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martes, 25 de diciembre de 2012

Navidad...

Llegan estas fechas "tan entrañables" que tienen un común denominador; el arrejuntamiento de los miembros del clan familiar en torno a hogar, consumiendo los alimentos recolectados a lo largo del año en un festín proteico, grasuzo y pantagruélico, necesario para combatir el fuego. Y todo se hace por lo que se hace, por tradición.

Una tradición que no es cristiana. Es sedentarista desde los tiempos en que el ser humano comenzó a cultivar, a crear hogares estables y a vivir controlando un territorio, en lugar de atravesarlo. Más o menos, esto comenzó en Mesopotamia y luego se traslado a Europa, hace unos 12.000 años, siglo arriba o abajo. Que luego se adorne de mil maneras y se le llame, desde que tenemos tradición escrita, culto a Sol Invictus, a Marduk o a Horus, da igual. Eso es el revestimiento. Los mitos son eso, mitos creados por el hombre. Algunos triunfan y se les da categoría de "religión". Hoy convivimos con un mito convertido en religión, el cristianismo.

Lo curioso es cómo la historia es la misma en cuanto a sus factores. A sus hechos concretos. El buen historiador marxista hablaría de infraestructura. Yo simplemente hablo de repetición, de farsa constante. Generación tras generación, como en una versión larga del "teléfono escacharrado", transmitimos falsedades útiles en principio para un fin concreto pero que luego han ido adaptándose y modificándose. Los memes, o los memos, puede ser. A veces, cuando una generación se corta abruptamente por la muerte en guerras o epidemias, se ve claramente la creación de una nueva falsedad. La adopción de la cultura de los vencedores, la creación de una nueva... somos animalicos sociales. Necesitamos mentiras que lubriquen nuestro entorno.

Yo aborrezco la Navidad, lo que significa y lo que es, para muchos. Para mí, individualmente, es recuerdo de discusiones familiares, de tristezas, de dolores de cabeza, de malas noticias, de muertes crueles, de obligaciones que no deseaba tomar ni respetar. Mi iconoclastia puede datarse en comienzo allá por los años 80, con siquiera 8 o 9 o 10 años, cuando decidí llevarme una figura de un Belén. Luego adopté la costumbre de que fuera un romano, una manía como otra cualquiera, o de poner al soldado romano apuntando al niño en el pesebre. También la de mangar una bolita de adorno de árbol, o tantas otras que tuvieron efímero comportamiento. No hice de ello una tradición. Los días de comilona me encerraba en mi cuarto, donde leía o escuchaba música, y salía justo para cenar, comer, pasar un rato y luego huir de nuevo. El momento de fin, de conclusión, era en el año nuevo. Con mi hermano, salíamos al balcón de casa y saludábamos al año entrante con un grito de las entrañas, desde las tripas, aullando con mucha fuerza. Liberábamos tensión. Después venía el día de año nuevo, donde solía darme un paseo entre los despojos de la fiesta. Tuve como tradición unos cuantos años quedar con un amigo y ver una película, elegida por uno u otro alternativamente, hasta que comenzamos a quedar con más gente en sus casas. Una mejora. Lo prefería a salir a una fiesta absurda, innecesaria, molesta y frustrante. Otros años los pasé leyendo un buen libro en la cama, elegido para el momento. Éste, me parece, lo pasaré en mi casa, con mi mujer, tranquilos, y quizá con visita de algún amigo.

Aborrezco éstas fechas. Fechas de colonias y solidaridad en la televisión. De felicitaciones que prefiero hacer el resto del año. De comidas, alcohol, excesos y abandono. Ligereza calculada, libertad vigilada.

Un saludo,