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viernes, 22 de noviembre de 2019

Conciencia de lo absurdo - "The Crown".

La serie de Netflix, "The Crown", es una serie maravillosa. Rodada con dinero, exteriores magníficos, interiores lujosos, y sobre todo, actores de una enorme calidad. En sí misma, la serie es un mensaje de lo que cuenta. Lo cara que es la monarquía británica y lo que cuesta mantenerla, pero lo que significa (en términos de entretenimiento, como la propia serie) para todos. Es innecesaria, pero a la vez, muy útil. 

¿Para quién? Se querrá pensar. El "cui bono" omnipresente y necesario para comprender cualquier proceso en la vida. Pues es la gran respuesta. Para todos y para ninguno. Los que apoyan la monarquía británica (se pueden hacer paralelismos con cualesquiera otras) la sienten como el puntal de su sociedad, la clave que otorga a su existencia un significado, raspando el vacío con oropeles y coronas, carrozas doradas y simbologías varias. Los que la odian o desean erradicar, porque sin ella no tendrían un enemigo perfecto en el que volcar sus ideas de derroche absurdo e innecesario. Todos contentos. ¿No?

Hace mucho tiempo, leí una frase que contiene gran parte de esa conciencia de lo absurdo. Es muy propia, muy nuestra. "Contra Franco vivíamos mejor". De ese insuperable que es y fue Manuel Vázquez Montalbán. Un poeta de la prosa. Con la reina del Reino Unido viven bien muchos, y contra ella, también otros muchos. Y en la serie, claramente, se ve ese drama personal que ellos viven (la reina, su hermana, sus maridos, sus hijos, especialmente en el caso de Carlos) donde su existencia es un azar lleno de absurdos que han de aceptar como naturales o normales. 

Todo un alegato, en realidad, de desarrollo del existencialismo. Trasladado a Buckingham Palace y aledaños.

Un saludo,

jueves, 17 de octubre de 2019

Un plan de conciliación real para todos.


Desde hace ya más de una década, trabajo para el Servicio Madrileño de Salud. El llamado "Sermas" (o ser menos, según se mire). En todo este tiempo he vivido situaciones ilegales y arbitrarias, como el echarnos de un hospital para poderlo privatizar a gusto, y que nos desperdigaran por la Comunidad sin mucho orden ni concierto. En este tiempo, he vivido también el nacimiento de mis hijos, y la consiguiente necesidad de disponer de tiempo para cuidarlos cuando las circunstancias lo requerían.

Primero de todo, decir que creo que cualquier persona que trabaje y tenga hijos DEBERÍA poder conciliar esa vida con la crianza. Los hijos siempre son el futuro, se nos dice, pero, paradójicamente, se nos niega el poder crearles ese futuro. Hay muchos temas que me preocupan, y voy a listar sólo algunas propuestas que, si es usted político o conoce a quien redacta los programas, le sugiero meter y aplicar.

1. El huso horario. Aceptémoslo. Somos un país estúpido. Mantenemos un horario que es infame. No se corresponde con las salidas y puestas de sol, y con sólo retrasar una hora, todo será mejor. ¿No me creen? Fue después de la última guerra civil y las ganas de congraciarse con Hitler que se abandonó el huso horario hasta ese momento usado (GMT) y se adoptó el de Berlín (por ir en hora con los nazis) y lo que necesitamos, así por aquello de ritmos circadianos y mejor estilo de vida, es volver al GMT retrasando una hora. Y comer a horas más racionales. Las 15h no es hora de comer. Ni las 22h de cenar. Comer sobre las 13h y cenar sobre las 20h es, según mi experiencia, una bendición para el cuerpo.

2. Los horarios comerciales, laborales, jornada semanal. Reitero, somos estúpidos. Las liberalizaciones de horarios son ridículas. ¿Quieres comprar algo a las 12 de la madrugada? Vaya, sí que corre prisa, todo debe ser inmediato y la previsión es... 0. No, amigos. Las personas que curran quieren tener vida. Y no la tienen (salvo si son chinos con un establecimiento "para todo" y tienen su sofá-cama en el lateral y una pequeña televisión o un portátil para ver sus series favoritas) si trabajan horarios ridículos. ¿Necesitas el último modelo de Zara a las 22h de la noche? ¿Desde las 10 de la mañana no podías ir a por él, ni en fin de semana? Por favor, respeto. A eso se unen las jornadas largas, ineficaces, innecesarias. ¿Producimos más estando más horas? Todo parece indicar lo contrario. 40 horas son muchas, 37'5, también. Las 35 e incluso las 30 parecen más acertadas. Además, ¿No es buena manera de repartir el trabajo? Sin contar que las horas extra desaparecen cuando se ficha, una necesidad a adoptar ya pese a la ley, en serio. Otro día, si eso, hablo de las relaciones laborales internas que no facilitan, por muchos motivos, una adecuada conciliación...

3. Las jornadas de colegios, guarderías y demás. De locura. Institucionalizamos a nuestros hijos desde que son bebés. Que no es malo, socializan y aprenden, y los cuidan mientras nosotros obtenemos los ingresos para cuidarles. Una extraña espiral. Pero los horarios son infames. Menos mal que hay jornadas partidas y comen en colegios, pero los institutos (un tema también a hablar aparte) son horrendos. Siete horas sin comer. ¿En serio? Y las extraescolares que añaden jornada. Porque seamos sinceros, si no se tiene abuelos, madre con jornada reducida (son ellas las que, en un 90%, siguen reduciéndose su jornada) familiares o persona contratada, se buscan extraescolares que duren hasta las 18 o 19h. Así, les metemos casi 12 horas a los niños. Normal que salgan zombies.

4. Institutos. ¿En serio fue buena idea adelantar la edad de secundaria? Los doce años no es una edad muy madura, que digamos, y menos para pasar de un colegio donde, si es como lo anteriormente descrito, comen sobre las 12.30-13h y salen sobre las 16h. Pero ahora de pronto salen a las 14-15h, comen a las mil y están agotados. De pronto, les empujamos a una adultez que no debe llegar así, a bofetones. Y al mismo tiempo les sometemos a una infantilización que no es normal, negándoles independencia. Retrasen de nuevo la edad del instituto o la secundaria a, por lo menos, un año más de edad. Y que sea con jornada partida, que puedan comer.

5. Horarios de trabajo. Me criticará ahora cualquiera diciendo "qué bonito, pero si alguien debe estar en su puesto de trabajo X horas, debe y punto". En la lógica empresarial siempre me ha hecho gracia el "no somos imprescindibles" pero "ay de ti como faltes". Copón, los jefes existen para organizar horarios, cuadrantes, y establecer necesidades, no para ser muros de piedra mediocres incapaces de gestionar correctamente su trabajo (por el que se supone les pagan) Si un puesto con dos personas a 20 horas semanales cada una, con complemento de jornada según necesidad, funciona mejor que otro de una persona a 40 horas semanales, ¡hacedlo! Pero el miedo a errar es lo que tiene, paraliza. Hay numerosas estrategias, y muchas empresas grandes ya las están usando, con jornadas incluso de 30 horas, o a la carta según necesidades de los hijos. ¿Resultado? Mejores producciones, más felices y motivados los empleados. Qué cosas. Flexibilizar las entradas, salidas, estableciendo modelos de objetivos o resultados antes que presentismos caducos. Que sí, un dependiente debe vender en su tienda físicamente presente. Pero, en serio, ¿cuántos puestos hay que puedes trabajar con un PC y una conexión hoy día? ¿Y un móvil? Piensa si tu puesto puede funcionar así. Si la respuesta es un "sí, pero..." el pero que manejas es lo que debe cambiar.

6. Respecto a la infancia. Está de moda la "perspectiva de género" en muchas cosas. Historia, derecho, urbanismo... Prefiero una perspectiva de humanidad. Niños y niñas requieren espacios, en las calles, en las ciudades. Espacios controlados, más o menos, y fértiles para ellos. Las ciudades requieren menos ruido de coches y más de risas y juegos. Las calles, menos asfalto y más columpios. Anchuras y peatonalizaciones, transporte público que piense en bebés, niños y mayores, y por supuesto minusválidos (dirán "diversidad funcional", pero la realidad es que hay que establecer un fiel para medir qué es válido y, si te faltan dos piernas, puedes hacer otras cosas, pero tienes dos piernas menos y lo de correr, saltar o tal, pues como que no, salvo prótesis impresas en 3D) así que, en suma, un urbanismo más abierto afuera y menos cerrado como sucede en ciudades grandes. Madrid es un paradigma. Se ha derribado la calle hacia fuera para crear pequeñas ciudades (urbanizaciones) que son hacia dentro, al modo de villas romanas de la crisis del II-III d.n.e. Pero eso no es un modelo que funcione. Se necesita juntar, mezclar, barajar y jugar. Y eso se hace en el espacio más público de todos, la calle. Más en nuestro país, regado de sol y agua casi todo el año. Los niños requieren otra socialización que no sea la del televisor, las pantallas zombificadoras y demás. Juegos, juegos y más juegos. El ser humano crece jugando, no de otra manera. Y todo debe ser juego.

7. Siempre pongo al menos un punto 7. Vacunad a los niños. No todos los valores son igualmente defendibles. Aunque en las charlas de igualdad que el menda ha recibido (en entorno laboral...) se diga que "debemos respetar todos los valores", no, lo siento, me niego (no respeto el valor de un nazi, por ejemplo, proponiendo un progromo para mejorar la raza...) Hay valores que son superiores no por una concepción moral, sino empírica; vacunar nos ha permitido crecer como especie. La eugenesia, aunque suene nazi (es más bien británica y americana) se lleva aplicando siglos. Que la protección a los desfavorecidos es esencial, primordial, y eso implica una sanidad  pública fuerte. Que debemos potenciar los valores más intrínsecos de la humanidad; cercanía, ayuda, respeto, crecimiento, diálogo, juego. ¿He dicho juego? Sin juego no somos nadie. Jugamos toda la vida, aunque creamos con mayor seriedad que al ser más adultos el juego no es tal. Y protestemos si algo es injusto. Lo injusto es muchas veces percepción subjetiva, pero otras no, es meridianamente claro.

En suma, si lees, eres político y te apetece, propón estas cosas. Yo quiero un entorno laboral en el que irte con tus hijos al médico o quedarte cuidando de ellos no sea motivo de enfado, recelo o acoso. Menos si eres hombre (y no mujer, que parece lo "normal" aún hoy día...) y más si realmente lo hacemos pensando en el futuro. Nuestros hijos.

Salvo que seas extincionalista. Si quieres que nos extingamos, pues no apoyes nada de todo esto. Pero pásate pronto al existencialismo, abandona el hedonismo y recorre el absurdo más ionesco que conduce al suicidio. De nada. :)

Un saludo,

martes, 15 de octubre de 2019

"¿Cu-cu? ¡Tras! Peek-a-boo!!"

No todo me sorprende ya de la misma manera, pero es porque me siento más firme en muchos de mis conocimientos. Suene a suficiencia hiperbólica engreída o no.

El lunes ya sacaron la sentencia del Tribunal Supremo sobre los hechos de Cataluña. Rápidamente, todos han empezado a incluir este episodio en su relato, sea el que sea ("hemos parado un golpe de estado" vs "nos han tratado con injusticia") De hecho, llevaba en el relato de cada cual mucho tiempo ya, sin necesidad de emitir sentencia. Todos tenían clara la reacción, sin que sorprendiera a nadie lo que iba a pasar. Como en el "tune" de las viejas cadenas musicales, si desviabas el marcador mucho a un lado, el ruido era infernal, y lo mismo al otro lado. El punto intermedio era siempre voluble, dependiente de las ondas y vete a saber qué más factores. Lo mismo aquí.

Si uno es defensor del Estado de Derecho (una cosa que suena franquista) y cree que estamos en una democracia, la sentencia se lo reafirma. No es rebelión (nadie sacó tanques a la calle) si no sedición. Que suena al chiste montypintiano de "seiscientos sediciosos Saduceos" pero que está tipificado claramente en el Código Penal actual (Título XII, Capítulo I) y que no es, ni de lejos, como el de rebelión. Se ajusta el hecho al tipo legal, así que tenemos Sentencia (pincha y la lees si quieres, que son muchas páginas) y puede ser más o menos controvertible en algún punto pero es, como todo lo jurídico, lo más cercano al juicio de unos hechos más o menos objetivo que tenemos.

Si uno es defensor del Procés independentista catalá (una cosa que suena a nacionalismo catalán) y cree que esto no es una democracia, la sentencia se lo reafirma. Se condena a unos líderes que buscaron vías no violentas (a pesar de que sí haya habido violencia, recibida y provocada) para lograr una independencia de facto (llamada de muchas maneras, como "desconexión del Estado español", por ejemplo) y que permitiera establecer una república catalana realmente democrática e independiente de un Estado aún franquista. Lo que amparaba dicha aspiración es la realidad cultural y política de un territorio que se siente nacionalmente diferente al resto. Un nacionalismo, con todo lo que conlleva de emociones y sentimientos.

Después, había muchos matices. Se reduce todo siempre a dos bandos enfrentados, sin escala de grises. Una manía no sólo castiza y nuestra, la verdad, pues está en casi todas partes. No, los había que deseaban un Estado de Derecho sin injerencias nacionalistas ni políticas (eso de tipificar "Rebelión" en la instrucción del caso para llevarlo a Madrid y no juzgarlo en el TSJ de Cataluña por sospechas de parcialidad política... como si el TS no fuera también parcial y no estuviera politizado...) igual que los que deseaban un diálogo pleno y honesto con un gobierno que no se escudara en su mediocridad para evitar mostrarla en público (Fabio Rajoy...)

También estábamos los que consideramos que todo el proceso histórico deviene de muchos factores, pero el primero de todos, el motor de la historia, es el "cui bono". El nacionalismo siempre ha estado ahí, el catalán y el español (mientras, otros, como el vasco, miraban de reojo) pero su repunte vino atizado por una crisis económica y una tensión provocada por la destrucción de estabilidades sociales. Si se suma a eso una clase política (siempre) desprestigiada, acusada de robos (sean Pujoles o Ratos) y saqueos, y un sistema económico que exprime y tritura sin visos de cambio o enmienda, es normal que muchos se arrojaran a los brazos de una salvación (la imagen del Artur Mas mosaico lo resume bien) fuera la que fuese. De pronto, se realimentó a dos nacionalismos, el catalán y el español, y en la pelea de ambas ficciones, no se buscó el típico combate cuerpo a cuerpo del boxeo, puesto que era más bien un combate de peso mosca contra peso pesado. Fue más una pelea callejera, con ánimo de desprestigiar mediante insultos al contrario o aparentar imperturbabilidad. Pero, ¿A quién beneficiaba?

A todos los magníficos políticos que se han visto inmersos. Les ha permitido crear una distracción tan amplia que aún hoy día los coletazos son evidentes. ¿Ha habido alguna manifestación tan masiva como las de las Diadas o por España a causa de la pérdida del dinero DE TODOS (catalanes, extremeños, madrileños, murcianos o riojanos) en tapar el juego especulativo de la banca? No. ¿Existió algún consenso social en desalojar a los políticos por las fechorías cometidas en sus cargos, léase recortes en Sanidad o Educación, robos a manos llenas, etc.? No. ¿Existe alguna asociación que busque la mejora social y económica en España, y no ser simplemente un chiringuito que acumula poder, pasta e influencia para presionar cuando convenga? No. Hemos jugado al juego que nos han puesto delante sin siquiera cuestionar las reglas. Como paciente lúdico de la vida que soy, aplaudo a quienes lo han diseñado; llevamos unos cuantos años jugando sin ser conscientes de que, aquí, nosotros nunca ganamos.

Los partidos políticos claro que tienen su rol en esta farsa. Nunca he entendido que la izquierda o la denominada así apoye un nacionalismo. El que sea. Se pueden apoyar símbolos o estructuras que permiten la mejora de la vida de sus ciudadanos (hoy somos súbditos...) pero no caer en los cuentos de vieja que proponen los nacionalismos. Sean los que sean. A las derechas sí que las entiendo. Las que han jugado a tomar las riendas en Cataluña y las que han gestionado el desastre en el resto de España. Lo que nunca entenderé es la miopía de las personas involucradas (agiten la bandera que agiten) y que nos ha llevado a comprar unas gafas más horrendas que las de Barragán para poder interpretar esta realidad.

A mis hijos, de pequeños, les encantaba el "¿Cu-cú? ¡Tras!", ese juego de esconder tu cara con las manos y aparecer de pronto ante ellos. Simple, efectivo. Aún funciona para entretenerles un rato. Igual que ahora Boris Johnson lo aplica en su carrera hacia delante del "Brexit" (no es de extrañar que los británicos apoyen a Cataluña, todo lo que sea jodernos en la península, portugueses incluidos, es su mayor afán) y se llama allí "peek-a-boo!", aquí nos tienen jugando al cucutrás desde hace tiempo largo. Y no sé, oiga, llámenme clásico, pero yo soy más de las puñaladas que se dan en el "República de Roma", sin limitaciones.

Por otro lado, espero algún día que los que no nos sentimos con la moral para apoyar ni a unos ni a otros, encontremos una realidad que nos guste para explorarla y convertirla en nuestro refugio. Últimamente, mis hijos y mis libros han sido esa realidad, y no me defraudan. Porque, ya puestos a explotar un relato, una fábula, una mentira, a fin de cuentas, que sea una que nos haga felices.

Un saludo,


miércoles, 14 de agosto de 2019

Migraciones

La humanidad lleva desplazándose en grupos o en masa casi toda su historia. No de otra manera hubiéramos ocupado el planeta entero, colonizándolo. Pero es a partir de la sedentarización cuando las cosas cambian. Los grupos que se establecen en un territorio lo explotan para sí mismos, evitando que otros puedan acceder. De pronto, los muros cierran el espacio que antes era infinito. Muros de casas, palacios, fortalezas, murallas, torres... El espacio se acota, se ponen límites y se establecen fronteras. Los movimientos entonces se convierten en migraciones. Los grupos que aún son nómadas, cazadores-recolectores, o grupos que viven del pillaje, se convierten en los nuevos "salvajes". Y después, ya sean indoeuropeos, galos, godos, hunos, mongoles, vikingos, sarracenos, castellanos, ingleses, francos, suevos, árabes, bantúes o cualquier otro grupo humano adscrito a una cultura, descubren que yendo en masa a un lugar pueden tomarlo y hacerlo suyo. No hay una "sustitución" como proclama el autor francés Renad Camús. Hay un choque de grupos. Los que viven en un territorio, de ese territorio, y los que llegan a ese territorio con ánimo de, normalmente, erradicar a los gobernantes del mismo y hacerse ellos con el control.

Lo he resumido. Pero es así, desde hace unos miles de años. Los indoeuropeos cambiarán las estructuras sociales y religiosas, pero algunas anteriores pervivirán y se mezclarán. Igual con los galos que luego Roma somete. Los godos, suevos, alanos y otros grupos que se romanizan superficialmente. Los hunos y mongoles que se sionizan. Los vikingos cristianizados, los sarracenos y árabes que... Bueno, estos no. Como los ingleses o franceses, aquí ya hay una idea de superioridad, moral, ética, religiosa, tecnológica. Los castellanos que toman América se mezclarán también, aunque imponiéndose. Y los bantúes se expandirán por África sin remisión. No existe una sustitución, y es estúpido afirmarlo, porque en dos-tres generaciones las personas cambian parámetros culturales, más en nuestros tiempos actuales donde todo corre con mucha más rapidez.

Los grupos humanos buscan siempre tener a líderes que les representen en sus intereses. Ya sea para que defiendan una determinada manera de matar a una vaca o una forma concreta de pagar impuestos. La complejidad de los sistemas suele medirse por cómo se integran o no otros exógenos. Si logran integrar sin un conflicto tenso elementos de otros sistemas, triunfan, hay un sincretismo, una mezcla, un cambio que siempre se ha dado. ¿Qué es el cristianismo si no el sincretismo de decenas de religiones, basadas en la judía, sí, pero debiendo esa y la cristiana todo a otras muchas? ¿Qué es la musulmana sino otro intento de sincretismo que, sin embargo, es más hermético y problemático? Los sistemas culturales (incluyo religiones) no son estancos ni aislados, se nutren de lo que les rodea. Pero siempre hay una creencia en que son inmutables ("siempre hemos sido desde tiempos inmemoriales") aunque no tengan ni veinte años. Los nacionalismos son de hace un par de minutos en términos humanos, pero parecen impregnar la historia y la prehistoria. La única realidad, como dejó claro mi ídolo de la Era Axial, es la mutabilidad. El cambio. Todo el tiempo todo cambia. Yo ya no soy el mismo del primer párrafo, ni seré el mismo más adelante.

Las actuales migraciones, Open Arms, el Mediterráneo lleno de ahogados, las pateras, Richard Gere haciéndose fotos, la capitana Carola Rackete, Siria desangrada, etc, etc, que se conjuga con el ISIS, los refugiados que asesinan en las calles con catanas o viven en suburbios sin querer saber nada de las ciudades que rodean, los inmigrantes (legales o ilegales) que trabajan al margen o apenas dentro de los márgenes de lo "legal" y "normal", los miedos a otro color de piel, idioma o costumbres sociales, el catastrofismo atribuido a quienes portan virus o enfermedades exóticas pero no se quiere dejar participar de un sistema sanitario consolidado y a la vez en peligro, el miedo a que el reparto de riqueza sea exiguo porque no se cree que se genere más riqueza, los prejuicios, los deseos de quienes creen que Europa es una tierra de leche y miel por todas partes, etc, etc, etc, están hoy en boga, amplificados por redes sociales, cuñados, opinadores, gentes que viven el presente y no saben ni del pasado ni de su propio presente. Las migraciones hoy son desordenadas, fragmentadas. Las guerras de los Balcanes de los años 90 lanzaron miles de serbios, croatas, musulmanes, gitanos y otros a países de alrededor. Fueron acogidos más o menos con recelo, pero eh, eran blancos y europeos, tenían un sustrato común. Roma, Grecia. Los marroquíes y argelinos fueron recibidos en España y Francia con recelo, pero eh, les conocíamos de masacrarlos en el Rif y masacrarnos en Annual o luego en la última guerra civil, o por controlar colonialmente aquella Argelia de pied-noirs y otros. Los turcos que fueron a Alemania sabían a lo que iban, como los españoles que tomaron Amberes y otras ciudades derruidas como tropas hambrientas llenas de ganas de trabajar en la reconstrucción posterior a la Segunda Guerra Mundial. Y es que, al final, las actuales migraciones provienen del hambre, la falta de una vida que se considera suficiente o, al menos, el deseo de una mejor vida en donde parece que sí la viven.

Yo dudo mucho que haya una invasión. En nuestro mundo globalizado, ya no aparecen por sorpresa cientos de miles de godos en Adrianópolis pidiendo entrar para huir de los hunos (por más que a Pérez-Reverte le parezca actual ese episodio). Sabemos exactamente cuántas pateras arriban a las costas o cuántos saltan las vallas cubiertas por concertinas. Sabemos cuántos campos de refugiados tenemos (Turquía tiene como 4 millones, Alemania más de 1 millón, pero Pakistán, Uganda o Sudán suman más de 3 millones, según Agencias de la ONU) y que Europa apenas acoge a varios miles. Que la mayoría están en países limítrofes, tensionados no sabemos cuánto. Que viven de no salir por pagos y subvenciones a esos países desde otros de la UE (un poco al modo de cómo sobornaba el Imperio Romano a sus enemigos de allende el limes) y que las mafias de todo tipo, aliadas con especuladores y empresarios necesitados de mano de obra ultrabarata, los sacan de allí con medios espeluznantes en los que el coste-beneficio es amplio, pues si mueren, antes han pagado, y si llegan, hacen más caja. Y a todo esto, tenemos tres discursos, al menos, desde las sempiternas ideologías que no son uniformes pero oye, se aglutinan.

Las izquierdas ñoñas y ridículas abogan por vender esa imagen de países de leche y miel, de abrir todas las fronteras y que ningún ser humano es ilegal. Que todos cabemos y todos somos iguales e igualmente necesarios y hay un sitio para todos. Quien siga a Malthus sabe que esto es una falacia incomparable. Quien piense que la izquierda está haciéndole el juego al capitalismo más salvaje, acertará. Porque dejar que todos vengan es depauperar las ya exangües fuerzas del inexistente proletariado (desaparecido formalmente en 1991, vivo hoy con el equívoco nombre de "clase media") y condenarlo a caer, por desorganización, en la esclavitud real, que no formal. Y quien crea que los recursos son infinitos y su reparto equitativo, claramente desconoce las normas básicas de la economía. Los recursos son finitos y el reparto debe ser equitativo, pero no de manera ineficiente, como hacen las ONG's con sus inversiones en África, si no eficiente. Que ningún ser humano es ilegal es cierto, pero es ilegal estar en países que tienen una legislación, un entramado complejo social y una forma concreta de funcionar sin aceptar esas reglas del juego, por más o menos que nos gusten. Todo es reformable, y como digo, no hay gran sustitución, sino convergencia, esa fusión que se da cuando las culturas encuentran espacios de solución conjuntas. Las izquierdas, en general, por haber dejado el discurso migratorio a los Unicornios y Hadas, han perdido (como siempre) una batalla, por más que su humanismo pueda ser honesto (e interesado, pues buscan la masa para el voto y ganar así lo que son incapaces de vencer convenciendo sin eliminar al contrario) y le han concedido a los otros grupos ideológicos una gran ventaja.

Las derechas, conservadoras o clásicas, extremas o radicales, por otro lado, juegan la gran baza que siempre les da réditos. La apelación al miedo. El miedo a que haya violaciones, raptos, asesinatos, cambios en las costumbres, la moralidad, la ética (muchos de ellos la mencionan como Jon Polito en "Muerte entre las flores") y otras sandeces similares que activan el prejuicio y el potente músculo del miedo. El miedo es, en general, una emoción a la que apelar con más éxito que cualquier otra. Lo saben todos los políticos, y en las derechas más que en ninguna parte. Han logrado generar un "coco" como ningún otro, al que alimentan, además, el racismo inherente a cualquier humano y los hechos que sirven para consolidar esas razones. Pero claro, dentro de su coherente incoherencia, alientan y permiten esas grandes migraciones que sirven para, en realidad, sustituir a la clase trabajadora (ellos la llaman "clase media") de manera que en su visión ultraliberal de la economía los costes (porque no son inversiones para ellos) en personal sean los menores posibles, maximizando así los beneficios de quienes saben (como el dueño de Zara) que cuanto menos se paga, más se gana. Las derechas tampoco buscan una solución clara, y sólo sus extremistas juegan con la idea de eliminación física (como siempre ha hecho la extrema derecha alentada por el silencio cómplice de sus amigos, algo así como el PNV hacía con ETA) que, a veces, cumplen en forma de atentados rabiosos de "lobos solitarios" que no lo son en absoluto en este mundo unificado en redes sociales. En realidad, en nuestro mundo "postmoderno" la guerra sigue existiendo, solo que la violencia se ha canalizado de tal manera que, ante una población tan alta, se diluye en realidad. Si jugamos a la estadística, no matan a tantos, pero porque no hay un clima favorable para ello. Aún. 

El tercer discurso, en realidad, es un gran vacío. Nadie posee toda la información, imposible hoy día, ni siquiera aplicando algoritmos profundos que quedan obsoletos al poco de lanzar las preguntas, por otro lado, muchas veces erradas. Así que, como con el cambio climático y otros temas de gran interés pero obviados, el silencio, el encogimiento de hombros y el silbido con las manos en los bolsillos es la respuesta más común. No odian ni temen, no ayudan ni se lanzan. Son, en realidad, la inmensa mayoría. Tienen un poco de odio, de miedo, de ganas de ayudar, de interés por lanzarse. Son, como todos, tú y miles más. Y eso ayuda. Arropa. No hay líderes que lo apoyen, porque no hace falta. Lo engloban en el "sentido común" y el "es lo que hay". Nada nuevo. Y, mientras no haya un conflicto claro, frontal, inequívoco (que no lo hay, ni lo habrá, porque el miedo también está instalado en quienes lo desearían y se quedan con las ganas porque carecen de los recursos y el llamamiento para ello) pues... No pasa nada.

Mi corolario es que ahora no hay migraciones masivas. Hay huidos de guerras, miserias varias pero, sobre todo, ansia de vivir mejor. Creencias en que en nuestra querida y rara UE se da todo gratis, en ese reparto socialdemócrata que es, ha sido, el mayor éxito socioeconómico de la humanidad. Pero la realidad es que los recursos (sean los que sean) son limitados, su ampliación requiere de esfuerzos que no contemplamos, y las estructuras deben cambiar si queremos que sean más eficientes en su cobertura. En nuestro mundo sin ideologías sólidas, entusiastas, convencidas, claras, que lleguen a todos con brillantez, queda sólo una triunfante que llamamos "populismo", transversal a izquierda y derecha y el falso centro. Decir lo que toque, para pulsar las teclas que ya el hermano de Cicerón le aconsejaba en su famoso "Breviario de campaña electoral". Y eso en el mundo que llamamos "occidente". En otras partes el discurso que triunfa es el de "como sea, donde sea, sobrevivir o vivir mejor". Choques hay y habrá, sí. ¿Y cómo los resolveremos?

Un saludo,

lunes, 1 de julio de 2019

Sin hueso.

Hoy cuento un recuerdo casi pornográfico, por lo explícito y crudo que me pareció. Y me parece, aún ahora.

Hace catorce años viajé a Barcelona, para ver a unos amigos, junto a un amigo. Era mi primer viaje en coche recién sacado el carné. Acostumbrado a rebotar en aquella M30 que estaban soterrando, a lidiar con macarras y locos del vehículo que vivían en la periferia pero trabajaban en la ciudad y usaban el coche para comprar hasta cigarrillos a cien metros de casa, llegar a Barcelona un viernes, con atasco, y ver que las líneas eran compactas, ordenadas, y me cedían el paso para poder acceder a mi salida, me resultó glorioso. Recuerden; era cuando las matrículas decían exactamente de qué provincia venías (en mi caso, sumaba una pegatina de Gredos en el cristal trasero). Mi entrada en Barcelona, motorizado, se acompañó de un sentimiento del civismo que no había vivido en Madrid.

Desde luego, no es esta anécdota trivial lo que me parece provocativa. Es mi manera de introducir un fin de semana largo que incluía visitas a museos, charlas, comidas y cenas con colegas, de recreación histórica sobre todo, y el tomar el pulso a una ciudad que he visitado casi anualmente por puro gusto. Pero en aquella ocasión, ya pude experimentar algo que siempre ha existido. Allí o aquí.

Una noche cenamos en casa de un amigo común a todos. Un par de sevillanos, un madrileño, un barcelonés autóctono, el anfitrión, aragonés afincado allí desde los años 70 del pasado siglo, una pareja de Barcelona amiga suya, una navarra... Era una cena de esas que juntas mimbres y salen cestas para recoger experiencias muy agradables. O eso pensaba yo.

La cena transcurrió con el anfitrión agasajando. Comer invitados es un placer que a todos nos gusta. Es el pan y la sal de la antigüedad remota, la hospitalidad, el sentirse seguro en un refugio donde el pacto es de amistad, de cariño. Y en toda comida, salen temas, todos los temas. Normalmente, los del momento o el lugar. Allí surgió el tema del catalán como lengua.

La pareja de Barcelona rompió el huevo. Ella, profesora de escuela, comentó que qué poco escuchaba hablar en catalán en la ciudad. Banalidades varias, se hizo hincapié en el hecho de que una ciudad cosmopolita tiene decenas de lenguas, más los giros de sus inmigrados o como ahora se diga. Pero ella insistía. Y se lamentaba de lo poco que se hablaba en catalán. Su pareja, operador de TV3, coincidía. Incluso la programación se rendía al castellano (o español, como decían) más que al sacrosanto catalán. Nos llamó la atención porque llevábamos allí un par de días y habíamos escuchado de todo; castellano, lenguas norteafricanas, catalán, castellano de iberoamérica, francés... Pero insistieron que se hablaba poco catalán. Que eso los de Madrid (siempre, siempre, soy un "centralista capitalino" o "vosotros, Madrid", impersonal, plural pero absorbente de mi identidad personal; soy de Madrid, soy Madrid, soy el Gobierno, el Rey, la Judicatura, las Cortes, la Policía y el Facha escondido. Soy por vivir, accidente apreciado por mí con los años, en Madrid. Mi Madriz) no lo comprendíamos. Yo creo que aporté algo tonto, como que el catalán lo comprendía más o menos si se hablaba con calma, que no tenía problema en que se usara, porque es una lengua española nuestra (sí, entonces opositaba y me creía lo que decía la Constitución) y me parecía fascinante, aunque hubiera muchos catalanes como hay muchos castellanos y sus giros, dejes, entonaciones, acentos. Que no comprendía a quienes se quejaban de no comprender el idioma o lenguaje (no lo llamaré nunca dialecto, salvo que consideremos dialectos a catalán y castellano respecto del latín, por ejemplo) y que quienes se quejaban es que tenían otros motivos. Aún no lo sabía, pero aquello estaba a punto de estallar.

"No, no, el catalán apenas se habla. Lo arrinconan. Es un crimen. Deberían, en la escuela, en la tele, los medios, todos, hablarlo". En Barcelona se hablaba catalán y los inmigrantes (o como se diga ahora, que no me gusta) se empeñaban en no hablarlo, sobre todo los castellanoparlantes. Se hablaba poco y debería imponerse con multas, controles, inversión. Alguien dijo que las lenguas estaban vivas y que había que dejarlas a su aire. Salió Franco. Se empezó a caldear más. El catalán tendríamos que hablarlo todos, ¿por qué si no esa deferencia en la cena de usar el castellano? Había que imponer el catalán en Cataluña porque...

El anfitrión nuestro dio un puñetazo en la mesa. Era entonces un hombre de unos cincuenta, barba negra con canas, cuidada, pelo largo, moreno, cuidado, que vestía bien, con ese toque que no sé si llamar entre baturro y moderno que tanto me fascina en Barcelona. Temblaba. Le latía un párpado. Crispada la mano, la mirada dura, rictus en la boca. Y recuerdo, aunque no literalmente, lo que dijo.

"Vine aquí de Aragón en los años 70. En el franquismo. Me peleé y manifesté porque todos pudiéramos hablar en España en la lengua que nos apeteciera, sin imposiciones, porque nadie puede reprimir una forma de expresarse. Me metieron en la cárcel por pedir, yo, un aragonés, que se pudiera hablar en catalán libremente, sin rechazo ni multas ni represión alguna. Y ahora, cuando todos podemos hablar en el idioma que nos dé la gana, queréis hacer lo mismo que Franco, imponer un idioma y prohibir otro, obligar a todos a hablar sólo en una lengua. Eso tiene un nombre."

Hubo un silencio, claramente incómodo, y los postres supieron amargos. Se dejó de pronto el tema. El aragonés estaba temblón, molesto, cansado. Todos nos fuimos despidiendo casi en murmullos, sintiendo que habíamos roto algo, un lugar que, como dije, era de hospitalidad. Nos marchamos, incómodos. Él se quedó, más tranquilo, mosqueado, tratando de recuperar el humor. 

Todos sabemos darle a la sin hueso. Sea en uno u otro idioma, con jergas, giros y modismos de todo tipo. Mientras nos hagamos comprender (y esa es mi parte pornográfica, la de mostrar la piel desnuda de emociones e ideas, sin ropajes ni perfumes) ¿qué cojones importa el idioma que usemos? Porque imponer uno, en detrimento de otros, en contra de lo que muchos han vivido, experimentado o sentido, tiene un nombre. Y es muy pobre, siempre lo ha sido. Es miserable. 

¿Volví a verle? No. He perdido contacto con casi todos los de aquella cena. Por mil motivos. Pero una cosa es cierta. Que cada uno hable en la lengua que le apetezca, sin imposiciones, haciéndose comprender. Ese derecho es para mí casi sagrado. Parlem, hablemos, falemos, hitz eguin dezagun (aquí tiro de traductor, que os quede claro) sit scriptor loqui, parlons, platiquemos. En lo que sea que nos entendamos.

Un saludo,

lunes, 20 de mayo de 2019

¿Dar lo que otros quieren?

Desde que era niño y recuerdo querer escribir, siempre tuve una (gran) duda. ¿Lo que yo quiera o lo que otros quieran? Me explico. En mi primera clase de escritura creativa, hace ya tiempo, se nos preguntó por qué queríamos escribir. Hubo muchas respuestas, algunas impostadas, otras auténticas, no sé si alguna errada. Una en concreto me resultó conocida. "Para hacerme rica y famosa, que la gente me lea, me conozca, me admire". No pude evitar una sonrisita que oculté pronto. La chica que lo decía era más joven que yo, en esos veinte años que aún recuerdo. Yo también viví esa duda. ¿Quería escribir para ser rico y famoso o para contar mis historias? Transité por ambas, incoherente, puerilmente. Y un día, de pronto, decidí que no quería escribir, si no leer. Leía, claro, pero de pronto ahí me entró (16, 17 años) la necesidad de leer mucho y de todo. Libros de bibliotecas a paletadas, manoseados, garabateados, usados, doblados. Leyendo aprendí mucho, pero sobre todo disfrutaba. Rechacé manuales de escritura (libros de fórmulas, los considero) y me centré en leer. Recomendaciones, riesgos, valores seguros... Algunos libros me parecieron un tostón y otros una maravilla. Comprendí que las valoraciones de críticos reputados a veces son flatulencias pomposas que persisten en valorar un ataúd vacío, y que a veces el ninguneo de determinados autores o libros escondía una envidia producto de la división de la literatura en "alta" y "baja". Para mí no hay de eso. Hay buena o mala, entretenida o aburrida. Y literatura, que no ensayo, porque algunos buscan en la literatura un remedo barato del ensayo, y esperan de los ensayos arideces que no tienen que darse.

¿Por qué cuento esto? En unas horas se estrena el último episodio de la última temporada de la serie de televisión de "Juego de Tronos". Y he vivido debates intensos tras dos de los episodios más polémicos, el tercero y el quinto. Lo que más me ha sorprendido es la reacción furibunda de muchos respecto a NO haber visto lo que (no sé qué esperaban ver) querían. Y mi sorpresa (aumentada con esa petición en Change.org, de traca) se ha resumido en una cuestión que abre esta anotación de bitácora digital. ¿El autor debe dar lo que otros quieren? Mi respuesta, tras muchos, muchos años, es tajante. No.

Se puede ser previsible (es imposible evitar serlo en un mundo digitalizado, analizado, conectado, donde uno puede sacar pronto el punto de conexión y distribuirlo a miles en segundos) y se puede ser simple. Se puede contar lo mismo con códigos de sobra conocidos (el zeitgeist de por dónde soplan en cada momento, comprendidos aunque a lo mejor no reconocidos conscientemente) y por tanto narrar una historia más, sin más. Pero si se construye un giro, y ese giro funciona, y es coherente, pues miren, me la sopla el personal. Un ejemplo, ¿Jamie tirando a Bran por la torre, era previsible? No, fue una resolución humana. Como muchas de los libros de Martin, y como muchas de las tomadas (escasamente) en la serie. La del quinto episodio, por ejemplo, puede molestar, joder, chascar dientes. Pues entonces los narradores, los proxys de Martin, han logrado lo que éste logra casi siempre; provocar una reacción. Y fundada. Demasiado, incluso. Si no gusta por repetitiva, tiene un pase. Si no gusta porque no se quería, se quería otra, es cuestión aparte. Se llama, gran problema de nuestros días, falta de atención y memoria. 

Vivimos tan bombardeados de información de todo tipo a todas horas que ya no sabemos discriminar o dedicar un poco de tiempo. Hoy, un Chaplin es imposible de ver. Un Lubitsch, rareza. Incluso un Wilder, provocaría mosqueo. Hoy sólo podemos ver videoclips epilépticos y raciones mínimas. De manera general. Por eso, dar otra cosa diferente de lo esperada es, para mí, un éxito. 

Una serie que nunca dio nada de lo que sus espectadores podrían querer fue "The Wire". Pero porque cumplió una máxima del arte; te doy lo que no sabes que necesitabas. Puede repugnarte, puede estremecerte, hacerte sentir mal, sucio, podrido, puede aterrorizar, incluso hacer reír por algo que no merece risa. Te provocará sentimientos que tú, como espectador, como receptor de una narración, no querrías reconocer que posees. Si lo ha logrado, para mí, personalmente, entonces ha conseguido un éxito absoluto; ha hecho arte y te ha abierto los ojos como a Alex en "La naranja mecánica". Y una vez abiertos...

Yo prefiero que no me den lo que (se supone) quiero que me den. Para eso ya elijo aquellos libros o series o películas que sé casi de antemano qué me van a dar. Marvel lo ha hecho en sus películas, por ejemplo. Prefiero un bofetón y una risa (como hacía Chaplin, por ejemplo) o un empujón y una carrera (como hacía Wilder) o varios puñetazos (como hacía Peckinpah) o... Al final, se trata de lo de siempre. Ver, leer, escuchar mucho. Y no una vez, muchas. Entonces nos daremos cuenta de que nos han dado lo que no queríamos, pero necesitábamos. Y eso es oro puro, por lo visto, cada vez más y más escaso.

El final que viene en escasas dos horas no gustará a todo el mundo. No gustó el de "Los Soprano". Ni el de muchas obras (yo sigo odiando el epílogo absurdo de "El cuento de la doncella") y este no gustará. Cuando lo vea, dejaré que acaricien mi gusto, bueno o malo, y que exciten mis emociones y razones. Y veremos el resultado. Pero ojalá, y eso es lo que pido, ojalá no me den lo que quiero. Más bien, lo que necesitaba y desconocía que lo necesitaba.

Un saludo,

martes, 9 de abril de 2019

Islam, o "ese" islam.


En la adjudicación de dogmas y pensamientos de la Izquierda (así, en mayúsculas puras) de nuestro país y creo que muchos más, hay una especie de dogma que funciona así.

Los nazis mataron a los judíos (malvados nazis) ---> Los nazis provocaron que les echaran de Europa y se tuvieran que asentar (pobres) en Palestina como mal menor (malvados nazis) ---> Al llegar allí los judíos se enfrentaron a los árabes que llevaban unos 2000 años poblando esas tierras, árabes mayormente musulmanes que querían literalmente "echarles al mar" y que se habían aliado con los nazis más o menos (malvados musulmanes) ---> Pero los judíos se portaron tan mal con los musulmanes como los nazis antes con ellos, y llevan reprimiéndoles y ocupando sus tierras muchos años (normal, si les llevas allí con unos tratados de partición tan british) (malvados judíos-israelitas-sionistas) ---> los judíos utilizan tanques, cañones, ametralladoras, y los pobres musulmanes de las "intifadas", tirachinas. Y maltratan a todos, mujeres, niños, adolescentes, y les privan de agua y les meten (cómo no) en un gueto territorial que controlan con puño de hierro (malvados judíos, pobres musulmanes) ---> lo que hacen los judíos es lo mismo que han hecho los colonizadores europeos toda la vida (de ellos aprendieron) empezando por los crueles conquistadores hispanos (de portugueses, franceses, holandeses o británicos, otro día hablamos) y que han saqueado, expoliado, empobrecido y arrasado con medio mundo dejándolo en "tercero" y por poco no en "cuarto" (malvados europeos asesinos y colonizadores, nazis y conquistadores...) ---> Por tanto, los judíos ful, los musulmanes pobres, molan, y si hay terroristas sueltos "no representan al islam" aunque si hay tarados de ultraderecha que matan, esos "no representan a occidente pero sí a las derechas". 

Más o menos y simplificando (alguno me dirá que complicando) este es el argumentario para llegar a lo que hoy día pasa. Israel es un ente nazi. El islam es una religión de paz que no tiene culpa de radicales (El ISIS es una mutación, claro) y tenemos que pedir perdón por todo y todos de aquí ahora a mil años atrás más o menos. Occidente, digo. Somos culpables, y si exhibimos orgullo (el que sea) fachas y tal. Las izquierdas, por tanto, compran las contradicciones entre feminismo y hiyab, entre terrorismos "buenos" y "malos", entre religiones caca como la católica y fetén como la islámica. Y de paso, compran (lo meto en el saco) que los nacionalismos no centralistas o ignífugos (no sé si llamarlos "centrífugos") son de izquierdas, pero los centrípetos son lo puto peor (RAE, soy vulgar).

¿A qué mi enfado? Estoy hasta los mismísimos del blanqueo (como se dice ahora) o soslayo acerca del islam. De TODO el islam. Que es un blanqueo que ennegrece al catolicismo (¿necesita acaso más mierdas? Homofobia, pederastia, hipocresía, un sistema de control y poder que... Y, sin embargo, muchos de los valores predicados, que no practicados, me resultan necesarios y aplicables, ahora, durante y antes, cuando los copiaron de los pensadores y filósofos de la Era Axial, unos 500 años antes de que Pablo se inventara esa religión, como el otro iluminado, Mahoma, se inventó la suya, en pura envidia y en zona desértica... Debe ser que genera eso alucinaciones muy duras. Pero me desvío...) y se pone en sombra su mierda, como la de toda religión. Sea la rama chiíta o sunita.

En Irán, Sotoudeh, una activista que aquí no he oído comentar a nadie de la izquierda, ha sido condenada a tropocientos años de cárcel y latigazos. Un perfil de ella que apenas aparece en diarios, salvo de derecha o de risa, y para poner en solfa lo que todos saben; que Irán es un régimen totalitario con el islam como base ideológica. Tampoco es que importe; de Irak nadie sabía nada hasta que Saddam cayó y le sustituyó una turba de locos que, entre otras cosas, alimentaron el Estado Islámico que hoy parece que ha caído o caerá. De Emiratos Árabes Unidos (un islam que coexiste a la fuerza con otras religiones) y Arabia Saudita (una monarquía teocrática), la gran defensora del sunismo, no se comenta nada salvo la venta de armas para guerras como Yemen. Las mujeres, en general, no gozan de muchos derechos en cualquiera de estos países (desde Marruecos a Arabia Saudita, yendo a Indonesia y pasando por el centro-norte de África) ya que el islam se ha superpuesto, adoptando o empeorando, situaciones previas de control y sumisión (anda, "islam" significa eso...) de las mujeres. Curioso que las feministas siempre aludan a la iglesia católica (sí, bien) como represora, pero olviden esa otra religión donde, millón arriba, millón abajo, unas 800 millones de ellas no están muy liberadas que digamos.

Igual que no podemos atribuir a la Iglesia Católica todo lo que hacen sus miembros, tampoco podemos atribuir al islam todo lo que hacen aquellos que se dicen seguidores o creyentes. Pero sí podemos decir que una y otra religión amparan siempre lo que hacen esos tipos, siendo por tanto un paraguas protector de sus delitos y fechorías varias. Sean homofobia, pederastia, apalear a gente diferente, robarles la educación, postergarles por motivos tan ridículos como tener la regla o gustar de gente del mismo sexo, privarles de posibilidades de mejor vida... Sí. Eso sí podemos decirlo. Y decirlo no es islamofobia como tampoco es catolicofobia el denunciar aquellas instituciones que amparan, ayudan, incluso promueven ciertos comportamientos, actitudes y valores que, al final, llevan a lo de siempre; controlar a los demás.

La Izquierda, las izquierdas, han comprado ese discurso dicotómico de "si el catolicismo es malo, el islam es bueno" sin más. El argumentario que he dado más arriba (ridículo, y que se puede rebatir, extender y explicar punto a punto) es quizá demasiado complejo para más de uno que se queda en "pobres árabes, somos malnacidos europeos cristianos". No...

Nos ha costado siglos domeñar a las sectas del cristianismo. Gracias a la pervivencia de la nada ultramontana y radical influencia de la religión romana (pagana, dirán) y de un derecho civil fuerte, consolidado (a punta de gladius pero también de toga) hemos logrado que las sectas cristianas no impusieran sus visiones unívocas y equívocas del mundo. Pero esa batalla, que siempre implica apagar fuegos que surgen de nuevo de cuando en cuando, no puede darse por ganada cuando tenemos, a las puertas y tras las puertas, otras sectas islámicas que buscan derribar lo que aún nos queda de resistencia contra cualquier religión y dogma. Y no, no quiero sonar bélico, pero lo soy. Lo que más me jode, dicho en plata, es que ninguna izquierda ha sabido atacar ese problema y lo han servido, en bandeja de piedra, a partidos como VOX (¿Por qué, por qué destruir así la memoria de un diccionario tan amado?) que lo han tomado y sacan rédito porque preocupa, aunque sus propuestas sean purria. Algo que en el resto de Europa llevan años haciendo ese tipo de partidos y, aquí, las izquierdas (Podemos, el PSOE según su día, alguna otra nacionalista que pasa del tema) han dejado con un simple "católico caca, musulmán mola". 

Y así estamos.

Por cierto que, si no ha quedado claro, aborrezco el islam. Más que al cristianismo y su secta católica. Porque en el islam se dicen barbaridades sin tapujos que, como la Biblia, son para cagarse, pero lo peor es que, en el cristianismo, han tenido que luchar contra un DERECHO CIVIL que no se ha doblegado demasiado, mientras que en el mundo islámico son PUTA FUENTE DE DERECHO. Y después de dicho eso, me seguiré considerando de izquierdas, porque no me concede ese carnet nadie...

Un saludo,

miércoles, 3 de abril de 2019

Pedir perdón.

Muchas veces, pedir perdón es terapéutico. Para quien lo pide y para quien lo recibe. Quien lo pide, porque reconoce un mal, algo mal hecho, algo mal pensado. Para quien lo recibe, porque repara su moral, la sensación de que sí vivió una injusticia y no una normalidad. Un ejemplo, los etarras que piden piden perdón a los familiares de sus víctimas. Ambas partes suelen sentirse mejor. Es un gesto que aumenta la empatía, el bienestar. Y, como suele decirse, cierra una herida y pasa página, permitiendo que la vida no quede estancada en aquel momento, sea el que sea.

Otras veces, sin embargo, exigir disculpas todo el tiempo revela un estado de ansiedad, de miedo, de inseguridad y de desprecio propio muy elevado. Alguien puede cometer un error una vez, pedir disculpas y no volver a hacerlo o, si pasa de nuevo, explicarlo. Si ese error es reiterativo, entonces ya es otra cuestión. Puede ser por falta de empatía, por falta de atención o por falta de capacidades. Si es lo primero, mejor alejarse. Si es lo segundo, evaluar las razones no está de más (qué le distrajo) y ver si es por falta de respeto o por distracciones varias. Y si es por falta de capacidades, comprender, empatizar y buscar la manera de mitigar su efecto. Errar es humano (herrar también, creo) y enmendarse o intentarlo, un ejemplo de interés, de esfuerzo. 

Las disculpas, sin embargo, tienen un momento temporal. No es lo mismo esperar que alguien se disculpe por algo que pasó hace una semana que por algo que sucedió hace diez años. La espera siempre aumenta la sensación de culpa, aunque objetivamente no sea así. El victimario y la víctima pueden tener percepciones muy diferentes de lo que ha sucedido. Una persona sin hijos puede considerar estúpida la rabieta de un niño de 9 años porque esa persona haya pisado un juguete que vale 5 euros en cualquier tienda. El niño puede sentir que han quebrado su universo al privarle de un juguete al que estaba muy apegado y significaba cosas inmensas. La valoración es subjetiva. Y el tiempo en pedirlas o en darlas, también lo es. Lo que es inmediato o no ocupa mucho tiempo, en fresco, suele ser mejor. Salvando muchas cuestiones. Lo que tarda más (por lo que sea) suele generar algo de encono. Lo que no ocurre en años o décadas, puede derivar en violencias y separaciones. Y luego están las extemporáneas.

Esas disculpas, como las que pide el presidente de México a España y el Vaticano, por ejemplo, suelen ser ridículas. Porque se pide a personas que no estuvieron implicadas, instituciones que han cambiado desde aquel momento, en lugares y tiempos que no son los mismos, pedir disculpas por algo que, normalmente, o se ha olvidado o almacenado en el baúl de agravios del abuelo. No son peticiones sinceras, ni lo son las que se dan (muchas veces, el "dar la razón como a los locos") y son vergonzosas. Avergüenzan al que pide (por aquello de que ocultan otro interés, como desviar la atención) y al que tiene que explicar el porqué no las da. No ayudan. No sirven. Luego siempre está la pregunta, la gran pregunta... ¿Hasta cuándo alguien va a pedir disculpas y otra persona darlas? Porque ahí entra otra dinámica, la de culpabilizar, que nada tiene que ver con la restitución que decía en el primer párrafo y sí con la búsqueda de una palanca para cambiar una situación de poder. De pronto la víctima ejerce de victimaria exigiendo mediante la culpabilización a otros, en términos de identidades similares, restitución imposible.

Pedir perdón es básico. Pero esperar de la persona que lo pide que caiga en la rueda de la humillación constante, genera rupturas. Solicitar que alguien lo pida es importante. Pero creerlo, es más importante aún. Y lo que es más relevante; un día podemos ser nosotros quienes lo pidamos y, al otro solicitarlo. Porque siempre cometeremos algún error con los demás. Y estará bien sentirse tranquilo pensando que, quizá, nosotros sabremos perdonar y ser perdonados de manera fraternal. Suena católico ("igual que nosotros perdonamos a nuestros deudores") pero no significa que eso sea negativo. Al revés. Pecar de orgullo sí lo es. Aunque, siempre, es bueno tener un poco de orgullo propio.

Un saludo,

martes, 26 de marzo de 2019

Heroísmo de cine.

Entre los diez y los purrutantos, incluso ahora, disfruto de pelis donde hay acciones de esas que casi lloras. Los hombres que desembarcan en Normandía de "Salvar al soldado Ryan" y mueren a decenas hasta alcanzar el búnker nazi. Los rusos masacrados en "Enemigo a las puertas". La demostración suicida de valor final en "Grupo salvaje". Cuanto más masa, menos dolor, y cuanto más individuales, más sacrificio y pena. Me resulta muy indiferente la muerte del Leónidas de "300" y otras como las de "Troya", la verdad, pero me encanta el "Alejandro Magno" de Colin Farrell (sí, me gusta) e hilando por ahí, me chifla la historia de "El hombre que pudo reinar" y la mansa calma de Sean Connery (Daniel Dravot) tras haber perdido todo lo arduamente ganado. Me encanta la flema de Michael Caine en "Zulu" como ese teniente de familia militar, y el homenaje de los guerreros que vienen de apiolar a los británicos en Insandlwana. Me detengo en el rostro ido, perdido en la inmensidad de la nada, del soldado británico que lucha en "El patriota" y avanza como si nada, y lo relaciono con el miedoso de Ryan O'Neal en "Barry Lyndon". Vivo con tensión cada momento de "La delgada línea roja", donde los soldados son como ese trozo de hierba arrancada por un oficial ido. Y regresando a la antigüedad, lloro con la muerte de Julio César y el discurso de Marco Antonio hecho por Marlon Brando, o la entereza de Kirk Douglas en "Espartaco" y su fatalismo ante las poderosas legiones romanas. Siempre recuerdo la chulería del oficial que capturan los milicianos en "Tierra y libertad", dejando claro que él es un soldado y, el resto, chusma. Sigo sintiendo tensión y miedo cuando el grupo de James Coburn regresan a la base gritando su contraseña mientras Maximilian Schell los espera para ametrallarlos en "La cruz de hierro". Y desde luego, no pude casi respirar de los nervios y ansiedad que me producía el estrecho espacio de "El submarino", donde el inicio y el final son brevísimos momentos de bocanada de aire. Lloro, lo reconozco, siempre que acaba el "Cyrano de Bergerac" de Depardieu, con ese discurso que se apaga a la vez que la luz del día, tras sus muchas aventuras. Y me emociona mucho, muchísimo, cuando Daniel Auteuil suelta su frase de "si no vienes a Lagarder...", pero no más que cuando su hija, Marie Gillain, aprende la estocada de Nevers en "El jorobado". Por supuesto, eso me lleva a Stewart Granger en "Scaramouche", perseverando para vengar a su amigo. Me siguen tocando la fibra los sacrificios casi absurdos de "Los siete magníficos", gente que va a morir porque ya no le queda otra (tan del Western) y lo hace como redención, por una buena causa. Siento pena del "Michael Collins" de Liam Neeson, cuando muere por un rifle casi infantil. Me alucina la gravedad de Charlton Heston en "El señor de la guerra", defendiendo un torreón de mierda. Y...

Sí, disfruto de eso tanto como pueda un crío ávido de aventuras que piensa en el sacrificio, en el heroísmo, la aventura, la pelea, la lucha, la batalla como lugares de perfección del hombre (del hombre) pero que, de repente, recuerda al apocado y cobarde James Stewart "El hombre que mató a Liberty Valance", o al abandonado Gary Cooper en "Sólo ante el peligro". A los pícaros Lemmon y Matthau de "Primera plana", al maquinador Gabriel Byrne de "Muerte entre las flores", o siempre, siempre, al Lemmon de "El apartamento". Y, a tantos, tantos otros, que son antihéroes, o héroes de otra manera. Y me emocionan tanto o más, más quizá.

¿Por qué no pongo mujeres en la lista? Porque he querido poner a hombres que han sido un referente audiovisual, de héroes de pantalla, inaccesibles, lejanos, modelos. Me horroriza la barbarie de "Salvar al soldado Ryan", reflejada en ese soldado solitario que recoge su brazo seccionado sin saber qué hacer con él, o las tristes historias de cada uno y su "fubar". Me asusta la inmediatez de la muerte y su duelo ridículo en "Enemigo a las puertas", y ese sexo desesperado, breve, silencioso, rodeado de muerte. Me da pena el callejón sin salida del escorpión rodeado de hormigas al que entran todos los que quedan de "Grupo salvaje", sabiendo que es así. Me contagia algo de su locura Colin Farrell con "Alejandro Magno", haciendo un pequeño canto a la futilidad, epilogado por uno de sus diádocos, Anthony Hopkins. Comprendo a Peach, Michael Caine, volviendo con los restos de Dravot, Connery, y siento la amargura de lo que pudo ser. Veo cada gota de sudor que cae de la frente de Caine, su terror y pánico contenidos tras la máscara de lo que se supone debe ser el heroísmo, y sufro. Me apena cada soldado muerto en "El patriota", arrojados a una guerra que, el mismo protagonista, no desea porque sabe bien qué significa (como la muerte de su hijo). Entiendo a Barry Lyndon, completamente. Y hago el mismo viaje al pánico y el terror de la guerra que Jim Caviezel con "La delgada línea roja". Me enfado con Marlon Brando tras su discurso a Julio César, de lágrimas enterradas en el Foro para inflamar la ira y su ambición. Siento la incomprensión e imagen de (vulgarismo, pero lo define bien) culo torcido que se le queda al crucificado Kirk Douglas en "Espartaco" al ver a un hijo que no conocerá. Me dan pena los milicianos que pierden y perderán la guerra en "Tierra y libertad", porque sueñan por encima de sus posibilidades. Comprendo como nadie al magistral James Coburn cuando convence a Schell en "La cruz de hierro", porque abrazan la locura de la guerra sabiendo que ahí no hay héroes, sólo locos de remate. Me produce impotencia absoluta el titánico esfuerzo de los marineros de "El submarino" y su final. Lamento la fealdad de Cyrano tras una vida de lucha. Me resulta inconsciente y poco edificante el loco Vincent Pérez en "El jorobado". Y siento comunión con Stewart Granger cuando abandona la lucha para ser feliz, más que para vengar. Me resulta antipático el tono paternal y cínico de Yul Brinner al final de "Los siete magníficos". No comprendo la irracional búsqueda de la muerte, salvo por el chute de peligro que supone, para "Michael Collins". Y aplaudo que Charlton Heston abandone la torre, se largue de allí, feliz por haber encontrado el amor, y se deje de chorradas caballerescas que nunca fueron.

Sí, lo mismo que estimula y enciende una parte de mí, a la vez genera sensaciones contrarias. Admiración y horror. Sentimientos humanos, se comprende. No somos un haz de luz ni un borrón de oscuridad completos. En la simpleza de la redención de Darth Vader ante un hijo abandonado, por ejemplo, se comprende esto. Los planos y profundidades de cada personaje que interpreta nuestra visión del mundo, mediante mitos narrados mil y una veces. El heroísmos siempre tiene varias caras, al menos. Y lo suelo ver, normalmente, como un ejemplo de locura, de irracional huida, de estupenda pérdida de los sentidos, de abandono de uno mismo. El sacrificio, siempre, abochorna mi hedonista visión del mundo, lo presenta como algo ilógico, innecesario. Pero luego pienso que también hay mala gente, "malos", o los que se identifican como malos. Los contrarios que quieren algo y los otros no quieren ceder o dejarse arrebatar. Siempre habrá alguien que no crea en la negociación, si no en la negación, el conflicto, la lucha, la pelea, la violencia. Y ahí es cuando necesitaremos héroes. La pregunta es, ¿a qué tipo de héroes queremos convocar?

No tengo ni idea de la respuesta. Pero seguiré sintiendo, en el cine, ese heroísmo que, a veces, es como el de la realidad y, muchas otras, ni remotamente similar.

Un saludo,


jueves, 14 de marzo de 2019

Un ensayo (pordiosero o no)

Después de mucho tiempo, y gracias a Amazon, voy sacando y publicando mis trabajos. Me gusta hacerlo así, a mi ritmo, aunque de pronto salen en tromba (aparentemente) muchas cosas seguidas. Después de reeditar mis relatos (que se publicaron en 2016, hace ya 3 años...) toca el turno a un ensayo con el que he estado casi dos años. Su título (sí, a conciencia) es "Conciencia de macho", con el subtitulo de "Una reflexión sobre la masculinidad y la paternidad". 

Suena provocativo (lo es, en conciencia) y es mi forma de reflexionar sobre dos grandes temas que están en los feminismos con más altavoz en nuestra actualidad; nuestra masculinidad (la de los hombres y de la sociedad, en general) y la paternidad (o la crianza).

No es más que un ensayo o pretende serlo, aunque alguno lo pueda calificar de opúsculo literario o libelo recortado con tintes de panfleto. Batiburrillo, al final, como toda reflexión donde se entremezcla biografía, reflexión, propuestas y, sobre todo, juego.

Como digo, la provocación me gusta. No la remato, ni la realizo a sangre y fuego, ni tampoco ejerzo de cagasentencias (al revés, como siempre me ha dicho mi amigo Jordi, soy más bien cagadubtes) aunque, muchas veces, quienes me conocen dicen que hablo contundente y autoritario. Joder, pienso yo, si muchas veces no acabo de creerme la argumentación que uso y me pierdo en navegaciones y conexiones cuya derrota desconozco de antemano... aunque presienta. De todos modos, intuyo que va a generar polémica, puede que corta o sin mucho recorrido. O puede que no. No lo sé. Como con todas las criaturas en forma de texto que voy pariendo, a ésta la doy independencia desde el día de su publicación. Que está elegida, de nuevo, a conciencia.

Tras este ensayo, intento o realidad, dejaré de nuevo la narración del hoy, de la sociedad moderna, y me zambulliré en una de las aventuras que más me apasiona; la ucronía. Ese otro juego de retorcer la Historia para deformarla ante nuestros ojos como los espejos del callejón del Gato, tratando de hacer algo que me divierta y divierta a quienes se atrevan a leerlo. De momento, si todo va bien, será una saga. Cuatro (y espero que no más de cuatro) novelitas ambientadas en cuatro imperios. Roma, China, Mesoamérica y África. Si el espíritu de Salgari me favorece, espero poder publicar una cada año (o así) para solaz del lector veraniego, que tampoco espero más... Ni menos. Y por el camino, veremos el resto de proyectos, algunos que regresan cual zombi plasta y otros que se cuelan entre medias repiqueteando pero sin melodía alguna. 

En fin, disfruten de "Conciencia de macho". Pueden comprarla aquí:



https://www.amazon.es/CONCIENCIA-MACHO-reflexi%C3%B3n-masculinidad-paternidad-ebook/dp/B07PPGXP48/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1552548981&sr=8-1&keywords=conciencia+de+macho

Un saludo,

viernes, 15 de febrero de 2019

Juicios.

En la vida nos sometemos a muchos juicios ajenos. Y no dependemos de una legislación férrea, objetiva y clara. No, dependemos de prejuicios, de emociones y de interpretaciones subjetivas. Es la triste realidad.

El actual juicio a los políticos encarcelados por todo el proces nos demuestra de nuevo cómo se pueden retorcer las palabras. Por ambas partes. Porque, sin entrar a fondo en las consideraciones jurídicas, ambas partes han defendido la prístina y positiva Democracia como un tantra beatífico, para así lograr un objetivo que erosionaba un sistema que, sí, tiene mucho de democracia, pero también de ausencia.

Técnicamente, los políticos y activistas encarcelados han caído, en mi opinión, en al menos los posibles delitos de desobediencia y malversación. Sedición, quizá. Rebelión, ni de coña. Asociación criminal, bueno, si entra el PP en la terna me valdría. La cuestión, la clave, es que se ha trasladado de Cataluña a Madrid el juicio para evitar que un tribunal allí politizado (por las derechas catalanas) ejerza más poder que un tribunal aquí politizado (por las derechas nacionales). Un ejemplo de cómo y por qué vivimos en un teatrillo de trifulcas entre poderes, uno consolidado que es atacado y otro medio consolidado que es atacante. Porque no nos engañemos; esto va de poderes.

El poder lo define todo. Incluyendo el juicio que está llevándose a cabo. El poder, esa inmanencia que transmigra de alma a alma (de Franco a Juan Carlos I, por ejemplo) se sostiene por una vasta (y casi siempre, basta) red clientelar que soporta y ayuda a los rostros conocidos del público gestionado. Votantes, los llaman. Semilleros. Cada día, menos relevantes. O que nos hacen sentir irrelevantes. Me pierdo, pero vuelvo a ello con un ejemplo; hay juegos de mesa que explican la realidad política mejor que los artículos de muchos periódicos, y uno, muy y mucho español, es "Ladrillazo". Un juego sencillo que consiste en sacar adelante promociones urbanísticas y cobrar sobres (ni siquiera euros, ni millones o millardos, no; sobres) ganando el que más obtenga y ponga a buen recaudo en, no sé, Gibraltar, Panamá, Andorra...

El juego (de poder) se define por cartas que permiten jugar los proyectos. Primero, tenemos que jugar las de territorios (recalificables) y las de ciudadanos (que junto a los territorios, sirven de apoyos a las que vienen luego). Después, con ellas, podemos bajar políticos y constructores. Que tienen la posibilidad de, además de construir proyectos, hacer mamandurrias y chanchullos de todo tipo. Un ejemplo; la carta de Juan Carlos I permite robar un proyecto a otro jugador, y las de algunos políticos como Esperanza Aguirre, robar políticos "tránsfugas" (¿Quién se acuerda aún del "Tamayazo"?) a tu mesa de juego. Y gana el que más sobres obtiene, al final. En el juego, tenemos a políticos de todo tipo que pueden esconder sobres o evadirlos. Y hacer de todo, todo tipo de cosas. Nunca, en mi vida, ni con el "República de Roma" (Un juego que recomiendo siempre para conocer los entresijos de mi admirada potencia) había visto ludificar una realidad tan bien.

Y aquí hilo con una gran verdad; todos jugamos. Todos somos jugadores. Y todos caemos en la misma tentación, la de hacer trampas. Lo que pasa, claro, es que si nadie nos fuerza a seguir las reglas (recuerde, oh lector, aquellas tardes de Monopoly donde jugabas con amigos o familia y tentábais el cambio de algunas reglas, o nadie se leía bien las reglas, o había "reglas caseras" o reglas propias, y, al final, entre el azar, las cartas y algo de acaloramiento, ganaba uno y el resto se quejaba... Salvo el más purista que se las había leído bien, las reglas de ese papel doblado en dos, y quedaba arrinconado como "el pesado") pues todos acabamos haciendo el pillo. Y de esa pillería muchos viven, envueltos en banderas que expresan símbolos, alardeando de defender "Democracias" que son construcciones tan irreales como las Naciones, defendiendo, según ellos, a la Gente o el Pueblo que, honestamente, les importa un pito. Y el juicio que hago hoy, yo, del juicio que está dándose en una Sala controlada por unos jueces elegidos por políticos que juzgan a otros políticos y activistas, es que es un teatrillo de pantomima donde se han mezclado papeles que sí están en las reglas, como debe ser, y otros que se han exacerbado y sacado de quicio porque, qué casualidad, usan esas "reglas caseras". Que no gustan al otro familiar que fue a jugar... Y que se lamenta por sus "reglas caseras" no aceptadas.

Luchas de poder, siempre. Pero, oigan, cada vez lo tengo más claro; ludificar. Ludificar. Repetid conmigo (tiene un tono similar a Lucifer que me mola, y es latín, leñe) LU-DI-FI-CAR. La vida es juego. Juego de poderes. Y son, como en los juegos, ficticios. La lástima es que se juegan a veces cosas demasiado reales, como pensiones públicas, sanidades públicas, educaciones públicas, ayudas de dependencia públicas, mejoras públicas de la vida... Eso que, parece, no vemos nunca en ninguna bandera. ¿O deberíamos?

Un saludo,

martes, 12 de febrero de 2019

Perezas.

Me apellido Pérez. Y a veces he escuchado la frase de "¡What a Pérez tengo hoy!", sobre todo de una persona muy especial. Qué verdad. Soy perezoso. Un oso Pérez. No ratón, no. Perezoso. Y con el transcurrir del tiempo, más aún. Debe ser una evolución natural del cuerpo humano. Malgastar recursos en tontunas me desgasta y, por tanto, reservo energías. Una de las cosas que más pereza me da últimamente es el manoseado enfrentamiento Cataluña vs España. ¡Qué pereza, joder, qué pereza!

No es que me desentienda. Que también. Es que me resulta sorprendente. Sí, ser perezoso no resta capacidad de sorpresa. Me sorprende la emoción, entusiasmo y energías volcadas en temas que, a mí, personalmente, me resultan huecos. Y si me piden posicionarme, tras una ristra de objeciones y peros, de críticas a la estulticia y a la pesadez, diré que, si alguien formulara la pregunta de "¿Cataluña puede ser una república independiente del Reino de España?" apoyaría que se hiciera. Y ojo, incido en el verbo. "Poder" no es querer. No siempre todo se logra ni consigue con el anhelo. También apoyaría el "¿España puede ser una república democrática y moderna?". Pero ya van dos quimeras.

Digo quimeras porque somos (todos) un país especialmente crítico con nosotros mismos en todo. Y cuando nos dejamos llevar por el orgullo, nos ponemos muy tontos. Y después solemos caer de nuevo en la sima cómoda de la ignorancia, del dejarse llevar y vivir. Y vaya, al final somos eso. Un país que malgasta energías en quimeras de cuando en cuando, y de cuando en cuando con estallidos de violencia intensos, aunque llevemos décadas más o menos tranquilos y sin ánimo de pillar un fusil y matar (exceptuando los asesinatos de ETA, FRAP, GRAPO y otras siglas o sin siglas). Será que tenemos más miedo a perder el Wi-Fi y la conexión 4G que el derecho a la huelga o a un salario mínimo digno, qué sé yo.

Voy a caer en tópicos. Qué pereza tener que explicar que lo de la "Unidad de España" o "El derecho a la independencia" son construcciones, relatos, falsedades que usamos para esconder el andamiaje real que conturba nuestra existencia. Vivimos además un mundo que no es el de hace ni dos décadas. Y no somos conscientes, porque muchos hemos fijado el ánimo y el espíritu en momentos anteriores, momentos diferentes. No sabemos ir al ritmo del río que todo lo traga y desmorona. El del tiempo, digo. Los torrentes arrastran y depositan nuevos sedimentos, trazan otros cauces, recortan colinas, derriban rocas que creíamos firmes. Y nos creemos que es la meada de un niño, a veces, porque queremos seguir viendo el mismo río y las mismas cosas. Pues no. Me da pereza explicar que en lo de Cataluña confluyen decenas de causas que nadie se ha parado a desmenuzar o mirar con detenimiento para buscar soluciones convenientes, y que enseguida se ha echado el muy castizo capote de torero agitando banderas rojigualdas contra otras rojiamarillas. Vaya, la Unidad, el Separatismo, la Unidad, el Separatismo...

Si algo me hace sentir "español" es, simplemente, la sensación de comunidad. Y oiga, hace mucho, muchísimo tiempo que ser "español" me resulta un accidente y una abstracción tan difuminada como ser "europeo". O "madrileño". O yo qué sé. El mundo siempre ha sido amplio, ancho, enorme, inabarcable en una vida. Y la comunidad de uno son aquellas personas que son amigos, sus amigos, sus pares, afines, cercanos. La comunidad son aquellos que tienden una mano y ayudan en momentos de necesidad, que te preguntan cómo estás y ponen de su parte para ayudarte. Comunidad limitada, claro. Ayudas a quienes conoces. Un amigo mío, que espero a estas alturas siga siéndolo a pesar de la distancia, me decía que en Cataluña se sentían huérfanos y abandonados por las izquierdas del resto de España. Y lo entiendo. Igual que entiendo a muchos que se llaman de izquierdas y han vivido con mucho mosqueo todo lo de Cataluña. Siempre intento ponerme (a veces fracaso) en el lugar de los otros. Por eso, hoy, con el comienzo del juicio, me pongo en el lugar de muchos de sus participantes, y, ¿qué siento? Todos indignados y frustrados, y con ganas de vindicación. Pero fuera de ese ruido creciente de teatro fragoroso, hay una mayoría, una gran mayoría, que por pereza, me temo, no sienten nada. Solamente distancia.

Cuando me dicen que la sanidad pública se está desmoronando (que pasa, lentamente) o que la educación pública está cada vez menos financiada (que ocurre, más rápidamente de lo que creemos) o que el país envejece en todos los sentidos (personas e infraestructuras) y que las perspectivas de futuro para la mayoría son poco halagüeñas, desconfío del que me saque rápidamente una banderita que dice solucionarlo todo. Me da igual que lleve lazo amarillo y sea estelada o que sea rojigualda y porte pulsera similar. Me da pereza que enarbole el discurso de la unión o el de la separación como soluciones. Porque la realidad es que hay un tablero de juego, muchas piezas y... Manos para moverlas. ¿Dónde las hemos movido o dejado que nos las muevan, quizá, por pereza?

Pues así estoy. Perezoso. Distante. Sin ganas de pelea. Porque, y ahí radica mi pereza, nadie ya enarbola un relato (más bello que cualquier bandera) que incluya las cosas que realmente me preocupan hoy, a mí y para mis hijos y para lo que considero mi comunidad. No hay ideas. No hay proyectos. Y me quedo con el punk; No Future.

En fin, puede que mi pereza sea producto del cinismo (filosófico, que todo hay que explicarlo), que algunos  calificarán de hipocresía y, otros, de relativismo. No sé. Pirrón de Elis me dice hoy que... "Suspende el juicio". Válido para interpretaciones de todo tipo, e incluso para películas de todo género.

Qué pereza todo, voto a tal, pels déus...

martes, 5 de febrero de 2019

Blas de Lezo y otros olvidos.

En 2005, un historiador colombiano llamado Pablo Victoria publicó un libro llamado "El día que España derrotó a Inglaterra", donde narraba la defensa de Cartagena de Indias por parte de Blas de Lezo frente a la flota del almirante Vernon. En mi caso, debo decir que me gustó el libro, porque añadía información a una inscripción que pude leer en una catedral cercana a Cambridge y que me generó mucha incertidumbre. "Aquí yace el almirante Edward Vernon, que conquistó todo lo conquistable de la América española". Una inscripción que no comprendía, máxime por las fechas (siglo XVIII) y la integridad que aún existía del Imperio español en manos borbónicas durante ese siglo. Así que el libro de Pablo Victoria resultó un hallazgo interesante y una reivindicación de uno de esos personajes que, habitualmente, enterramos en las cloacas de la memoria histórica.

Blas de Lezo quedó en el tintero hasta que hace unos años empezó a cobrar fuerza simbólica en las redes sociales. De pronto, se quería erigir una estatua suya mediante suscripción popular. De pronto, en las redes se quería "trolear" a los británicos votando su nombre para un buque inglés (y cerca estuvo...). De pronto, Blas de Lezo estaba hasta en la sopa, se haría un cómic, se escribió mucho sobre él, la gente le decía conocer como si fuera de la familia y muchos ámbitos concretos buscaron apropiarse de su imagen, su símbolo. Ámbitos de derecha, rancia, moderna, de conservadurismo, de nostalgia (¿Cómo se pudo pasar por alto su figura en los años de Cifesa y Juan de Orduña?) pero también de profesionales de la historia, de amantes de la misma, que ideologías aparte, proponían una rehabilitación de la memoria (toda ella) sin complejo ni vergüenzas. Hasta que, de pronto, un partido que ha dado su campanada recientemente abrió la boca para criticar (seña de identidad de cualquier buen derechista en España) al cine español, que todos sabemos está subvencionando las farras y fiestas de cuatro progres trasnochados y viciosos. Y un guionista, pillado en medio, sin mucho miramiento, cometió el error de responder con un adjetivo, además, pedante. "Demediado", calificó (sí, correctamente) a Blas de Lezo. También hubo quienes respondieron de otra manera. "Si se hiciera, sería con sus luces y sombras", o "Sufrió el olvido del Estado, como siempre". Pero lo primero fue lo que los (algunos) medios destacaron. Una boutade ignorante y tan infantil como la trampa tendida.

¿Importa al espectador medio actual la historia de Blas de Lezo? Pues no lo sé. ¿Importa la del Mariscal Antonio Gutiérrez de Otero, un natural de Aranda de Duero que derrotó dos veces a los británicos (Malvinas y Canarias) y que fue el artífice de que Nelson perdiera su brazo y no tomara las islas? Nelson tiene su columna inmensa frente al British Museum, mientras que Otero posee un busto sencillo frente a la iglesia de San Juan en Aranda. ¿Importan tantas y tantas historias perdidas, olvidadas, arrumbadas? Pues depende de quienes las rescaten, amen y deseen poner de nuevo en circulación, como siempre, por motivos de todo tipo. Homenaje, oportunismo, reivindicación, política...

La historia de España es rica en acontecimientos, en personajes y en sucesos de los que no hemos vuelto a hablar. Muchos, como en el confesionario, se quedan tras el susurro en los oídos del confesor, sea éste historiador o aficionado. Estamos contaminados, como no podía ser de otro modo, de un clima que se desarrolló durante décadas, sobre todo las últimas, en que España era una gloria maltratada por los envidiosos de fuera, donde el ejército era villano para el pueblo pero depositario de grandezas pasadas que no podía emular. Estamos influenciados por visiones que algunos recopilan en la llamada Leyenda Negra (nos han hablado de ella desde Julián Juderías hasta María Elvira Roca, pasando por Joseph Pérez) y en un sistema educativo donde la historia pasó de ser alcahueta de una ideología de glorias pasadas a una recopilación desnudada y aburrida de datos y fechas y nombres hilados por acontecimientos no muy explicados. Tenemos una historia, larga, intensa, divertida a veces, cruel, rica y plena. Así que, si hubiera dinero (que no lo hay) para una película de esas que llamamos "Históricas", me da lo mismo que la hagan sobre Lezo, sobre Otero, sobre Malaspina o Carrasco. Pero mientras se busca financiación y la gente se lanza a escribir guiones al gusto de quienes les retan, yo recomendaré, por cercano, por muchos motivos, un documental de mi amigo Rafael Nieto, "Historia política de una Carabela", donde se pueden rastrear algunos de los rasgos de nuestro querido país...


(Enlace)

https://www.youtube.com/watch?v=KJ7GtceJhug&vl=es

Disfrútenlo. Con poco dinero, se pueden hacer maravillas...

Un saludo,

domingo, 27 de enero de 2019

Terrores.

Cuando tenía veintipocos, recuerdo una conversación con un nuevo amigo, un viejoven, como lo llamaríamos. En ella salió (siempre sale) al hilo de la muerte de mi madre, la inevitable experiencia de haber perdido a mis dos hermanos mayores de manera seguida cuando yo tenía unos diez años. Recuerdo que no me regodeaba en la pérdida (sí, muchos saborean el mal trago y lo hacen pasar por dulce para enjuagarse mejor el espíritu dolido) y me sorprendía recordando lo poco que recordaba de ellos pero lo mucho que recordaba por medio de mi madre. Y aquel viejoven me dijo la frase, una frase que ponía palabras a emociones y sensaciones. "Perder a una madre es terrible, pero para un padre, perder a sus hijos es lo peor". Mi padre ya había dicho, en las pocas ocasiones en que lo verbalizó, que un padre nunca debía sobrevivir a sus hijos. Un drama común en toda época y lugar, creo, y acorde a la realidad de nuestra biología. Nuestra descendencia continúa sin nosotros, eso debe hacer. O eso debe ser.

Hasta que no he sido padre y consciente de cómo viraban en la práctica mis preocupaciones y miedos, no he podido comprender en toda su extensión el terror que vivieron los míos tras perder a sus dos hijos. Terrores que son inmensos, que no cesan, que acucian con preguntas de todo tipo donde la culpabilidad propia se alimenta de la duda, el miedo, la imposibilidad de aceptar que, muchas veces, no somos responsables ni de nuestro destino ni del de nadie. Somos partícipes, actores, pero siempre secundarios o menos importantes incluso que la tramoya de la vida. Menos cuando sentimos el dolor de la pérdida. Yo no paso un día sin sentir miedo por los míos. Miedo a todo, caídas, desapariciones tras la esquina de una calle, carreras que pueden acabar en accidente, etc. Y se mitiga con el consabido "los niños son de goma", pero eso es un alivio homeopático tan eficaz como el beso de madre (o padre) en las heridas. Por eso, hoy, puedo decir que entiendo, comprendo, como hijo que fui de padres que perdieron a sus hijos y como padre que soy que sabe lo que eso conlleva, cómo están los padres de Julen y Oliver.

Les carcomerá el dolor, el desasosiego, la culpabilidad. La sensación de rebobinar cada momento previo, cada paso, cada instante anterior, preguntándose qué hicieron mal, qué pudieron cambiar, qué peligros no vieron, por qué el destino actuó así contra ellos. Se lo preguntarán y no es algo que hayan empezado a hacer momentos después de la fatídica caída de Julen a aquel pozo. Se lo llevarán haciendo de antes, de cuando sufrieron aquella muerte súbita de su hijo en la playa. Y no es una revisión que cese, salvo que la detengas con algún tipo de distracción. Y ni con esas. No. Decir que están devastados, rotos, quebrados por todas partes es un cliché que no alcanza ni una milésima parte de la distancia real a cómo se encuentran. Yo he visto reacciones de todo tipo. He vivido en mis carnes las reacciones. He visto cómo se pueden comportar las personas ante una tragedia así. Y cómo influye en los demás, en su alrededor. En la extraña aura de miedo, de supervivencia, de dolor que se genera.

No sé cómo son sus padres. En qué hallan consuelo. Si tienen enfermedades que se agravarán o estallarán ahora. Si son, como comúnmente queremos ver a los demás, buenos o malos. No lo sé. Sé que, en cualquier caso, seguirán viviendo en aquel vídeo, en sus sonidos y detalles, e imaginarán más, otros mucho más, para completar una historia que llenará de agonía y dolor sus vidas. Me encantaría contar qué fórmula existe para sobrellevar eso, pero la realidad es que no la conozco. Y me gustaría decir que tienen el apoyo de todo el mundo. En gran parte es cierto. El mío, al menos, lo tienen. 

Ojalá que puedan dejar de rebobinar esa película, y que sus imágenes sean otras, más felices, más bellas, con emociones más cálidas y hermosas. Se lo deseo con todo el cariño del mundo. 

Un abrazo,

lunes, 21 de enero de 2019

Reediciones.

Pues sí. Estoy de reedición. De los relatos aquellos de "un peatón sin aire". Los que publiqué con una editorial, Newsline, que me dio la oportunidad de verlos impresos en papel. El resultado no nos satisfizo a ninguna de las dos partes. Y una vez hablado, recuperé los derechos un poco antes de lo previsto y, bueno, los he reeditado.

En el Tao dicen una cosa curiosa. "Haz tu tarea, después retírate. He aquí la única senda hacia la serenidad". Y no puedo estar más de acuerdo. Haz, deja. Aferrarse no sirve para nada. Porque no te aferras tú, te pesa aquello que hiciste. Sin olvido, sin remordimientos. 

Mis relatos quedaron hechos, los presenté y me retiré. Fueron días de sorpresa, de curiosidad. Por lo que sé, más de uno y de diez y más de veinte, los leyeron. O los compraron, no sé bien. Algunas personas me lo dijeron, sorprendidas, admiradas, curiosas. Gustaron, pero yo traté de olvidarlos, de retirarme. No lo logré del todo. Han vuelto, tras mucho tiempo, casi tres años, y he tenido que leerlos, releerlos y enfrentarme no sólo al texto, también al recuerdo de los momentos en que los escribía. Y esa arqueología emocional plagada de sinestesias, de memorias asociadas a sentimientos muy concretos, ha sido como asomarse al abismo de siempre, el del pasado. Pero cosa curiosa, lo he hecho con un desapego interesante. 

Hay relatos que me gustan más que otros. Algunos me gustaron porque eran resultado de un momento emocional concreto, estaban enmarcados en un clima muy específico. Uno en concreto, el de los terroristas, sigue gustándome porque combina varios factores con los que he gamberreado. ETA, los atentados de marzo, mi barrio y mi infancia. Y es que odio las vacas sagradas, los intocables y los cordones que impiden educadamente el acceso. En un tiempo como es ahora donde todos los muros son de gelatina, los límites acuosos y los fundamentos de barro, lo mío puede sonar vulgar, corriente y habitual. Y eso significa que he de hacer más esfuerzos por identificar aquellos ídolos sobre los que me gusta hacer chistes y reír...

Tampoco me considero un tipo chistoso, la verdad, y mi humor es más bien escaso y peculiar. Como el de todo el mundo, claro. Pero la risa, ¡ay, la risa! Es fundamental. Sin risa no hay inteligencia, sin inteligencia no hay diversión, sin diversión, todo es aburrido, gris y un camino muy feo hasta la inevitable muerte. Vaya, no sé si el Tao recoge algo de esto, pero oye, seguro.

En fin, que con todo lo dicho, añadir que el impulso de reeditarlos y ponerlos en Amazon (¿Y por qué, si ya estaban con una editorial y tal? Se preguntará alguien) proviene de un sentimiento de necesidad respecto de tenerlo todo cerca, controlado, agrupado, clasificado. Y también, lo reconozco, como un homenaje a una persona muy querida, mucho. Mucho. Ella lo sabe, porque he reeditado todo observando una piedra concreta y pensando en mi barrio, en una avenida y en un momento muy especial.

Espero, personas lectoras, que disfrutéis mis "Relatos de un peatón sin aire", si aún no los habéis leído. Y si ya los leíste, ahora valen la mitad. ¿No es un aliciente?




Un saludo,