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jueves, 3 de abril de 2008

Tempestades en el abismo

Siempre me han encantado las imágenes poderosas, fuertes, que puedan transmitir sentimientos de manera infalible. He pensado que el título es en sí mismo lo suficientemente decimonónico y a la vez potente como para hacer sentir las trepidantes olas, el crujido del mar y el trueno, el agua salada y su espuma batiendo rocas y jugando entre los farallones y arrecifes, mientras los gritos se ahogan y un gran agujero se traga el mundo conocido entre mar y aire...

Dejémonos de ñoñerías. Lo que el título refleja es mi peculiar estado de ánimo. Tensado, como una cuerda; frágil, como un hilo. Me siento caminando alrededor de ese abismo, un abismo extraño, al que hace años renuncié a explorar una vez más. Pero parece que la vida sigue siendo cuestión de azar, de acontecimientos, de locuras. Y hace poco parece que mi vista se volvió a posar en el abismo, en su negra y atractiva sima sin fondo, en aquella pantalla donde proyectar nuestras indecisiones, nuestras debilidades, nuestros sueños y nuestros anhelos. El abismo recibió mis preguntas, mis dudas, mis gritos, y su contestación fue, de momento, la nada.

Ahora mismo, si trato de trazar un plano vital de mi vida, una especie de esquema o juego de coordenadas en el que situarme, no sabría decir bien dónde estoy. Una extraña encrucijada (¿no lo es siempre todo momento de la vida en el que hay más de una opción?) en la cual puedo tomar caminos diferentes, sendas que conducen a una vida ignota, todas ellas, pero en las que puedo prever algunas cosas. Mi experiencia aliada con la imaginación me dice qué caminos no debo transitar, pero también mis impulsos me chillan para tomar esos caminos, por espinosos y dulces al tiempo que puedan ser. Siento, siempre, dolor, punzadas de dolor y oleadas de sentimientos que no logran nublar del todo mis sentidos y mi razón, si es que hay una. Y eso sin duda es complicado. De pronto, he abierto muchos ojos, más de los que tengo, y veo cosas que no estaban ahí, o sí pero las eludía, o directamente ignoraba su existencia. Y ver, siempre, duele y es peligroso.

Decía un personaje de Umberto Eco, en "El nombre de la Rosa", que la risa era el mayor de los pecados, el peor de los sentimientos, pues se pierde todo respeto, incluyendo el debido a un dios cualquiera (en ese caso, el judeocristiano) Yo soy un tipo de reír, demasiado, y sabiendo lo que sé, cada día mis risas son más locas, más desquiciadas, propias de un tipo desasosegado. Muecas de medio lado, sonrisas burlonas, socarronas, de superioridad, displicentes, genuinamente agradables, musicales, chirriantes... río, río demasiado. Río porque las demás alternativas son las de la cordura (¿o es la locura?) que acepta lo evitable.

Me estremezco, porque sé que quien siente dolor, puede sentir placer, y quien siente odio, puede amar sin problemas. Me estremezco porque vuelvo a sentir muchas cosas, como si tras un tiempo aterido en una cueva fría, dormitando tras la tormenta, alguien encendiera una hoguera y calentara mis miembros paralizados mediante friegas enérgicas. Tiemblo pensando en la tormenta, en cómo estalla, despedazando barcos, y a hombres y otros animales. Siento desazón, porque luego quedan restos de astilladas maderas flotando, cadáveres en el agua, voces apagadas para siempre, algún sonido quejumbroso y extraño, y una calma, una tranquilidad, que es irreal, porque es la calma posterior a la destrucción.

Puede que sepa sortear el abismo, pero la pregunta es... ¿quiero?

Un saludo,