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jueves, 17 de noviembre de 2016

Vida de barrio.

Hoy me he levantado algo costumbrista. Sí, como un Baroja crudo suavizado por Pérez Galdós. O un Cansinos Assens tras charlar con Josefina Aldecoa, si eso fuera posible, sobre este nuestro país. O como David a secas, astracanado en gregerías. El mundo es absurdo, eso ya lo sabemos todos aunque tratemos de dotarlo de sentido. Y suerte...

Digo costumbrista porque hago una vida de barrio muy peculiar pero a la vez absolutamente agradable. No es la vida de barrio de mi niñez, macarra, entre agujas de yonkis y pistas de básket donde arrancaban los aros día sí y día también cuando no había peleas a piedra y palo. No es esa vida de ir a jugar al bar al Double Dragon y gastar monedas de cinco duros con cuidado de que la partida durara mucho, o entrar en los billares de mayores, vestidos de cuero y humo de cigarro, amenazantes y atractivos. No. Tampoco la de salir de noche y perderse por lugares imposibles (incluyendo saltar tapias de cementerio para comprobar si los muertos siguen quietos en sus mausoleos) Es otra vida. Tras varios años de "exilio" en Alcorcón (relativo, pues sirvió para muchas cosas y todas buenas) en aquella urbanización cerrada y barrio inexistente, he vuelto a Madrid, he cruzado el río (igual que de niño, yendo a ver a Sergio, Emilio o Igor, en ese orden o en orden inverso) y ahora vivo en otro sitio que es especial.

Es especial por muchas cosas. El ritmo ha cambiado. Quizá sean mis ojos y mis piernas los que han variado el ritmo, da igual. Ya sabéis, el observador que cambia el objeto observado. El ritmo, digo, es pausado, tranquilo. A pesar de mi tendencia al grito, al movimieno espasmódico y brusco, he encontrado aquí una calma y una vida que me eludían demasiado tiempo. Y felicidad. Incluso en un comienzo tenso y duro (el día de mudanza ingresaron a mi hijo, y las cajas se acumularon en un bosque muerto de cartón, relleno de objetos durante semanas, incluso meses...) hice ya algo que me encanta; salir a pasear. Fui con mi amiga Pili, y de pronto sentí felicidad, la primera vez. Salir, pasear, disfrutar, volver a ver los edificios de noche jugando a adivinar qué historias guardan en las ventanas sin luz y cuáles en las que tienen luz, perderse por calles, por rincones, por lugares de pronto nuevos... 

En dos años he disfrutado de viejos conocidos y hecho algunos nuevos amigos. Y he descubierto que las charlas de parque son muy divertidas, más que las de bar, sin duda. La edad, la intensidad de los momentos y la necesidad de ser breve ante el cuidado de hijos hace que uno sea más directo. Como hablar en un lenguaje que no es el materno, eres más claro y honesto. He descubierto que puedo ser breve. Conciso. Aunque nadie lo crea, sobre todo mi buen amigo Jordi, el gongorismo ha muerto. ¡Viva el barojismo! :D

He dado muchos paseos. He ido andando, en bus, en metro, en bicicleta, a sitios donde antes solía acabar yendo en el maldito coche. He redescubierto la ciudad de mi adolescencia y juventud, los rincones, los edificios de ladrillo naranja o sucios, los cortes neoclásicos, el famoso y afamado Madrid de los Austrias (donde hay una casa de balcón que mira al viaducto, de frontón triangular sobre columnas finas, terrazo y pinta de ser muy cara y en la que viviría una de las muchas vidas que no he vivido...) y los secretos en forma de jardines, de pequeños parterres, rincones, viejos y nuevos, esculturas imprevistas, fachadas espectaculares arrumbadas fuera del circuito turístico, aceras de ladrillos espigados o baldosas muy pulidas de tantos pasos que han soportado... he disfrutado de la compañía de muchos y buenos amigos. Rafa y las partidas de los jueves que son excusas para charlar. Algunas de rol con los mismos de siempre. Piscinas tras el escuás (oscuás, qué dolor) y debates como los de antaño. Cenas en tascas, bares o restaurantes del barrio. Cervezas. Reencuentros con Igor, con Emilio, con Sergio, con Santi. Comidas con Julio (sí, comer es un acto social, único, especial... me encanta comer, soy comedor compulsivo, tanto como el contacto físico; necesito abrazar la carne y comerme las miradas, necesito pegarme a quienes aprecio y quiero, sentirles... aunque huyan despavoridos o les incomode mi afamado abrazo del oso y mis besos interminables :P ) y descubrimientos como esos que digo de parque. Madres de todo tipo, corajudas, divertidas, agradables, simpáticas, agobiadas, especiales, y niños que juegan, descubren, exploran, investigan, se divierten, lloran, se caen, pegan, les pegan, saltan, ríen, patalean, corren... he ido descubriendo el barrio, poco a poco, situando los nuevos lugares que a veces eran viejos. La biblioteca de (¡sorpresa!) Pïo Baroja, donde presuntamente estudiaba y acababa leyendo cómics, y ahora es lugar de visita semanal, es un ancla echada al pasado. Algún bar como el Coppola (fritanga, cerveza, pósters de sus películas) para cultivar la nostalgia. El DÍA, primer supermercado que tenía aquella infame Sky Cola o picoteos de patata y otros repletos de E-tetúasaber... el parquecito donde pedaleábamos y ahora es el camino a la heladería de los viernes en el buen tiempo. El parque de Arganzuela que ha extirpado la fuente elíptica objeto de una apuesta... los paseos se llenan de nostalgia, de pasado, pero también de futuro y color. Mi hijo descubre, juega en los mismos sitios, pisa una arena removida miles de veces pero siempre idéntica. Mi sonrisa vaga, pasea y ríe, y me siento, como digo, feliz.

Esa es la cuestión. Estoy feliz. No siento la cacareada crisis de los 40. No siento la extraña punzada del desasosiego todo el tiempo (por otros motivos, sí, pero la ansiedad es así, no respeta el raciocinio que la alimenta) y sí una felicidad que se resume en algo básico. Aceptación. Acepto mi vida. Mi entorno. Mi persona. Y gracias a eso acepto lo que sucede, lo que viene o vendrá, viviendo día a día. Creo que me mudé no a un nuevo barrio, si no a mi barrio, aquel que he ido construyendo año tras año y no tiene forma de edificio de ladrillo o piedra. Es el barrio de uno, el interior, donde sabe qué colmado vende la mejor conserva o qué frutería trae lo mejor de la temporada. El barrio interno donde uno conoce cada calle, cada callejón, giro, codo, recta, cuesta y rincón. El de los caminos inexplorados y las luces distantes. El lugar donde se siente uno a sí mismo, con uno mismo.

La vida de barrio es agradable. Madrugar, no. Trabajar, menos. Y siempre, tras las sonrisas, los rostros apacibles, las miradas llenas de felicidad, pueden esconderse dramas, miedos, historias terribles o deseos y pulsiones malévolos. Pero eso es ficción. La realidad es mucho mejor por una cuestión básica; es real. Pasa. Y pasa porque llegamos, buscamos, encontramos, a veces sin ir, sin explorar, sin querer hallar nada. Pero es.

Y entre árboles y ramas, donde la luz de otoño incide, partida por hojas a punto de caerse, paseo, paseo. Últimamente, con ganas de silbar, de poner las manos en los bolsillos o a las espaldas y sonreír, de mirar todo con indulgencia, de maravillarme de la belleza que se esconde en cada lugar, cada rincón de ese barrio. He perdido ya definitivamente la gravedad, la pomposidad (salvo si es para burlarme de ella) y la losa de la pregunta aquella. ¿Por qué?

Para ser felices.

Un abrazo,

2 comentarios:

Anónimo Anónimez dijo...

Gracias por este artículo. Hoy he vuelto a leer esto tras mucho tiempo y varios revuelos personales. Me gusta, casi vecino. Gracias por compartirlo.

David P. Sandoval dijo...

De nada. Hacía tiempo que tenía ganas de escribirlo... en la vida, también hay que glosar lo positivo, aunque te insulten llamándote optimista. :P