En el sencillo arte de insultar a alguien, uno topa a veces con dificultades imprevistas. Imagínense, uno quiere cagarse en el toro que mató a Manolete, y un lector cualquiera interpreta que va contra él. Porque es antitaurino, por ejemplo, y va con el toro. Ergo, se siente defecado en su persona. O uno dedica una canción desahogada en una plataforma de comunicación personal a personas que no están en la misma plataforma que él, y de pronto otros deciden que va dirigida expresa y claramente a ellos. Entonces uno parpadea, mira al frente fijamente y piensa: "Si a ti no te insultado; pero tranquilo, si quieres lo hago. Mejor dicho, ya lo he hecho".
Porque Schopenhauer ya se reía de ellos. En su manual, cuando habla del argumento "ad hominem", referencia sarcásticamente a aquellos que quieren ser parte del insulto sin serlo por afán de superar su mediocridad sintiéndose insultados por aquel a quien envidian o detestan.
Y es que no hay nada más triste que sentirse insultado... cuando el insulto iba contra otra persona. Y el insultador de pronto se encuentra en una difícil tesitura; ser solidario y ampliar el foco del insulto a un público mayor, para que no se sientan ajenos, o desmentirlo, haciendo entonces un ejercicio de razón y proporción que diluye el primer insulto dirigido, pues a más sujetos, menor intensidad del mismo. También cabe una tercera opción, que es girar talones y mostrar la rabadilla, el cogote y el sacro lumbar en cadencioso movimiento contrario.
El ser humano es estúpido por naturaleza. Y el que piense lo contrario de sí mismo, miente, se miente y además lo hace mal. Porque también somos mentirosos por naturaleza. Pero claro, dentro de la estupidez, hay irracionalidad, y en ese mar nos movemos todos. Cuando nos desahogamos profiriendo un insulto, que puede ser nominal o abstracto, estamos ejercitando músculos del cerebro y del cuerpo que en otro caso usaríamos en empuñar un arma para matar a la otra persona o, cuando menos, invalidarla. Y en el desahogo nos calmamos. Pero en España hay un mal centenario, más que eso, milenario; el del Honor. Porque aquí todos sentimos nuestro honor en juego, y curiosamente, el más putas de todos es el más honorable y más energúmeno cuando defiende su buen nombre. Y en esa estúpida tesitura, cual teniente Feraud (o incluso capitán, no recuerdo el grado) nos disponemos a batirnos, mejillas enrojecidas, ojos clavados en el malvado contrario, contra todo aquel que ose dedicarnos una injuria al honor. Incluso, o más, cuando no ha sido así.
Quizá, si algunos hubieran leído a Joseph Conrad... o a Séneca sobre la cólera. Pero en todo caso, aquí va mi último consejo; si usted, avispado lector, ínclito navegante del éter electrónico, deduce de mis palabras un improperio o injurias contra su persona, no se escandalice, no se sienta perturbado y resquemoroso, pues yo, dadivosamente, le regalo ese improperio para usted, para que no se sienta, insolidario de mí, excluido del colectivo, gremio, grupo de personas o incluso individuo concreto al que haya insultado, clara o sutilmente. A fin de cuentas, la generosidad no me falta, y si así hago feliz a alguien... pues sea. También si se arrepiente, puedo retirarlo, no tienen más que pedírmelo.
Y me voy, pero no sin antes recordar, de nuevo, qué grande, qué buena y qué verdadera es la letra de "Farenheit 451" de Iván Ferreiro. Su rostro final para mí lo justifica todo. Porque... hay que verlo.
Un saludo,
lunes, 20 de diciembre de 2010
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