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martes, 4 de febrero de 2020

Sin título.

De alguna manera, algo supersticiosa, me negaba a estrenar el año escribiendo aquí, en mi bitácora de navegante en derrota. Quizá porque ni soy Joseph Conrad y esto de usar lenguaje marinero me parece postureo, ni tampoco porque últimamente me considere siquiera un escritor. Algo recurrente, de todos modos. Suelo dejar de sentirme así, un "escritor", cuando llevo tiempo sin escribir o bloqueado en los proyectos que inicié. También cuando escribo algo y me parece insustancial, vacío, falto de esa magia que suele estar en los mejores escritos. Porque, seamos sinceros, sin pasión, de la verdadera, todo está vacío.

Quizá ese el motivo. La pasión. Mi pasión, mis pasiones, se han moderado o calmado, aunque no extinguido, en los últimos tiempos. Hay una pasión, sin embargo, que no, y que convive con la sensación de espera, a veces alimento de la misma, otras frustración, y que no puedo contar aquí. Es la mujer a la que quiero. Una mujer a la que quiero ver todos los días, a todas horas (descontando comidas, trabajo, sueño... pero ahí también quiero estar...) y que, a veces, pasamos sin vernos días, que no sin hablarnos, escucharnos y sentirnos. Esa pasión vive, se revuelve como las llamas de una gran hoguera y calienta como el sol tu mejilla en verano. Pero no quiero escribir sobre ella. 

Mis otras pasiones, como digo, están en retirada o guarecidas ante realidades más perentorias. Mis hijos, cada vez más demandantes de atención, de guía, de acompañamiento y cariño, de atenciones diversas, rellenan el tiempo que antes dedicaba a las diversas pasiones. Leer sin tasa, ver películas sin escrúpulos, jugar al baloncesto, recrear o preparar recreaciones históricas, pasear sin rumbo ni horario, charlar con amigos a los que veía casi todos los días. Todo eso se ha mitigado, reducido o cambiado. Leo menos, veo menos películas, no juego al baloncesto y las recreaciones son escasas y tasadas. Paseo cuando no les tengo, y hablo con muchos amigos, pero no ya cara a cara. De hecho, me encanta pasear y charlar con ellos, hacer dos o tres actividades al tiempo. Pero todos estamos algo agotados, consumidos por los hijos y, por supuesto, la edad.

La edad es algo real. Nuestro cuerpo demanda comodidad, menos sobreesfuerzos y más reposo. Pide que no le traumaticemos realizando una actividad que antes era fluida, fácil, agradable. La humedad engrana los músculos, pero la sequedad empieza a hacer mella. Lo que antes era flexible, ahora quiebra, y la irresponsabilidad de vivir sin tiempo se convierte en utopía. He cambiado muchas de esas cosas, del foco y atención que dedicaba, a realizar las mil tareas que, sin esclavitud de por medio, recaen en nosotros. Y es así. Sin lamentaciones. 

Miento. Lamento escribir menos, y mejor. Lamento no dedicar más tiempo a las palabras. Encontrar esa que encaja en la idea o emoción. Alguna vez he experimentado la epifanía del lenguaje, de encontrar los términos adecuados, la expresión justa, la única válida. Y sentirme ufano, alegre, enrojecido de excitación y vida. Esa emoción, como las que sabemos tuvimos de más jóvenes (la excitación de seducir, ser seducido, la aventura de algo desconocido, el atractivo de la novedad, la sorpresa del descubrimiento...) la conozco, pero no la experimento con la misma intensidad ahora. Salvo en determinadas ocasiones que la recreo con... Ella. Vaya, no quería, pero escribo sobre ella. 

Sin releerme, entiendo el recelo que me invadía antes de escribir. Una reflexión sin título, sin desarrollo incisivo, sin un final con el puñetazo o caricia adecuados. Porque ya he terminado. O será que no quiero continuar... Aquí, ahora. Esto. Quizá no quiera ya la exposición que, limitada, me molesta. Quizá.

Un saludo,

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