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jueves, 24 de marzo de 2016

¿Merece la pena ser aceptado?

El ser humano tiene una necesidad (salvo casos específicos diagnosticados) de formar parte de una sociedad. Comienza en la familia, el pilar inicial donde se apoyan y de donde bebe todo. Sigue en los pares, amigos, compañeros de estudios y juegos, y se expande después con más o menos extensión. Siempre hay una sociedad, un grupo, una colectividad en la que hay normas, objetivos, jerarquías, costumbres. Da igual que creemos por accidente una como en "El señor de las moscas" o la diseñemos a lo "Un mundo feliz". Importa poco. Nuestra vida consiste en cómo interactuamos con los demás y cómo nos ven.

¿O no es así? Quiero decir, si alguien me califica de machista, de racista, de homófobo, o de feminista, de multicultural, de gayfriendly, o de buenista o de facha, de insolidario o despegado, de radical o moderado, ¿lo soy? Recurramos a Aristóteles. No. Es el prejuicio, esa categorización que simplifica procesos mentales y ahorra esfuerzos. El ser humano está concebido para economizar esfuerzos en todo excepto en aquello que más le entusiasma, donde es capaz de extenuarse al borde de la muerte. Mi hermano es incapaz de dejar el deporte por duro que sea y lesionado esté. Le proporciona una felicidad superior a las lesiones. Yo soy capaz de racionar mis esfuerzos en muchas áreas, excepto algunas concretas. La cuestión es que no somos lo que otros nos dicen que somos. El reflejo puede ayudar a comprender, pero no a categorizar en piedra y eternamente un rasgo de carácter.

Psicología y sociología han tratado estos temas con más profusión. Lo cierto es que, en la sociología, me impresiona siempre que leo sobre tal o cual cultura o sociedad las normas, diferentes, que acatan sus miembros. Sin discusión sopena de acabar siendo parias, desterrados, exiliados.Hay normas de todo tipo. Y la condensación más férrea es, siempre, la religión. Ésta, tome el nombre que tome, contenga las creencias y dogmas que contenga, es el verdadero código de derecho social más claro y asentado.

En Bruselas, en Londres, en algunas ciudades francesas, hay barrios completamente musulmanes, pequeños guetos modernos donde ni la policía entra (por aquello del respeto, cara a la galería, y no meterse en líos, en realidad) y donde se ha desarrollado una vida completamente diferente al resto de la ciudad e incluso la nación. Dirán, claro, como los quinquis de Carabanchel o los pijos de Chamberí. Bueno, la diferencia es que en algún momento un quinqui de Carabanchel podría pasearse por Chamberí y al revés, y salvo por la ropa, nada parecería tan raro. Compartíamos un sustrato cultural muy similar, tamizado por la clase y la riqueza. En estos nuevos guetos, sin embargo, se larva un rencor a quienes han dado su acogida, sean británicos, belgas o franceses. Y curiosamente, la culpa no está en lejanos desiertos afganos o remotas cuevas paquistaníes, ni siquiera en disputados campos de Irak. No, está en Arabia Saudí y su simpleza interpretativa, efectiva, eso sí, del Islam.

Imaginen que Hitler hubiera mantenido un nazismo controlado, callado, sin expansión militar territorial clásica. Que hubiera pagado (que lo hizo) a partidos y asociaciones en EEUU, Gran Bretaña, Francia... que hubiera dejado que ellos hicieran proselitismo, durante 20 o 30 años. Y que, de pronto, un día, manteniendo su liderazgo férreo, los hubiera convertido en quinta columna tan efectiva que no hubieran necesitado armas. Simplemente, mediante la expansión demográfica y el posicionamiento, hubieran nazificado Europa y EEUU en pocos lustros. Suena a ucronía similar al argumento de "Sumisión" de Houellebecq, pero imagínenlo. O no. Está pasando.

El problema de esto es que la izquierda dogmática y pública, como siempre, ha claudicado en el debate, dejando que la derecha más extrema se lo apropiara. El problema es que hablar de inmigración o peor, integración, concienciación ciudadana, de aquellos que profesan una ideología como el Islam, parece propio de abyectos fascistas. El problema, por tanto, es que hay una anestesia en el debate que impide cotejar, obtener resultados positivos. Y la falsa placidez, de cuando en cuando sacudida por bombas esporádicas, no ceja en su ceguera. Algunos, como Pérez-Reverte, continúan su soniquete de Pedro y el Lobo advirtiendo mucho tiempo ya de la caída del Imperio romano. Otros se llevan las manos a la cabeza, pero la mayoría calla y cierra los ojos.

Y la pregunta inicial, ¿cómo responderla? ¿merece la pena ser aceptado en una sociedad que te ignora como al resto, si no te conviertes en pieza productora? Puede ser, porque entonces eres aceptado en otra interior que, como siempre, un día, estallará cual organismo vivo contaminando al resto del cuerpo, devorándolo y dando lugar a uno nuevo. Siempre fue así. Recuerden el cristianismo, heredero del Imperio romano. En su día fue considerado (en términos modernos) subversivo, terrorista, contrario al Estado. Y luego se convirtió en Estado. Los primeros en esa lucha serán los menos recordados (siempre lo digo, el que primero pasa la puerta recibe el espadazo, los siguientes portan su cadáver como escudo y hacen el negocio) pero serán los más aceptados... 

No pasa nada. Hemos erosionado tanto las identidades que ni siquiera un retorno dogmático y urgente al cristianismo como bandera de unión funcionaría. Erosionado y enriquecido con otras, claro está. Pero el individualismo de hoy es el divide et imperas de antaño. Uno a uno, caeremos, poco a poco, primero por compasión, luego por comprensión, después por aceptación, finalmente... por sumisión.

O quizá me equivoque y brote otra cosa diferente y nueva que no conocemos aún. O no. 

Un saludo,

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