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martes, 23 de enero de 2018

Pa'qué ser culto, oiga.

Me lo pregunto de pasada, por aquello de "hoy toca reflexión". Imagino que mola ser culto, que no culturista (qué cojones tendrá que ver formar músculos con la cabeza, digo) o cultista (eso sí mola más, invocar demonios, primigenios de Lovecraft y otras risotadas) por aquello de que apareces siempre llevando una solución que nadie más puede conocer porque no es tan culto como tú mismo. Un dicho en latín, una frase afortunada, algo. De pronto, como en toda peli, el gafapasta o plasta resuelve el misterio y demuestra que su palidez lectora recompensó un poco. Los cojones.

A mí los libros me han salvado la vida. Literal. En vez de echarme a picos o porros, devaneos y chorradas varias con alcohol y malas compañías, leí mucho. Mucha mierda, mucha lectura curiosa. Devoré la "Dragonlance" que me dejó mi amigo Igor. Metí horas en los librojuegos de "Elige tu propia aventura" porque siempre quería recorrer todos los caminos y acertar a la primera. Transité por los "Puck", "Los Cinco" o "Los Hollister" como todo hijo de vecino. Y me comí las broncas y lecturas recomendadas de mi hermano mayor, referente. "Un mundo feliz" o "El señor de las moscas" me siguen pareciendo terribles (muy buenos, sí, pero sudo al recordarlos) además de lecturas que tengo asociadas a un cabreo mortal por obligarme a leerlos. La cosa es que, junto a Lovecraft y Poe, que me inundaron de temática para jugar al rol, y el rol, y los juegos de mesa, y las figuritas de plástico y plomo que pintaba tan mal como sabía, las peleas con el "Ulises" de Joyce para ligar y mil cosas más, no tuve tiempo de hacer el macarra, jugar a ser macarra, un quinqui cualquiera. También influye que llevaba gafas y jugaba al baloncesto como el más bruto del mundo (rodilla por delante) así que no era material de macarra, de quinqui o de idiota a secas.

A lo tonto, me hice culto. Eso me dicen por ahí. Aunque no sé latín ni griego, reconozco palabras sueltas, y mi inglés es cada día más rusty Meyers (va, mal chiste) y del alemán no tuve cojones de aprender más. He leído de todo, los must y los venga, va. Recomendaciones y hallazgos, libros epifánicos y otros que eran más bien epígonos como yo. Me devoré autores por rachas (Muñoz Molina, Graham Greene, Eduardo Mendoza, Paul Auster, todo tíos, claro) y conjugué novela con ensayo. Llegué a practicar una dieta que hoy más o menos mantengo. Un ensayo, una ficción, sea la que sea. Antes de ser padre podía leer unos 70-90 libros al año de media, aunque aprovechar de cierto, menos. Después, unos 30 puedo mantener, quizá algo más. Depende. Tengo mi biblioteca en casa y en el Kindle. Qué contraste ver miles de libros en un cacharro negro y comparar con librerías Billy cargadas de papel e ilustraciones. Porque el tebeo me gusta, claro. Ah, y veía mucho cine, aunque ahora con el veneno de las series, muy poco.

Culto, digo. Los cojones. Me sale renegar. Creí aprender mucho y aprendí más bien poco. Que sí, que la novela es el sustituto del psicólogo, que leer ayuda a no caer en depresiones y enfermedades mentales gracias a que reconoces eso en otros que estás leyendo. Que que qué. Pero es un cachondeo. Lees y descubres primero que todo lo que imaginas alguien también lo imagina, no hay estanqueidad hoy día, las ideas fluyen como puñeteras aguas y viento, todo el mundo usa redes y llega a conexiones similares y, lo peor; tienen más arte a la hora de expresarse que tú mismo. Una frustración, de sentirse un fistro. De repente te dices, "joder, qué bien escribe fulanita o menganito, qué de puta madre ha encadenado frases, expresiones, palabras, imágenes y sensaciones. Putos cracks". Y tú, mindundi, penando por sacar algo medio indecente. ¿Y para esto te crees culto, cuando aún la gramática te patina y la sintaxis o la ortografía todavía te muerden la nuca?

Si es por pasta, los youtubers e influencers de los cojones sacan más, al parecer. Niñatos y niñatas que transitan por la inexactitud pero captando el momento, atrapando un zeitgeist de esos que a uno ya se le escapa por viejo esclerotizado. Prematuro. Y si un chaval hace algo que emociona, rápidamente cae en el voraz circo de los viejunos y los pares, que le atizan hasta la médula. Bueno, como siempre. Es un mundo descarnado, baby. Aquí no hay reglas, sólo carroñeros.

Yo creo que ya a nadie le importa nada "La Odisea" y menos "La Ilíada". Que Shakespeare quedó atrapado en las islas esas del brexit y aquí ni Calderón se la menea. Ni te digo Quevedo o Santa Teresa. "El Quijote" pocos o ninguno lo leen ya. "Harry Potter" se enseñorea (y lo repetiré siempre, joder; Ursula K. Leguin puso todos los cimientos con Ged para que Harry fuera... todo lo que es) y las sagas de adolescentes mejunjados de referencias que no conocen imperan. Leer por placer es un Ken Follet o similar. Tochos que hagan creer que no desperdicias tiempo en sexo y cotilleo si no que aprendes hasta Historia. Ser culto es una lacra. Crees abrir los dos ojos como lunas que pillan todo rayo de sol y, en realidad, sólo piensas en dormir y cerrarlos bien cerraditos. No sirve para nada. Pa'ná, señá Encarna, diría un castizo. Y bien dicho. Valle, Berlanga, volved, que tenéis material.

Que no me quejo, eh. Conste. Me molan los iletrados. Al haber tantos, uno quiere sentirse mejor porque se cree mejor y lo del ciego, el tuerto y todo eso. E inspiran algo de mesianismo didáctico. "Venga, que te enseño ya algo...", cosa que, en mi caso, es ridícula. Aprendo cuando escucho, callo y observo. A veces lanzo un anzuelo, porque si no, no muerden y sueltan lengua. Y disfruto tratando de descubrir qué lee la gente. Porque la gente lee. Historias en Twitter o cotilleos en Facebook. Pero lee. Joder, todo el mundo lee. Y wikipediando todo lo que no sabe, portal de inicio al que les lleva la curiosidad cómoda de googlear. Yo lo hago, copón. ¿Por qué eso va a ser menos que irse al índice de un buen libro, enciclopedia o diccionario?

En fin. Que me iba a quejar y me doy cuenta que no tengo motivos. Como siempre, claro. Más me duelen tonterías diarias, e incluso esas son eso, así, tonterías.

Va, leed lo que os pete. Pero si ejercéis el criterio, y eso se hace siendo culto, que no culterano o luterano, mejor. Sandoconsejo de hoy. Podéis ignorarlo. Y la graforrea de arriba.

Un saludo,

jueves, 11 de enero de 2018

Las reglas del juego.

Quizá venga al pelo la magnífica película de Jean Renoir, "La regla del juego", sobre lo que voy a reflexionar y opinar (y recalco, OPINAR) para ilustrar un curioso asunto.

Iniciemos. Todos aprendemos de niños que los juegos a que jugamos tienen reglas. Tratamos siempre de saltárnoslas y hay diversos métodos para encauzar al niño, ya sea dejando el juego, modificando ligeramente las reglas para adaptarlas al pequeño, dejarle ganar alguna primera vez, alternar diferentes juegos... la idea es que aprendan que hay un sistema normativo que envuelve su actividad concreta, la lúdica (realmente, toda actividad...) y su modo de relacionarse con los otros participantes de dicho juego. Bien. La tentación de hacer trampas (al inicio, burdamente, incluso soltando a veces un inocente "no mires" que preludia la trampa, pero más adelante exhibiendo ya artimañas elaboradas y sigilos propios de ninja) es constante, siempre. ¿Quién no ha deseado hacer trampas en los deberes, un examen o trabajo, en las entrevistas, en un trabajo para ascensos, y, siempre, en una relación? Ulises, el primer ejemplo de mentiroso, es hombre y usa el lenguaje como medio para sus fines. Mintiendo, claro.

Bien. Hemos llegado a un punto que es el de las relaciones entre hombres y mujeres. O entre mujeres y hombres. Permítanme acérrimas defensoras del lenguaje inclusivo que, siendo hombre, no por otra cosa, ponga "hombres y mujeres". Me conozco más a mí que al sexo femenino, y no por ser del sexo masculino, si no por ser yo mismo. En suma, dejaré de pedir disculpas por adelantado (una cuestión que puede explicarse por lo que más adelante narraré) y paso al punto ese de las relaciones.

Dos personas suelen relacionarse en base a un primer paso que es el del prejuicio. Observamos, escuchamos, y aplicamos una categoría que hemos aprendido (APRENDIDO) a lo largo de los años. Si eres niño, que las niñas son débiles, lloronas, imprevisibles, arteras, manipuladoras, más paradas y cobardes, histéricas, y tienen (si estás en esa edad de hormonas ya revueltas) una capacidad de complacer más amplia que la de uno mismo con sus mañas o manos. Prejuicio aplicado. Después está el segundo paso. Escuchas, ves, (entendiendo que te atrae la otra persona tanto por amistad como por interés sexual o por mil motivos diferentes) y puedes comprobar que ni es tan débil, ni tan llorona, ni tan imprevisible, ni tan artera o manipuladora ni tan cobarde (prudente puede ser por el prejuicio, basado en realidades, de que los hombres tendemos a la violencia) y ni mucho menos histérica. Y que si tiene, como tú mismo, las hormonas revueltas y os gustáis, puede que podáis aplicar la capacidad de complaceros mutuamente. O sin necesidad de hormonas, puede haber complacencia en mil cosas diferentes tan importantes o poco importantes como el sexo. Pero las señales siguen siendo necesarias. Así, al inicio, en esa edad temprana, no las reconocemos porque no las hemos vivido, partimos de la experiencia ajena, de la educación recibida, de las ideas y expectativas. Por ejemplo, somos incapaces de ver la pupila dilatada, la sonrisa, el gesto en el pelo o la postura corporal. Podemos intuir, pero no saber. Y errar. Y equivocarnos. Y en el error, aprender. Por entendernos, es como iniciar una partida de mus con las cartas sin saber qué representan, qué valor, cómo se juega cada ronda y qué significan esas señales con los ojos, la boca o la lengua que se hacen los contrarios...

Vayamos a la experiencia ajena y la educación recibida. Normalmente, nos educan generaciones previas a las nuestras, de entre 15 y 50 años, pongamos, de distancia. Eso significa que ellos no se han adaptado al nuevo tiempo con la misma celeridad y hacen de su hábito, y costumbre, ley. Hoy no me sorprende leer en páginas como Ascodevida, TL de Twitter, estados de FB, antiguamente cosas en Tuenti, y más y más redes sociales además de periódicos, foros y tal, diatribas contra la actuación de chicas y chicos. Siguen vigentes términos como "calientapollas" o "torpe", según se aplique a una (siempre con más virulencia...) u otro. Existe todo un catálogo de situaciones en las que los hombres suelen cagarla, como las mujeres. Y es curioso observar que, si es cierto la mitad de lo escrito (dudo de la veracidad de casi todo) las reglas del juego siguen siendo más o menos las mismas y más o menos cambiantes en las formas pero no en los contenidos. El aprendizaje sigue adelante, claro que sí. 

Si descontamos a los hombres que creen que pueden hacer a pesar de la resistencia o negación ajena lo que quieren (y ojo, sea con mujeres o con hombres, porque el caso  de esos hombres -y mujeres, que diría Loreta- es porque su educación les lleva a cosificar al resto, categorizar, quedarse en el primer paso sin más del prejuicio) y que, por tanto, necesitarían una reeducación (no hablo de campos en Siberia, Burgos o islas desiertas...) el resto somos (me incluyo) una nebulosa que tememos siempre lo mismo. Cagarla en el juego por desconocer todas las reglas y/o carecer de las destrezas suficientes para jugarlo.

Las reglas del juego de la seducción o la pareja no son claras. ¿Qué es pasar la línea? ¿Qué línea? ¿Quién la traza? ¿Sobre qué fundamentos la traza? Los movimientos pueden parecer agresión y las parálisis, indecisión igual de grave. ¿Quién inicia el cortejo? ¿Cómo es ese cortejo? En muchas culturas varía, tanto en lo geográfico como en el tiempo. Puede ser ella o puede ser él. Transgredir esa norma es siempre un acto rebelde que puede producir inesperadas consecuencias. En "El hombre tranquilo" (que siempre recordarán como película machista y bárbara donde John Wayne le pega azotes a Maureen O'Hara y luego la arrastra por un prado hasta devolvérsela a su hermano, arrojándola con desprecio, y que como película machista y bárbara debería desaparecer quemada en una hoguera según ciertos polos extremos...) el cortejo comienza cuando éste, el hombre, ofrece agua bendita de la pila a la mujer tras salir ésta de misa. ¿Eso es acoso? Previamente hemos visto los encuadres donde ambos se regalan miradas y gestos llenos de complicidad y tensión amorosa (no diré sexual, que luego me crujen) y por tanto, entendemos como espectadores que ambos se gustan, usando jerga que no pasa de moda.

Mil señales a las que estar atentos y que, sin embargo, pueden conducir a errores. La femme fatale de la novela negra es un ejemplo insuperable de prejuicio del que aprendieron muchos. Algunos volverán a acusar de misoginia a los Hammett o Chandler (qué viejuno soy, sí) por meter esos papeles no protagonistas de mujeres terribles que conducen a trampas mediante seducción a los hombres. Yo sigo penando por la dureza que supone para Bogart mandar a Mary Astor al cadalso, sabiéndose enamorado. O me da pena la torpeza infantil de Fred McMurray frente a una maquiavélica ama de casa como Barbara Stanwyck (qué viejuno soy, sí) y los miles de arquetipos similares donde el hombre duro queda convertido en arcilla en las manos de ellas. Es una forma de mostrar, desde el lado de la masculinidad, que los hombres también se equivocan y por muchos bofetones o golpes que den a las mujeres tratando de reafirmarse, son torpes, tontos, débiles y manipulables. 

Quizá la receta sea simple; confianza. Confiar en que la otra persona entienda qué sucede y que estáis en el mismo plano de existencia. Lógicamente, hay líneas que creo inamovibles. Si una mujer dice "No" con la mirada, con las manos, con la palabra, es no. Simplemente. No. El juego ahí no va de insistir. Va de reconocer. Hay noes firmes y claros. Y aunque pueden existir noes que invitan a reformular, será siempre dentro de las reglas de ese juego privado. En la seducción, inmersos ambos, hay un juego que sólo ellos dos conocen. Hablo de dos. Quizá pueda ampliarse, pero no sabría escribir sobre eso. Como digo, ellos dos conocen sus reglas. Propias y externas. Las propias son más ricas, pues se intercalan con las ajenas y están en constante construcción, modificación o derribo. Pero al inicio, sin confianza, aunque uno se lance de buena fe, puede errar. ¿Por qué? Porque no conoce las reglas, tiene únicamente las sociales, las de su entorno. Educación, educación y educación...

Ahora mismo hay una campaña nacida de las denuncias contra Harvey Wenstein (#Metoo) que ha subido y engordado hasta llegar a los Globos de Oro con Oprah Winfrey (un icono de tantas cosas en EEUU), aumentando con denuncias contra James Franco por parte de tres mujeres que le acusan de abusos o molestias o acoso (curiosamente, justo tras ganar un premio, aunque me han explicado que motivadas por la chapa que lucía James Franco en lo que es un alarde de cinismo...) y por el camino, llena de declaraciones torpes o balbucientes de personajes como Woody Allen o Quentin Tarantino, entre otros, además de un carromato lleno de palabras, buenas y malas intenciones, recordatorios (directores como Polanski) y casos nuevos o ampliados (Oliver Stone, Ben Affleck, Lars von Trier, Louis C. K., Steven Seagal, y muchos más) que a algunas (como el manifiesto firmado en Francia por Catherine Denueve y otras, tintado de antiamericanismo de manual) les parece una Caza de Brujas. Entendiendo aquel término como algo inserto en el Macartismo y no, por una vez, en el Imperio Español. Ya tenemos un clima.

Twitter y FB se han llenado de denuncias al hilo de esa campaña, y periódicos como El Diario publican una sección de "micromachismos" o prestan atención constante a casos concretos que las personas (mujeres, en su mayor parte) envían. Me parece bien que exista el clima. Me parece perfecto que las mujeres que se hayan sentido acosadas, que hayan sufrido abusos o que hayan sido víctimas de agresiones tan graves como una violación, lo denuncien. Me parece imprescindible que exista una punibilidad de dichas acciones acorde a las mismas, esto es, justas, y que reciban atención, ayuda y compensación por lo sufrido, máxime si estaban en situaciones de desequilibrio (profesional o económico) propicias al abuso de poder. Me parece necesario que exista una educación social donde hagamos del trato entre hombres y mujeres o mujeres y hombres algo igualitario, real. Que no se quede nadie en el puñetero primer paso del prejuicio, opinión y creencia sin más, cosificando, haciendo objeto al sujeto. Creo que es necesario impregnar la sociedad de esto, que no sé si es feminismo o simplemente búsqueda de la igualdad.

No voy a oponer ningún "Pero..." porque a lo dicho no hay peros que valgan. Sí me reafirmo en las preguntas previas. Podría escribirse un libro titulado "ligar en los tiempos del #Metoo sin perecer en el intento" o similar, que seguro quedaría obsoleto a los dos días, porque como he dicho, el juego del cortejo, de la seducción (no me gusta el uso el término "conquista", que implica muchos matices a los que deliberadamente renuncio...) y de la relación sensual y sexual es complejo y se formaliza mediante reglas subjetivas, muy personales. Y me asalta una nueva cuestión... ¿Es posible criticar algo sin caer, de pleno, en uno de los monolíticos bandos que siempre, en esta cada vez más sociedad binaria, se conforman? Porque antaño creía que los matices, las escalas de gris y los equívocos eran la esencia que entretejía el ser humano, pero parece últimamente que, como en las películas clásicas de Star Wars, todo se reduce a una lucha entre lado Luminoso y lado Oscuro. Y lo mismo que términos llenos de promisión como "libertad", "humanismo" o "democracia" han sido dados de sí, ensanchados por tantas y tantas cuestiones ajenas metidas a capón, me temo que esté pasando algo similar con otros que no mencionaré, porque dicen que un hombre hablando de esos temas está prohibidísimo y además de ilegal, engorda. Mi duda es, ¿puede todo movimiento no perderse en dicha dinámica, llegando a sitios que no eran el objetivo inicial?

En fin. Una reflexión y opinión que, como la de cualquier hombre o mujer, vale lo que vale. Mientras, me sigo quedando con las reglas de cualquier juego de rol, que tienen como primera y máxima principal la de "si alguna de las reglas de éste manual os impide la diversión, no la apliquéis, obviadla." Qué de sabiduría, y, cómo no, tiene que venir de lo más importante; un juego.

Un saludo,

miércoles, 3 de enero de 2018

Fobias.

Todos tenemos alguna, reconocida, oculta o latente. En mi caso, pasé años sin reconocer que me aborrecen los caballos. Lo siento por los equinos, no puedo estar a su lado tranquilo. Siento pánico, necesidad de irme y algún sudor. Puedo ver "Bojack Horseman" pero no estar al lado de uno montado o suelto. Me da menos miedo un toro, aunque le respete. No es racional, aunque alguien piense que tengo algún episodio de infancia reprimido o similar. No lo sé. Tengo una foto que demuestra que monté un poni, al menos una vez.

María Elvira Roca Barea ha escrito un libro titulado "Imperiofobia y la Leyenda Negra", un ensayo best-seller sobre las reacciones que provocaron imperios como Roma, Rusia o EEUU, centrándose más, al final, en España y su Leyenda Negra (que no requiere epíteto para situarla, por cierto) y tratando de entender ese odio a los imperios (lo califica de un tipo de racismo con soporte intelectual y además bien visto) y las consecuencias. Desde la primera página (prólogo de Arcadi Espada) uno ya sabe qué ideología tiene o parece tener la autora. Y no muestra miedo en decirlo, pues queda claro que la subjetividad afecta al estudio de la Historia. Porque, como disciplina sobre la humanidad, está contaminada de eso. Humanidad.

Yo he leído el ensayo seminal de Julián Juderías hace ya tiempo. Me gustó. Está escrito con un tono de risa vengativa hacia las potencias de Francia, Gran Bretaña o Alemania en el momento de la Gran Guerra. "Esos países que tan civilizadamente se han lanzado a la masacre y no como nosotros, neutrales..." algo así recuerdo que decía, destilando veneno contra ellos en la tinta. Un lenguaje de época, grandilocuente, mezclando hechos con pasión. La autora desde luego ha recobrado esa porción de estilo, me parece. Me gusta leer todo tipo de ensayo histórico y, si es posible, sobre temas controvertidos que me atraigan. La Leyenda Negra es uno de ellos, por cómo cae pesada encima de los españoles y el resto de países, sirviendo de coordenada para calibrar mediante prejuicios la actitud hacia el otro. Un ejemplo. En marzo de 2017, de viaje por el Muro de Adriano, coincidí con un tipo, Andy, representante en Europa de Konami, unos 50 años, con quien mantuve una conversación de casi dos horas de todo un poco y donde pude observar su percepción (británico culto, anglicano, padre de familia, viajante) sobre España. Me llamó la atención cómo, tras debatir sobre diversos temas (la Armada y la contraArmada, la Inquisición y las persecuciones religiosas, el exterminio deliberado o accidental de los indígenas americanos...) había mucha actualidad y presente en nuestras relaciones, lastradas por hechos que se ven diferentes según la construcción del relato hecho. Y la simpatía personal abrió el camino a la aceptación de la crítica ("Isabel I sobrevivió en el trono de milagro, María Estuardo recibió una propaganda feroz y falsa, igual que Felipe II") y el diálogo completo, constructivo. Pero son casos aislados. En Holanda y Bélgica he visto muestras de esa hispanofobia, producto de la propaganda que no cesa. En Londres, trabajando, también. Los sucios y vagos hispanos que no trabajan y hacen pillaje, degenerados. En Berlín, en Viena... incluso en las amistosas Lisboa o Roma. En Francia es muy claro el complejo. Viajar abre la mente porque ser visto desde fuera hace que te preguntes, a la manera de Camba, cuáles son las maneras de ser español.

En estos días inciertos de 2018 donde aún no sabemos si la virtual república catalana será real o quedará en el mercado de las bitcoins, sigo viendo las fobias que avivan muchos, de uno y otro lado. Y reconozco que hay fobias que son, puramente, prejuicio racista. Yo he expresado alguna vez mi fobia al sur de España, o más claramente, a lo que habita bajo la discontinua línea que zigzagea desde Oporto, León, Madrid, Zaragoza y Tarragona, y limita con ese sur imaginario. Es una fobia producto de muchos prejuicios y caracteres. También tengo fobia, adquirida, a Nápoles. Mucha. Pero son fobias transitorias. Si viajo a esos lugares del sur suelo encontrarme a gusto. Igual que a disgusto en algunos lugares al norte de dicha línea. Porque los lugares, los territorios, son pamplinas, estupideces, por más que impriman huella en sus habitantes. Son las personas que los habitan quienes me caen bien o mal. Igual que sus ideas las comparto o no, aunque luego sus actitudes y formas de actuar puedan ser discordantes o acordes a mi percepción de lo que me parece agradable o correcto. Las fobias son así. Irracionales. E irracionales son nuestros planteamientos, todos, puesto que parten del prejuicio, del desconocimiento, de la composición falsa. Pero cuando las fobias se atizan como hechos reales, propaganda (invento protestante, qué bien lo define Roca Barea...) buscando con ello un resultado que viaja al racismo y a la xenofobia violenta, buscando el aniquilamiento, sea físico o espiritual, del otro, pues... me jode. Porque se ha cruzado la única línea que considero inviolable. La de acabar con el otro por el mero hecho de ser eso, otro.

Ser español es un accidente, como lo es ser francés, alemán o etíope. De hecho, ser de Madrid o Carabanchel, de Lyon o el distrito 14 de París, de Berlín o de Brunswik, ser Afar o Mursi, son puñeteros accidentes. Ser un ser humano es un accidente cósmico, irracional, sin plan alguno en ello. Ser, a secas, es fortuna. Suerte. Ser y pensar. Ser y disfrutar conscientemente de ser. Ser negro es un hecho que se remonta a un par de millones de años, creo, mientras que ser blanco es algo accidental de los últimos 15000 años o así. Tener ojos claros u oscuros es riqueza genética, como pelo liso o rizado. Una vez asumido que somos accidentales, contingentes y no necesarios (como decían en el pueblo de "Amanece que no es poco") la vida se ve de otra manera, más tranquilamente. Los grandes monolitos que establecemos como hitos pierden su magnitud y hasta las estrellas nos parecen amigables. Por eso, las fobias, aunque normales, aunque impresas en nuestra genética, ceden ante la observación real, calmada, ajena.

Los caballos me parecen fascinantes. Pero no quiero tocarlos. Sé que su piel es atractiva y el pelo cepillado, precioso. Me parece una experiencia montarles y cabalgar. Si es la mitad de divertido que ir en bici, querría probarlo. Pero no por ello dejo de tenerles fobia. Porque, como he dicho, es irracional, incontrolable, aunque comprendiéndola, sé que lo llevo mejor, porque no dejo que me domine. Quizá, si todos jugáramos a ese juego, a comprender nuestras fobias, se atenuarían tanto que no nos daríamos cuenta de que las tenemos. No sé si em comprenen...

Una salutació,