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miércoles, 3 de enero de 2018

Fobias.

Todos tenemos alguna, reconocida, oculta o latente. En mi caso, pasé años sin reconocer que me aborrecen los caballos. Lo siento por los equinos, no puedo estar a su lado tranquilo. Siento pánico, necesidad de irme y algún sudor. Puedo ver "Bojack Horseman" pero no estar al lado de uno montado o suelto. Me da menos miedo un toro, aunque le respete. No es racional, aunque alguien piense que tengo algún episodio de infancia reprimido o similar. No lo sé. Tengo una foto que demuestra que monté un poni, al menos una vez.

María Elvira Roca Barea ha escrito un libro titulado "Imperiofobia y la Leyenda Negra", un ensayo best-seller sobre las reacciones que provocaron imperios como Roma, Rusia o EEUU, centrándose más, al final, en España y su Leyenda Negra (que no requiere epíteto para situarla, por cierto) y tratando de entender ese odio a los imperios (lo califica de un tipo de racismo con soporte intelectual y además bien visto) y las consecuencias. Desde la primera página (prólogo de Arcadi Espada) uno ya sabe qué ideología tiene o parece tener la autora. Y no muestra miedo en decirlo, pues queda claro que la subjetividad afecta al estudio de la Historia. Porque, como disciplina sobre la humanidad, está contaminada de eso. Humanidad.

Yo he leído el ensayo seminal de Julián Juderías hace ya tiempo. Me gustó. Está escrito con un tono de risa vengativa hacia las potencias de Francia, Gran Bretaña o Alemania en el momento de la Gran Guerra. "Esos países que tan civilizadamente se han lanzado a la masacre y no como nosotros, neutrales..." algo así recuerdo que decía, destilando veneno contra ellos en la tinta. Un lenguaje de época, grandilocuente, mezclando hechos con pasión. La autora desde luego ha recobrado esa porción de estilo, me parece. Me gusta leer todo tipo de ensayo histórico y, si es posible, sobre temas controvertidos que me atraigan. La Leyenda Negra es uno de ellos, por cómo cae pesada encima de los españoles y el resto de países, sirviendo de coordenada para calibrar mediante prejuicios la actitud hacia el otro. Un ejemplo. En marzo de 2017, de viaje por el Muro de Adriano, coincidí con un tipo, Andy, representante en Europa de Konami, unos 50 años, con quien mantuve una conversación de casi dos horas de todo un poco y donde pude observar su percepción (británico culto, anglicano, padre de familia, viajante) sobre España. Me llamó la atención cómo, tras debatir sobre diversos temas (la Armada y la contraArmada, la Inquisición y las persecuciones religiosas, el exterminio deliberado o accidental de los indígenas americanos...) había mucha actualidad y presente en nuestras relaciones, lastradas por hechos que se ven diferentes según la construcción del relato hecho. Y la simpatía personal abrió el camino a la aceptación de la crítica ("Isabel I sobrevivió en el trono de milagro, María Estuardo recibió una propaganda feroz y falsa, igual que Felipe II") y el diálogo completo, constructivo. Pero son casos aislados. En Holanda y Bélgica he visto muestras de esa hispanofobia, producto de la propaganda que no cesa. En Londres, trabajando, también. Los sucios y vagos hispanos que no trabajan y hacen pillaje, degenerados. En Berlín, en Viena... incluso en las amistosas Lisboa o Roma. En Francia es muy claro el complejo. Viajar abre la mente porque ser visto desde fuera hace que te preguntes, a la manera de Camba, cuáles son las maneras de ser español.

En estos días inciertos de 2018 donde aún no sabemos si la virtual república catalana será real o quedará en el mercado de las bitcoins, sigo viendo las fobias que avivan muchos, de uno y otro lado. Y reconozco que hay fobias que son, puramente, prejuicio racista. Yo he expresado alguna vez mi fobia al sur de España, o más claramente, a lo que habita bajo la discontinua línea que zigzagea desde Oporto, León, Madrid, Zaragoza y Tarragona, y limita con ese sur imaginario. Es una fobia producto de muchos prejuicios y caracteres. También tengo fobia, adquirida, a Nápoles. Mucha. Pero son fobias transitorias. Si viajo a esos lugares del sur suelo encontrarme a gusto. Igual que a disgusto en algunos lugares al norte de dicha línea. Porque los lugares, los territorios, son pamplinas, estupideces, por más que impriman huella en sus habitantes. Son las personas que los habitan quienes me caen bien o mal. Igual que sus ideas las comparto o no, aunque luego sus actitudes y formas de actuar puedan ser discordantes o acordes a mi percepción de lo que me parece agradable o correcto. Las fobias son así. Irracionales. E irracionales son nuestros planteamientos, todos, puesto que parten del prejuicio, del desconocimiento, de la composición falsa. Pero cuando las fobias se atizan como hechos reales, propaganda (invento protestante, qué bien lo define Roca Barea...) buscando con ello un resultado que viaja al racismo y a la xenofobia violenta, buscando el aniquilamiento, sea físico o espiritual, del otro, pues... me jode. Porque se ha cruzado la única línea que considero inviolable. La de acabar con el otro por el mero hecho de ser eso, otro.

Ser español es un accidente, como lo es ser francés, alemán o etíope. De hecho, ser de Madrid o Carabanchel, de Lyon o el distrito 14 de París, de Berlín o de Brunswik, ser Afar o Mursi, son puñeteros accidentes. Ser un ser humano es un accidente cósmico, irracional, sin plan alguno en ello. Ser, a secas, es fortuna. Suerte. Ser y pensar. Ser y disfrutar conscientemente de ser. Ser negro es un hecho que se remonta a un par de millones de años, creo, mientras que ser blanco es algo accidental de los últimos 15000 años o así. Tener ojos claros u oscuros es riqueza genética, como pelo liso o rizado. Una vez asumido que somos accidentales, contingentes y no necesarios (como decían en el pueblo de "Amanece que no es poco") la vida se ve de otra manera, más tranquilamente. Los grandes monolitos que establecemos como hitos pierden su magnitud y hasta las estrellas nos parecen amigables. Por eso, las fobias, aunque normales, aunque impresas en nuestra genética, ceden ante la observación real, calmada, ajena.

Los caballos me parecen fascinantes. Pero no quiero tocarlos. Sé que su piel es atractiva y el pelo cepillado, precioso. Me parece una experiencia montarles y cabalgar. Si es la mitad de divertido que ir en bici, querría probarlo. Pero no por ello dejo de tenerles fobia. Porque, como he dicho, es irracional, incontrolable, aunque comprendiéndola, sé que lo llevo mejor, porque no dejo que me domine. Quizá, si todos jugáramos a ese juego, a comprender nuestras fobias, se atenuarían tanto que no nos daríamos cuenta de que las tenemos. No sé si em comprenen...

Una salutació,

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