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martes, 4 de diciembre de 2012

El fin de una edad.

Ayer miraba con ojos tristes el Puente de Toledo. Hacía frío, y la roca porosa seguía siendo áspera y sucia. El cielo gris, la superficie alisada con placas y los escasos árboles, esqueléticos, parecían servir de marco para la puerta de la muerte. En otoño, casi invierno, esto es habitual.

Cumplí 36 años no hace mucho. Una edad que, a los 20, se me antojaba casi de anciano. Recuerdo a los que comenzaban la treintena como si fueran mitos. Casados, con hijos, trabajo, hipoteca, coche... "no quiero eso", pensaba. Pero quería casi todo eso. Mientras, jugaba. Jugaba mucho. Jugaba a estudiar, a ser adulto, a hacerme mayor y a creer en la madurez. Jugaba a crear mis redes sociales, de la forma vieja, sin internet, con un teléfono fijo en casa, horas de llamada y horas en las que la ausencia se entendía natural. Jugaba mucho, y aprendí a conocer a los demás jugadores.

Un juego que siempre me ha gustado es el del rol. Llevo más de un cuarto de siglo practicándolo, y como buen aficionado, sigo jugando con defectos, fallos y vicios. También me pasa con el baloncesto, coincidente en el tiempo de práctica. Jugar requiere amigos, y los amigos, afinidad. Yo tenía muchos conocidos a los que llamaba sin reparo alguno amigos, y amigos a los que aun no conocía. El tiempo siempre destila, pero entonces uno bebe a grandes tragos.

En aquellos años, uno podía levantarse a las 11 de la mañana, holgazanear, perder el tiempo. Podía ir o no ir a las clases de la Universidad, podía salir de paseo, perderse entre calles y visitar tiendas sin ánimo, ni dinero, para comprar. Todo era flexible. Se veía a un tipo trajeado, aspirante a yuppie, corriendo con frenética desesperación, y uno se reía. Era lejano, un universo paralelo. Todo tenía atractivo, sí, pero también uno creía saber las líneas que no hay que cruzar.

En aquellos años, las noches eran interminables, y dormir era innecesario, pero no soñar. Siempre soñábamos. Algunos más que otros, otros menos de lo debido. Todos los días eran de descubrimiento, o, mejor aun, de dilapidar las horas a manos llenas, como ricos sin tasa. El tiempo no tenía fin. Las horas eran infinitas. La luz siempre brillaba y la sonrisa vivía instalada en el rostro. El pasado maquilla también aquellas caras, pero éramos jóvenes, conscientemente inconscientes, hijos de una clase media acomodada con maneras de revolucionarios de todo tipo; conservadores, hedonistas, radicales de izquierda o transeúntes.

Poco a poco, esas luces se han ido apagando. Incluso en los días de verano, largos y morosos, todo discurre más deprisa. Es como aquel ejecutivo vestido a la moda de los 90, maletín y melenita, puños y chaquetas vistosas. Sigue corriendo, incapaz de tener un minuto. Los hombres de gris se lo han quedado todo. Y el tiempo, ese valioso don, ese recurso mayor, se ha convertido en un bien tasado, limitado. Horarios, fechas, límites, preparativos... agendas, preavisos, alarmas... ya no existe el placer de la improvisación, de tocar un timbre y visitar a un amigo recién despertado de su siesta. Ya no hay decisión de última hora que conduce a horas largas sin dormir y conversaciones interminables, fogosas, arrebatadas. 

Ahora solamente queda la apatía, la desgana, la pereza. El deber que agota y genera esos sentimientos. Es el fin de una edad, de una idea, de una rebelión. La del tiempo. Y ahora... se siente la madurez, pero entendida como dolor, como umbral del destino. Olisqueando el aire, percibimos la extinción, la muerte. Y olvidamos las canciones del pasado pensando en las tallas en piedra del futuro. El presente... se hace lento, maquinal, tedioso. La edad es un corte, un límite falso e inexacto. Pero es.

No debería costar tomar aire y cerrar los ojos y sentirse de nuevo como entonces. Pero requiere tiempo para olvidar el tiempo y ganas de tener ganas. Pide ilusión, pide soñar, pide equivocarse y no sentir vergüenza o miedo. El fin de toda edad no es más que el comienzo de otra. Y todo fluye igual, todo continúa, constante, agua siempre fresca de arroyo vírgen.

Quiero beber hasta saciarme, pues nunca me hartaré.

Un saludo,