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martes, 23 de octubre de 2007

Demasiada cultura - Paradoja

A veces siento que el fast food es un término aplicable a todas las cosas. La cultura, por ejemplo. De pronto, pontifican sobre miles de temas cientos de personas diferentes; un César Vidal (orondo y demagogo) escribe hoy de Egipto, mañana del Caudillo y pasado del Medievo (¿Será siempre él?) o para más burla, escribe su El Camino a la cultura emulando el de Balaguer pero en laico (¿O no?). Y no sólo un Vidal, un Moa (Tipo que cambió la pistola por un bigote, y con él armado se dedica a apostolar también contra la malvada izquierda) o incluso un inefable Losantos (Tiene un libro muy bueno, La última salida de Manuel Azaña... quién lo diría) si no que todo perro pichichi habla, escribe, comenta sobre qué es la cultura. Hasta yo mismo. Y con qué cinismo.

La cultura, como todo, es un bien. Un bien producido intelectualmente, pero un bien tangible. Y como tal, nos tratamos de apoderar del mismo. Acumular bienes. Y algunos son como ardillas, guardando en el tronco de su árbol libros, o películas, o música, o cómics, o fotos, o pinturas, cualquier cosa, en definitiva, susceptible de llamarse "cultural". Pero sucede muchas veces que ese almacenar trastoca la vida de uno. No hay vida para leer todo, ni para ver todas las películas, ni para escuchar toda la música, ni para ver todas las imágenes... no hay tiempo para percibir con nuestros sentidos todo lo que otros seres humanos producen. Y eso es problemático.

Por tanto, como con todos los bienes, tratamos de elegir. Unos deciden tomarse las cosas con calma; rechazar ciertos escritores o libros, evitar ciertas películas, no escuchar determinada música. Y en este continuado desbroce, eliminando lo que no se quiere, acaba encontrándose lo que desea o, mayormente, lo que no sabía que existía pero estaba ahí esperando. Mi hermano, trabajando como basurero, dió con la clave. La vida es un vertedero donde buscamos o encontramos.

También influyen mucho las posibilidades de cada uno; hasta que comencé a trabajar, mis visitas a las bibliotecas eran casi diarias, y allí tomaba libros y música y de todo, y trataba de leerlo todo, de oírlo todo, de verlo todo. Pero la memoria en algunos es escasa. Es mi caso. Por eso, cuando gané mi primer dinero, casi lo gasté entero en libros. Libros de escapismo, de diversión, de literatura fantástica o histórica, pero siempre, a mi juicio, intrascendentes.

Ahora compro lo que quiero leer y sobre todo, releer. Muchas veces me descubro insomne rebuscando un libro leído hace años en las pequeñas estanterías donde los guardo, abigarrados y esperando su turno. A veces incluso hay libros que tengo y no leo, no me atrevo, esperando un momento adecuado. Y otras, los disfruto tanto que los prestaría si no fuera porque odio dejar libros. Con las películas me pasa algo parecido, pero menos. Son más asequibles, y por tanto, menor problemáticas. Pero un libro...

Creo que hay demasiados productos culturales en el mundo. Lamentablemente, como siempre, la superproducción se da en donde sobran recursos. Para mí, un libro tiene el valor de un arado en Etiopía. Para un etíope, su vaca vale más que todas las bibliotecas de Europa. El relativismo que otorga absoluta prioridad a la cultura, finalmente hace que perdamos muchas veces la perspectiva. Y así estamos, con demasiada cultura... tanta, que olvidamos cuestiones más esenciales. Aunque las leamos en los libros.

La xenofobia dicen que se cura viajando. El nacionalismo también. Pero la misantropía, por el contrario, nunca se cura, aumenta siempre, más si viajas, más si lees, más si ves películas, más si conoces más el mundo alrededor. Al final, los misántropos serán los últimos humanistas, porque ellos perciben a la persona única, al individuo, no al grupo. Puede que sean los últimos anarquistas feroces, capaces de defender irracionalmente la extinción de la raza humana porque, al fin y al cabo, es el individuo el que cuenta, no la masa...

¿O habrá cura para la misantropía?