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lunes, 30 de mayo de 2011

Recuerdos

Hay sueños, o historias (a veces son lo mismo) que merecen la pena guardarse en el recuerdo. No convertirlas en secretas, pero sí en algo personal, un tesoro imposible de compartir con otros. Quizá tendamos a guardarlas bajo llave mucho tiempo hasta que, de pronto, un día deciden fluir y piden ser escuchadas. Normalmente, para ello hace falta que una persona quiera sentarse con la otra y oírlas.

Tendemos a ver nuestra vida con ojos de inmortalidad. Ni siquiera las enfermedades nos hacen temblar en esa convicción. Creemos que, por ser conscientes, por sentir el mundo a nuestro alrededor, todo eso perdurará siempre, no cambiará. Un banco en el parque, bajo la sombra de hojas verdes que se mueven, es intemporal. Pero la memoria entonces recuerda lo que hubo en ese lugar antes, y antes, y después. Recuerda momentos que sucedieron allí, una palabra, un gesto, un hecho. Y entonces el tiempo se difumina.

Creemos en nuestros recuerdos, en lo que percibimos entonces. Construimos nuestra realidad con ellos. Y cuando se nos presenta la perspectiva de perderlos, de que se queden encerrados con nosotros, en un momento en que sabemos que no nos queda mucho tiempo, sentimos miedo, sentimos la necesidad de contarlos. Pueden ser nuestro último regalo.

Aunque tengo 34 años, sigo sintiéndome muchas veces como un niño de 10 u 11 años en ciertos momentos. Hay recuerdos que no se van, difusos, alterados, pero su esencia permanece. Recuerdo muchas cosas, buenas y malas, y la memoria estará conmigo y con quienes los comparta. Un día, no estarán más en mi cabeza, y serán de otros, quienes harán con ellos lo que deseen. Guardarlos o contarlos de nuevo. Será mi regalo.

Mi padre tiene 81 años, y sus recuerdos empiezan a ser míos. Es su regalo.

Un saludo,