

Desde luego, no es esta anécdota trivial lo que me parece provocativa. Es mi manera de introducir un fin de semana largo que incluía visitas a museos, charlas, comidas y cenas con colegas, de recreación histórica sobre todo, y el tomar el pulso a una ciudad que he visitado casi anualmente por puro gusto. Pero en aquella ocasión, ya pude experimentar algo que siempre ha existido. Allí o aquí.

Una noche cenamos en casa de un amigo común a todos. Un par de sevillanos, un madrileño, un barcelonés autóctono, el anfitrión, aragonés afincado allí desde los años 70 del pasado siglo, una pareja de Barcelona amiga suya, una navarra... Era una cena de esas que juntas mimbres y salen cestas para recoger experiencias muy agradables. O eso pensaba yo.

La cena transcurrió con el anfitrión agasajando. Comer invitados es un placer que a todos nos gusta. Es el pan y la sal de la antigüedad remota, la hospitalidad, el sentirse seguro en un refugio donde el pacto es de amistad, de cariño. Y en toda comida, salen temas, todos los temas. Normalmente, los del momento o el lugar. Allí surgió el tema del catalán como lengua.

La pareja de Barcelona rompió el huevo. Ella, profesora de escuela, comentó que qué poco escuchaba hablar en catalán en la ciudad. Banalidades varias, se hizo hincapié en el hecho de que una ciudad cosmopolita tiene decenas de lenguas, más los giros de sus inmigrados o como ahora se diga. Pero ella insistía. Y se lamentaba de lo poco que se hablaba en catalán. Su pareja, operador de TV3, coincidía. Incluso la programación se rendía al castellano (o español, como decían) más que al sacrosanto catalán. Nos llamó la atención porque llevábamos allí un par de días y habíamos escuchado de todo; castellano, lenguas norteafricanas, catalán, castellano de iberoamérica, francés... Pero insistieron que se hablaba poco catalán. Que eso los de Madrid (siempre, siempre, soy un "centralista capitalino" o "vosotros, Madrid", impersonal, plural pero absorbente de mi identidad personal; soy de Madrid, soy Madrid, soy el Gobierno, el Rey, la Judicatura, las Cortes, la Policía y el Facha escondido. Soy por vivir, accidente apreciado por mí con los años, en Madrid. Mi Madriz) no lo comprendíamos. Yo creo que aporté algo tonto, como que el catalán lo comprendía más o menos si se hablaba con calma, que no tenía problema en que se usara, porque es una lengua española nuestra (sí, entonces opositaba y me creía lo que decía la Constitución) y me parecía fascinante, aunque hubiera muchos catalanes como hay muchos castellanos y sus giros, dejes, entonaciones, acentos. Que no comprendía a quienes se quejaban de no comprender el idioma o lenguaje (no lo llamaré nunca dialecto, salvo que consideremos dialectos a catalán y castellano respecto del latín, por ejemplo) y que quienes se quejaban es que tenían otros motivos. Aún no lo sabía, pero aquello estaba a punto de estallar.

"No, no, el catalán apenas se habla. Lo arrinconan. Es un crimen. Deberían, en la escuela, en la tele, los medios, todos, hablarlo". En Barcelona se hablaba catalán y los inmigrantes (o como se diga ahora, que no me gusta) se empeñaban en no hablarlo, sobre todo los castellanoparlantes. Se hablaba poco y debería imponerse con multas, controles, inversión. Alguien dijo que las lenguas estaban vivas y que había que dejarlas a su aire. Salió Franco. Se empezó a caldear más. El catalán tendríamos que hablarlo todos, ¿por qué si no esa deferencia en la cena de usar el castellano? Había que imponer el catalán en Cataluña porque...

El anfitrión nuestro dio un puñetazo en la mesa. Era entonces un hombre de unos cincuenta, barba negra con canas, cuidada, pelo largo, moreno, cuidado, que vestía bien, con ese toque que no sé si llamar entre baturro y moderno que tanto me fascina en Barcelona. Temblaba. Le latía un párpado. Crispada la mano, la mirada dura, rictus en la boca. Y recuerdo, aunque no literalmente, lo que dijo.

"Vine aquí de Aragón en los años 70. En el franquismo. Me peleé y manifesté porque todos pudiéramos hablar en España en la lengua que nos apeteciera, sin imposiciones, porque nadie puede reprimir una forma de expresarse. Me metieron en la cárcel por pedir, yo, un aragonés, que se pudiera hablar en catalán libremente, sin rechazo ni multas ni represión alguna. Y ahora, cuando todos podemos hablar en el idioma que nos dé la gana, queréis hacer lo mismo que Franco, imponer un idioma y prohibir otro, obligar a todos a hablar sólo en una lengua. Eso tiene un nombre."

Hubo un silencio, claramente incómodo, y los postres supieron amargos. Se dejó de pronto el tema. El aragonés estaba temblón, molesto, cansado. Todos nos fuimos despidiendo casi en murmullos, sintiendo que habíamos roto algo, un lugar que, como dije, era de hospitalidad. Nos marchamos, incómodos. Él se quedó, más tranquilo, mosqueado, tratando de recuperar el humor. 

Todos sabemos darle a la sin hueso. Sea en uno u otro idioma, con jergas, giros y modismos de todo tipo. Mientras nos hagamos comprender (y esa es mi parte pornográfica, la de mostrar la piel desnuda de emociones e ideas, sin ropajes ni perfumes) ¿qué cojones importa el idioma que usemos? Porque imponer uno, en detrimento de otros, en contra de lo que muchos han vivido, experimentado o sentido, tiene un nombre. Y es muy pobre, siempre lo ha sido. Es miserable. 

¿Volví a verle? No. He perdido contacto con casi todos los de aquella cena. Por mil motivos. Pero una cosa es cierta. Que cada uno hable en la lengua que le apetezca, sin imposiciones, haciéndose comprender. Ese derecho es para mí casi sagrado. Parlem, hablemos, falemos, hitz eguin dezagun (aquí tiro de traductor, que os quede claro) sit scriptor loqui, parlons, platiquemos. En lo que sea que nos entendamos.

Un saludo,