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lunes, 4 de mayo de 2020

La cuarentena de los diez mil días.

En Venecia, hace unos siete siglos, se inventó el término de "cuarentena", esto es, cuarenta días o jornadas confinados en los barcos que podrían ser sospechosos de transportar la peste u otras enfermedades. La cuarentena del puerto ha sido habitual durante el resto de siglos, como una medida de contención ante las enfermedades que traían esos aviesos comerciantes que arriesgaban sus barcos más allá de la costa para traer mercancías que luego eran deseadas. Cuarentenas que salvaban las vidas, porque se estimaban siempre más importantes que los bienes. A fin de cuentas, ¿quién consumiría esos bienes si no había nadie vivo para comprarlos?

Las pestes saneaban la población. Quedaban de pronto abiertos muchos caminos que antes copaban personas mayores, cargos que morían, gente importante que debía ser reemplazada. Y en el caos se buscaba siempre un cambio, aunque fuera mínimo, de las condiciones de vida. Las costumbres sociales variaban un tiempo, y los poderes se relajaban ante la vida que permanecía, en ese instinto gregario de la humanidad por pervivir sabiendo que, sin los demás, es imposible la supervivencia.

La famosa gripe de 1918, la mal llamada "española" (porque la prensa habló libremente de ella y, claro, todos aprovecharon para cargar contra España, país atrasado y deliciosamente enemigo de todos desde hacía tanto) mató más gente que los obuses de la recién terminada Gran Guerra. Y la mortandad mundial favoreció el avance de luchas que antes habían estado detenidas; el sufragio femenino, las repúblicas frente a las monarquías autoritarias, la relajación de las costumbres ante el sexo y las relaciones, la liberación de la mujer en muchos ámbitos, el triunfo de muchas luchas sociales y laborales... Millones de muertos abrían el camino a esos experimentos. Igual pasaría con otra peste, la de los fascismos que llevaron a la segunda Gran Guerra. Acabada esta, muchos países, con Gran Bretaña a la cabeza, se volcaron en eso que llamaban "Estado del Bienestar", donde la educación y, sobre todo, la sanidad, estaban a la mano de cualquiera. Es decir, entre las ruinas de un desastre, siempre se puede construir algo nuevo, mejor incluso.

El covid19 no es la gran tragedia, ni de lejos, del siglo XXI. Sí ha sido una global, viralizada por todos los países. Todos han reaccionado con esa cuarentena que ha puesto, sin distinción, a todos y cada uno de los ciudadanos o súbditos o esclavos de las naciones en sus casas, confinados. Una cuarentena que ha sido infinitamente menos dura que las de los marineros que retornaban de Asia o las Indias. Ha habido pan horneado de manera casera, recetas, postres, y gracias a la electricidad e internet, infinitos accesos al ocio. El peor de los escenarios, con familias sin recursos, una sola habitación para seis y pizza de desayuno, comida y cena, son sin embargo el mejor comparado con cualquiera de los que se vivían hace apenas 100 años. Una peste con más nombre que efectividad ha sido contenida por una sociedad que aún no sabe la magnitud de lo que le viene encima.

Intuyo que habrá muchas más pandemias, ahora que el planeta está exhausto a pesar del breve paréntesis que nos hemos dado de mutuo acuerdo. Su recuperación será mínima, comparado con lo que se viene en las próximas décadas. Al presionar y destruir cada vez más lo poco que queda no urbanizado o transformado por el hombre (no dejo de recordar Trantor, aquel planeta capital de metal sin luz natural...) abrimos puertas a nuevas enfermedades y plagas que, no, no son castigos divinos ni del viejo cabrón de Yahvé ni de la Madre Tierra. Es simplemente la vida, la evolución. Tenemos delante, de nuevo, el desastre o la redención. O el camino intermedio. Harari habla de un cambio de paradigma en cuanto a la energía con la que obtener y procesar los recursos. Quizá, hasta que la tengamos, o la refinemos, podríamos pensar en recetas que mantuvieran la cuarentena sobre la sobreexplotación de nuestro planeta. Porque es el único sitio en el que seguimos confinados, sin posibilidad (hasta ahora) de abandonarlo. Quizá recetas donde los combustibles que contaminan y degeneran nuestro entorno se reduzcan hasta quedar de una manera tan marginal como la afición a los toros en España. Quizá recetas donde los nuevos empleos no supongan una carrera estresante hacia una meta inalcanzable de eternos beneficios que son humo e ilusión, y que dejan más escoria que oro. Quizá un nuevo paradigma de menor consumo, más pensado, menos impulsivo, de más calidad que vaya por tanto acompañado de mayor valor. Quizá, en la cuarentena del hogar, hemos pensado, filosofado y recurrido a memes, vídeos y otras píldoras de inmediatez (estaría bien una encuesta sobre si ha aumentado la lectura de libros estos días... pero no creo que se haga) que nos han abierto la mente a reflexiones arrinconadas que no queríamos desempolvar. Quizá muchas cosas puedan pasar, y no todas buenas. Quizá nos venga un modelo de Estado autoritario que impone su autoridad con mentiras. Quizá nos estemos engañando y esto sean los últimos suspiros de un humanismo democrático que muta, como los virus, en humanismo autoritario por la gracia del virus y el miedo que apareja. Quizá ya estemos en ese escenario perfecto donde se combinan Orwell y Huxley, que a fin de cuentas, son Hobbes con otra tecnología. Quizá el pesimismo y el optimismo sean legítimos porque, como la pelota de tenis en "Match point", no sabemos aún dónde caerá.

Nos quedan unos diez mil días de cuarentena, en realidad. De la que, cuando salgamos, o quizá no, descubramos que no hay normalidad, ni nueva ni vieja. Sólo vida. Cambiante, desasosegante, atractiva. Lo bueno, siempre, es que podemos soñar. Y, quizá, un día, cumplir esos sueños.

Un saludo,