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martes, 25 de septiembre de 2012

Roma

Mil sensaciones sacuden mi tiempo. Regreso a Roma por tercera vez en un viaje diferente. Acompaño a mi mujer con relajación, sin la urgencia de ver los lugares marcados en las guías como imprescindibles. Así, nada más llegar, somnolientos y bajo una lluvia intermitente pero copiosa, nos vamos a Termini y entramos en el Museo Massimo alla Terme. Impresionante. Vagamos por las salas, zambulléndonos en el pasado romano, entre vestigios de mosaicos, esculturas y pinturas realizadas para hacer felices a sus dueños. Una expresión de placer y sorpresa va haciéndose normal en nuestro rostro, y al salir decidimos ir caminando al Mercado de Trajano.

El segundo día estoy solo y me voy a la Villa Giulia, la sede del museo etrusco. Comparte salas con la Villa Poniatowska. Voy en tranvia, pasando por la via Regina Margherita, disfrutando de la visión de edificios de finales del siglo XIX e inicios de XX de colores cremosos, pocas plantas, con singulares remates de torre en algunos de ellos, en las esquinas. En el museo, me impresiona la calidad y cantidad de las piezas expuestas, así como el entorno. Tanto es así que dedico casi 5 horas a su visita. Después, extasiado, pero contento, bajo caminando hasta la piazza del Popolo. Es un regreso a la triste realidad adoquinada sin árboles ni matorrales, ni verde frescor de hojas, hiedra y parras. El fascismo debe ser algo así, convertir las plazas en lugares inhóspitos si no es para empaquetar a los individuos indistinguiblemente unos de otros... sigo bajando hasta llegar al monumento de Vittorio Emmanuele, por la via del Corso, tristemente igual a cualquier calle comercial, con los mismos grupos de peatones y conductores de cualquier ciudad. En la plaza del Campidoglio, recobro el aliento para luego ir caminando hasta el gheto judio. En la comida, comparto mesa al lado de un tipo con la bandera israelí en su mechero. Al lado, un tipo curioso, de chaqueta o camisa con cremallera de cuadros verdes, botas de los ochenta, y una kippa tejida de lana, además de una venda en el brazo derecho, faja, y gafas de sol, examina varios objetos propios, no sé si mercancía o no. La gente se saluda amigablemente. Después de comer, me pierdo por las callejuelas del Campo di Fiore, hasta llegar al Mausoleo de Adriano. Allí, con Cris, decidimos visitarlo, sorprendidos de la estructura más que de la apropiación papal, ni la primera ni la última en esta ciudad. Ya de noche, caminamos de vuelta al hotel.

El tercer día visitamos el Palazzo Altemps, tras un agradable paseo entre las calles adyacentes al museo y la Piazza Navona. El museo está bien, algo inferior a lo esperado por nuestras expectativas, pero siempre interesante. Decidimos luego perdernos andando, caminar por calles irregulares y disfrutar de las sensaciones. Enredaderas, flores, plantas colgando de fachadas de bellos colores cremosos... retornamos al hotel, donde nos cambiamos para ir a la visita programada de la Villa Farnesina, en el Trastévere. Allí, contrario a mi costumbre, accedo a la visita guiada (no hay más remedio) y quedo pasmado y gratamente sorprendido del detalle y buen hacer de la guía. Es una gozada aprender de la historia de la ciudad con ella y, también, de la Villa. Tras eso, ya tarde, nos vamos a cenar a un local pintoresco del Trastévere, amenizados con música local y en un patio rodeados de antorchas y enredaderas. ¡Cuánto del Mediterráneo hay en aquel lugar! Excepto la comensal que comparte mesa con nosotros, una lituana extravagante que nos cuenta el miedo de su país a la penetración rusa... lo que parece una cuestión xenófoba sobre la migración, se convierte en una conversación interesante sobre la visión que del sur tienen otros lugares.

El cuartodía está enteramente dedicado al Vaticano y a dos buenos amigos, que, con el padre de uno de ellos y su hijo, compartimos las salas, especialmente la etrusca, donde accedo por fin. Después, tras los museos, rapiña considerable de los papas, la masificación infame y nada agradable del a capilla Sixtina, el horroroso almacén de arte religioso contemporáneo, el exceso de turistas y mesas de venta por todo el Vaticano (entiendo la repugnancia de Lutero, sin lugar a dudas, por aquel mercantilismo de la fe) salimos a la calle y caminamos un rato, para ver algo más de Roma al otro lado del río. Saludamos de nuevo a los gatos, dueños de los templos de Largo Argentina, y pasamos un rato en las plazas anejas al Vaticano, verdaderos vertederos de gente miserable y sin muchas esperanzas que, en un alarde ironía, vagabundean entre miserias mientras la plaza ni les abraza ni les acoge. Nos vamos a cenar al restaurante de Navona Notte, esperando que, por un milagro, siga abierto. Y está. Nos acoge la misma persona que ya nos atendió hace años. Su gorra roja, las gafas, la nariz prominente, la costumbre de canturrear, la felicidad en el habla y el trato, la calma pero constancia con que nos sirven nuestro plato de pasta con marisco mientras disfrutamos de una frasca de vino casero... eso redime cualquier fealdad vista antes.

El quinto día es el último. Y como tal, toca despedirse de la ciudad. A Cris, liberada de sus obligaciones, le apetece una visita, y a mí otra. Coincidimos en las Termas de Caracalla, eso sí, donde llegamos tras un paseo desde el hotel que incluye el descubrimiento de las puertas originales de la Curia senatoral en... una iglesia barroca, pomposa y excesiva como es San Juan de Letrán. Andando, pasamos por las murallas y el parque donde están las Termas, y allí, con calma, hacemos una visita impresionados de los muros aun erguidos, la riqueza y el gusto para dar, a la gente, en proporción, felicidad. Descubro, además, antes de entrar, una palestra moderna, o lo que es un campo de atletismo, y constato una vez más cómo el ser humano arraiga costumbres y es muy perezoso; el uso dado a un espacio se mantiene por siglos y siglos, sin más razón que... el peso del tiempo. Después de ver las Termas, salimos hasta el Circo, donde retomamos, con el Palatino a nuestra izquierda, el arco de Constantino, el Anfiteatro Flavio y la eterna avenida de Mussolini que cercena como una cicatriz horrenda los Foros. Caminamos hasta el Capitolio y allí nos separamos; ella para visitar el museo del Palazzo Doria Pamphilj en la vía del Corso, yo para revisitar los Museos Capitolinos. Y tras unas horas, termina el viaje... salimos nostálgicos, cansados, agotados pero felices. Roma, una vez más, como siempre, es una ciudad eterna en todos los sentidos.

El aeropuerto mata nuestra felicidad, esperamos, esperamos y nos cansamos. La fila amorfa que conduce al avión augura un vuelo con gente gritona y molesta, incluyendo intentos de colarse de algunos. Vuelvo a descubrir la eterna pasión española de quejarse de todo y todos, pero no hacer nada al respecto. Yo sí lo hago, no puedo remediarlo, ganándome miradas entre admiradas y de rechazo. En el avión, ya sentados, tenemos justo delante la primera clase y, en el asiento frente al mío, un imbécil de primera clase. Durante el vuelo no deja de jugar con su respaldo, molestando, de hacer comentarios suficientemente elevados en el tono como para no escuchar sus tópicos y diatribas prefabricadas, y el remate llega al aterrizar. Con chulería consciente, enciende su móvil, cantando éste la canción de inicio a todo volumen, y atrae a uno de los azafatos, un italiano. Le reconviene para que apague el móvil, a lo que el otro se niega, pero insiste y no se va de ahí hasta lograrlo. El idiota, avergonzado, se venga sacando ¡un mechero! con el que juega a espaldas del azafato, que ha ido a abroncar a otro pasajero que está abriendo ya los maleteros antes que el avión pare. Al volver, el idiota para y calla, aunque intenta vengarse en su compañero de viaje que ya pasa de él.

Al salir, no puedo resistirme. Me despido de Italia dando las gracias a ese azafato que ha hecho cumplir una norma, con calma, sin aspavientos innecesarios, ni gritos. No. Solamente con presencia. Lo que nos falta en España.

El regreso ha sido muy duro...

Un saludo,

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