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lunes, 20 de diciembre de 2010

El arte de insultar (Redux)

En el sencillo arte de insultar a alguien, uno topa a veces con dificultades imprevistas. Imagínense, uno quiere cagarse en el toro que mató a Manolete, y un lector cualquiera interpreta que va contra él. Porque es antitaurino, por ejemplo, y va con el toro. Ergo, se siente defecado en su persona. O uno dedica una canción desahogada en una plataforma de comunicación personal a personas que no están en la misma plataforma que él, y de pronto otros deciden que va dirigida expresa y claramente a ellos. Entonces uno parpadea, mira al frente fijamente y piensa: "Si a ti no te insultado; pero tranquilo, si quieres lo hago. Mejor dicho, ya lo he hecho".

Porque Schopenhauer ya se reía de ellos. En su manual, cuando habla del argumento "ad hominem", referencia sarcásticamente a aquellos que quieren ser parte del insulto sin serlo por afán de superar su mediocridad sintiéndose insultados por aquel a quien envidian o detestan.

Y es que no hay nada más triste que sentirse insultado... cuando el insulto iba contra otra persona. Y el insultador de pronto se encuentra en una difícil tesitura; ser solidario y ampliar el foco del insulto a un público mayor, para que no se sientan ajenos, o desmentirlo, haciendo entonces un ejercicio de razón y proporción que diluye el primer insulto dirigido, pues a más sujetos, menor intensidad del mismo. También cabe una tercera opción, que es girar talones y mostrar la rabadilla, el cogote y el sacro lumbar en cadencioso movimiento contrario.

El ser humano es estúpido por naturaleza. Y el que piense lo contrario de sí mismo, miente, se miente y además lo hace mal. Porque también somos mentirosos por naturaleza. Pero claro, dentro de la estupidez, hay irracionalidad, y en ese mar nos movemos todos. Cuando nos desahogamos profiriendo un insulto, que puede ser nominal o abstracto, estamos ejercitando músculos del cerebro y del cuerpo que en otro caso usaríamos en empuñar un arma para matar a la otra persona o, cuando menos, invalidarla. Y en el desahogo nos calmamos. Pero en España hay un mal centenario, más que eso, milenario; el del Honor. Porque aquí todos sentimos nuestro honor en juego, y curiosamente, el más putas de todos es el más honorable y más energúmeno cuando defiende su buen nombre. Y en esa estúpida tesitura, cual teniente Feraud (o incluso capitán, no recuerdo el grado) nos disponemos a batirnos, mejillas enrojecidas, ojos clavados en el malvado contrario, contra todo aquel que ose dedicarnos una injuria al honor. Incluso, o más, cuando no ha sido así.

Quizá, si algunos hubieran leído a Joseph Conrad... o a Séneca sobre la cólera. Pero en todo caso, aquí va mi último consejo; si usted, avispado lector, ínclito navegante del éter electrónico, deduce de mis palabras un improperio o injurias contra su persona, no se escandalice, no se sienta perturbado y resquemoroso, pues yo, dadivosamente, le regalo ese improperio para usted, para que no se sienta, insolidario de mí, excluido del colectivo, gremio, grupo de personas o incluso individuo concreto al que haya insultado, clara o sutilmente. A fin de cuentas, la generosidad no me falta, y si así hago feliz a alguien... pues sea. También si se arrepiente, puedo retirarlo, no tienen más que pedírmelo.

Y me voy, pero no sin antes recordar, de nuevo, qué grande, qué buena y qué verdadera es la letra de "Farenheit 451" de Iván Ferreiro. Su rostro final para mí lo justifica todo. Porque... hay que verlo.

Un saludo,