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martes, 10 de julio de 2018

El sentido de la escritura.

Hace tanto que no escribo una entrada aquí, en el escaparate público, que me siento hasta oxidado. Pero es normal. Lo que escribo lo hago estos meses en privado, en la intimidad de un ordenador nunca propiedad mía, en la tensa calma de la siguiente actividad a realizar (¿A qué sitio puedo llevar hoy a los niños? ¿Con quién? ¿Cabrán los dos? ¿Calor, comida, agua, actividad prevista? ¿He terminado los registros que me pidieron? ¿Están las facturas contabilizadas? ¿Me he dejado la caldera encendida? ¿He hecho la compra? ¿Cómo va el mes?) es teclear las palabras que conforman varias historias muy diferentes. Tanto, que me inquieta no mantener el muro divisorio que las aísla, dejando así que fluyan ideas, imágenes, términos o sentidos que no corresponden.

Desde niño he visto en las palabras una puerta. Cada palabra, al denominar la realidad o inventar una nueva, era un picaporte, la manija que uno tira hacia abajo con indolencia infantil o miedo reverencial. Cada palabra, además, se unía a otras para crear espacios, imágenes, lugares y escenarios que se abrían en ese hueco trasero del cerebro donde proyectamos el cine de la literatura. Y se rellenaba con más palabras, palabras que expresaban emociones, sentimientos, deseos, frustraciones, objetivos, ilusiones de personajes que me parecían siempre reales, más reales que los que me han rodeado toda mi vida. Un poco falso esto, porque en realidad los personajes de novela me parecen más sencillos de comprender que los reales. Los reales mutan, son volubles, varían a cada instante, no reaccionan como se espera. Son desasosegantes. Pero también algunos de la literatura. Incluso de la histórica, que uno cree ya conocer (por creer saber el final) y acaba luego sorprendido. 

Palabras como ladrillos, como rocas, como sillares. Y algunas tan pesadas y horrorosas como la piedra más voluminosa. He sufrido libros, lecturas obligadas, los "must" que quizá no debieron serlo en el momento en que se impusieron. Tengo la vergüenza de reconocer que hay libros (no mencionaré sus nombres) que me repelen, aunque se consideren obras maestras. Y que hay otros que me fascinan, por más que no se recomiende su lectura. Leer es un proceso tan complejo, al inicio, como pasear por un campo de minas. Igual que la vida. Aunque, también es verdad, más beneficioso; te puede estallar una mina en la vida real y amputarte, o matarte, pero un libro no hace sino restar ganas, nunca amputa la imaginación.

Para mí, el sentido de la escritura ha variado con los años. Lo he dicho más de una vez. De mis pinitos periodístico-crematísticos (una "gacetilla" hecha con 9 o 10 años, donde copiaba la guía de televisión -una necesidad-, noticias generales y las que consideraba importantes del barrio, como que habían repintado una valla o que en el bar de la esquina estaba ¡el Double Dragon!) pasé a escribir algunas historias, siempre con "musa". La primera que recuerdo elaborada, más o menos, con 13 o 14 años, era un relato pastiche copiado de los de Lovecraft, dedicada a una muchacha. Luego, algunas más, poesías ripiosas y aburridas. Y a partir de los 17 o así, en aquel año de transición entre instituto y universidad (me tomé un año sabático, sí; permitido por mis padres, subvencionado por mis clases de inglés a chavales más torpes que yo y que convertí en una fiesta de despertar tarde todos los días, acostarme a las mil, pasearme Madrid, visitar la Filmoteca decenas de veces con Rafa, sacar libros de las bibliotecas y devorarme lo que me apetecía, "quemando" autores, y tratar, cómo no, de ligar...) comencé a escribir impulsado por la creencia de que yo, en el fondo, era un genio. Como el bueno de Joyce y su "Retrato del artista adolescente". O tantos otros que luego encontraría en novelas de gente como Baroja o libros de memorias como el magnífico de Cansinos Assens. Y supe que no era un genio. Sólo un crío creído que no creía en sí mismo.

Me frustré a los veintipocos, tras acabar la carrera. Lo que había escrito no me entusiasmaba, me parecía vacío, retórico, aburrido. No tenía chispa. Y además, no era serio, sólo una afición más de las muchas que cultivaba (baloncesto, rol, cine, romanos, esas frikadas) por lo que, de alguna manera, me dejé influenciar por el entorno y también me dejé fracasar, esto es, ni intentarlo. ¿Para qué, si era malo y lo sabía?

Pasaron los años. Pero siempre había un comezón, una picadura en el cuello o en el brazo que me inoculaba algo, tinta venenosa, supongo. Había imágenes, frases, construcciones que me parecían bellas, perfectas, y a veces lograba anotarlas en algún lado para, después, descartarlas por ser fragmentos de algo que no existía porque era incapaz de concebirlo. Imaginen un arqueólogo que haya frisos, capiteles, relieves, ladrillos sueltos o rotos, y es incapaz de reconstruir el templo que ha hallado porque ni sabe a qué dioses va dedicado ni cómo rellenar los huecos que el material destruido ha dejado. Yo era un aprendiz, seguía siendo un crío que no conocía el camino de la madurez (¿y para qué?) y aquello, seamos sinceros, no reportaba nada en lo material. Aunque el cosquilleo se mantenía. ¿Cómo lo sublimaba? Siendo "práctico" y escribiendo partidas de rol que, en muchos casos, eran más mi libro que una partida y que obligaba a los jugadores a ser cautivos oyentes de mis relatos...

Y entonces pasó. Me decidí. Tenía dos libros escondidos en el cajón. Uno horrendo que terminé borrando y tirando. Otro que, bueno, no me avergonzaba tanto aunque se pareciera demasiado a cierta película de Edward Norton (y juro y juraré que lo escribí antes...) y necesitaba algo nuevo. Abandoné la carrera que había empezado para hacer "algo útil" (Historia en la UNED,,,) y que había tomado para seguir haciendo "algo útil" tras opositar (nadie sabe lo coñazo que es...) y me decidí a un curso de escritura en Fuentetaja. El más útil, de verdad, con una profesora de lo más adecuada. Silvia Nanclares. Ella dispuso semillas de muchas cosas que ahora, tras regar lenta y esporádicamente, van dando frutos. Entonces se me ocurrió; una ucronía. Me apasionan. Y escribí "Sangre de hermanos".

Sí, lo mandé a algunas editoriales. Ninguna lo quiso. Algunas incluso me dijeron que gracias, pero no, gracias. Ninguna hizo la valoración del libro. Me lancé por otro camino. Como Rafa, me autopubliqué. Un rollo. Una inversión de la que no esperaba recuperar nada. Y vaya, sí cubrí gastos, e incluso a día de hoy sigue vendiéndose (todos los meses vendo veinte ejemplares más de lo que esperaba...) en Amazon. Bueno, entonces, pensé, no escribo tan mal. De ahí me contactó una editorial que no era editorial pero quería serlo, y que resultó ser una empresa ad maiorem dei gloria de... Bueno. No lo diré. Mis relatos gustaron. Se publicaron. No se vendieron o, al menos, no se vendieron como esperaba. Aunque sí los leyó bastante gente, por lo que sé. Algunas personas, de hecho, me descubrieron ahí como alguien diferente a quien esperaban que yo fuera.

¿Me importa el éxito? Bueno, como a todo ser humano, sí. Pero no es mi meta. ¿Me importa el dinero? Si tengo suficiente para vivir y que vivan mis hijos, sí, pero no es la finalidad. ¿Me importa el reconocimiento? Pues sí, aunque me da vergüenza que me digan cosas buenas, acostumbrado toda la vida a recibir críticas devastadoras y negativas o la indiferencia. ¿Qué quiero? Pues ahí está el sentido de la escritura para mí. Lo que yo quiero es...

Escribir.

Un saludo,

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