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martes, 21 de noviembre de 2017

¿Pero qué cojones está sucediendo?

Me imagino que más de uno se hace esa pregunta. Yo he huido del Facebook y apenas participo en Twitter o redes cualesquiera (salvo chats privados de WhatsApp y visto lo visto, más bien poco y de manera más humorística) porque me siento abrumado. Hasta los cojones, diría aquel. 

En el mundo moderno (y hace 2000 años también) uno siempre la sensación de que se le escapa algo. O falta información o esta es excesiva y provoca ruidos. Sobre el asunto de Cataluña, me he visto de pronto superado. Independentismo, nacionalismo (de ambos lados) o el llamado "constitucionalismo" o "unionismo". Emociones. Mi opinión debería ser clara. Pero se da golpes con cada nueva afirmación o comentario o información que leo. Opinión también. Y me parece que la mía queda tan abollada e incierta que me cuesta emitir una.

Hay una guerra de propaganda brutal, por todas partes. No la había notado tan virulenta desde que tengo conciencia. Desconexión emocional lograda por mi parte, contemplo obnubilado relatos de tantas partes como agendas hay. Hechos que parecen claros de pronto son controvertidos, inexactos o malinterpretados. No hay verdad. Hay un objeto que, contemplado desde mi fantasiosa epoché, destella o muestra suciedad en tantas de sus facetas que ni sé qué objeto estoy contemplando.

Esa desorientación se hace más aguda cuando las etiquetas libran la batalla. "Las izquierdas". Los que, emocionalmente, son mis "buenos", me parecen absolutamente perdidos. Zombies. La izquierda debe apoyar el independentismo catalán aunque éste no sea absolutamente nacionalista porque es un modelo de revolución nuevo (¿Nuevo? ¿En serio?) que va a terminar con el sistema corrupto de la II restauración postfranquista. Y otro que dice que la izquierda no puede ser nacionalista nunca (dogma incansable) porque el nacionalismo es todo lo contrario que la izquierda (jerarquía vs horizontalidad, por ejemplo) así que "las izquierdas" son, ahora mismo... ¿Qué? ¿Quiénes?

El relato de Cataluña lo están manejando muy bien los partidarios de la independencia, sea por  los motivos que sean. La muchachada (y no muchachada) está viviendo una efervescencia revolucionaria como la de un Mayo del 68 o un París de la Comuna, sin fusiles, sin prusianos o adoquines, pero reconvirtiendo esos hechos en símbolos con la policía nacional o la guardia civil como enemigos y representantes de un Estado represor. ¿Dónde empieza la defensa de la Constitución y dónde empieza el Estado que reprime? ¿Se unen, tienen caminos paralelos, entrecruzados, divergentes? En mi reflexión sobre el relato de Cataluña vuelvo a perderme en paralelismos y sonrío ante la "Revolución de las Sonrisas" que ya no sé si es de los que saben algo y no lo comparten o del resto ante los que dicen saber algo pero no saben nada.

Puede que mis fallos de entendimiento vengan de la desconexión emocional que he alcanzado, como dije, y no me zambulla intensamente en los remolinos sensitivos que pueden estar agitando el pantanoso debate, limitándome a contemplar la superficie oleaginosa y cambiante de ese inmenso pantano. Puede ser eso, o también mi incapacidad para extraer, separar, revisar y unir los datos que llegan día tras día por tantos y diversos medios. Al final es cuestión de aceptar un relato o no, de creértelo o no, de permitir que avance una historia cuyos protagonistas generan empatía o no, donde suceden giros de trama creíbles o no. La suspensión de la incredulidad que pedía Hitchcock y que dejaba paso a la lógica emocional y dramática de la historia que narraba en imágenes.

¿Se puede no aceptar el relato de una Cataluña oprimida en la España postfranquista y represora que busca su libertad con paciencia y en paz, tanto como el relato de una España potente que sufre el acoso indigno de una panda de insolidarios egoístas y criminales que rompen con esa potencia? ¿Se puede no estar de acuerdo con que se mande la policía a la expresión, sea charada o entusiasta, de una votación por la independencia, y de que la violencia ejercida además de un error se ha magnificado en exceso? ¿Se puede estar en desacuerdo con Rajoy y su gobierno y con Puigdemont y su govern? ¿Se puede estar en desacuerdo con los supremacistas que piden sólo catalán y los que sólo piden castellano? ¿Se puede no estar de acuerdo con que España es un estado de fascistas y que tampoco son fascistas los que buscan la imposición de un estado en Cataluña? ¿Se puede? ¿Puedo?

Si puedo, entonces tengo libertad de expresión, un derecho fundamental, aunque hoy día no sirva para nada, porque la libertad de expresarte no dignifica la expresión ni obliga a escucharte a nadie. Simplemente, sigo preguntándome... ¿Pero qué cojones está sucediendo?

Un saludo a todos,

viernes, 3 de noviembre de 2017

Hogar.

El día 31 de octubre de 2017 fue la primera noche que pasé en mi vieja casa, la casa de mis padres, de mi familia, el hogar en que viví 32 años hasta que me independicé en 2008 y me marché. Hasta 2017 he vivido en compañía de Cristina, con quien me casé en 2011, y de quien ahora me he separado para divorciarme. En el camino, 7 años en Alcorcón, 2 en Madrid, viviendo juntos, dos hipotecas y dos hijos. Y un gato. Ese balance, en crudo, no expresa los sentimientos y emociones, como cuando nació mi primer hijo y le sostuve en brazos como algo nuevo, extraño, un cuerpo ajeno al propio pero completamente propio en todo sentido. No muestra los momentos de tensión, de descubrimiento, del día a día donde evolucionaba, crecía, mostraba su personalidad y la influencia de nuestra crianza. No habla de los momentos de duda, de crispación, de duelo, de dolor, de miedo, de inquietud. Nuestro gato, mi gato, cayó en 2016 por la ventana de la casa, cinco pisos hasta el patio, salvándose milagrosamente, aunque herido. Lo pasé muy mal, me hizo rememorar el dolor de la pérdida, transmitido por mis padres tras sentirlo respecto a mis dos hermanos. Y mi hijo mayor se hirió varias veces, caídas, golpes, sangre, gritos de dolor, aullidos que queman la piel y penetran hasta los nervios haciéndolos hervir. El mundo se ha tornado carne palpitante, sensible, doliente. Emociones puras, sentimientos sin doblez, perspectivas sencillas.

En 2017 tomé la decisión de separarme. Arreglé mi casa, la casa donde nací y viví con mis hermanos y mis padres mientras los iba perdiendo. Mi hermano mayor, Carlos, un modelo y un enigma. El siguiente, Félix, un caso perdido según todos, extrañamente blando en mi memoria. Luego mi madre. Después mi padre. Las marchas, huidas, gritos, portazos, abrazos de reconciliación y frases de enseñanza, refranes que no lo eran y sabidurías manadas de silencios o palabras en cascada. Las resistencias a la realidad, a los cambios, a las novedades, o su búsqueda impulsiva, creyendo en ello hallar soluciones, respuestas. La vida es un continuo transitar por falsas certezas y sombras de certidumbre. Arreglé la casa, como digo, y el martes 31 de octubre pasé mi primera noche en ella.

Al contrario de lo que temía, ningún fantasma me acosó, ningún recuerdo pendiente de resolver me hizo mella y atrapó mi sueño. Dormí como nunca, cansado de la excitación del nuevo hogar, mi hogar, nuestro hogar, el nuevo hogar de mis hijos y mío. El día siguiente hice la presentación, afrontando el examen más exigente que recuerdo, más nervioso que ante un final de carrera. Estuvieron mis hijos conmigo. El mayor durmió en su nueva casa, despertó conmigo, me abrazó, me besó, me quiso, me habló, sentí la cercanía de su piel, de su cuerpecito, de su voz, de su mirada anhelante, repleta de cariño, de inteligencia, de amor. De futuros posibles sin escribir, por escribir, por desear. Y tras un día intenso, rutinas, colegios, parques, tareas varias, le dejé en su otra casa, la de su madre. Y volví a la mía.

Me volqué en varias tareas. Me distraje viendo series. Limpié, ordené, arreglé, planifiqué, pensé. Y entonces entré en su habitación. Vacía, los juguetes aún sin recoger en la alfombra, el vacío de su ausencia, el eco apagado de su voz, sus palabras, su sonrisa, su cariño. Toqué la cama donde reposó mi hija, dormida plácidamente, ausente, creciendo entre leche materna y abrazos, voces cálidas y pequeños paseos. Y me sentí solo. Como nunca.

Perder a mis familiares me debería haber preparado. Esto es una separación temporal. Apenas hay 1400 metros de distancia, un cuarto de hora andando, cinco minutos en bicicleta. Un río entre medias, ese río frontera de mi infancia, adolescencia, juventud y vida adulta que separaba el barrio del anhelo, del sueño, de la aspiración que situaba en el otro lado. El río que delimitaba tantas cosas y cuyo cruce suponía incursionar en la novedad, la excitación del explorador que holla tierras promisorias. Ahora al otro lado se encuentran dos tesoros, dos nada ocultos, que ningún pirata lograría intercambiarme por miles de gemas o el tesoro del galeón español más rico del océano. Dos personitas que son mi prioridad, coordenadas y deseo mayor. Al otro lado del río se encuentran de nuevo mis deseos, aspiraciones y anhelos.

Mi hermano, el que me queda, Ángel, ese bruto sabio que sintetiza la poliédrica realidad, me advirtió. Vivir en soledad no es fácil, no todo el mundo está preparado para ello. Nunca. Hay que ser consciente que algunos saben y pueden y, otros, no. No sé qué tipo soy aún. Sé que sin mis hijos mi vida sería infinitamente más triste, gris y opaca. No son excusa de nada. Con ellos he escrito, leído y hecho mis primeras pequeñas obras. Tras ellos, junto a ellos, seguiré haciéndolo. No escribo casi nada desde inicios de año, apenas leo, pero mi ingenio, el que tenga, lo invierto en cuentos, historias, relatos y distracciones para el mayor e ideas para que pueda recibirlas la pequeña. Mi mejor obra no existe aún, ni siquiera puedo decir que sean ellos, porque fue en común, una labor compartida y que seguiré compartiendo con su madre, aunque no la quiera, aunque no sienta el amor del que dudé y he certificado que desapareció hace tiempo. El afecto de adultos es extraño. Se compone de miles de pequeñas cosas, pero lo puedo reducir a complicidad, pasión y compromiso. Queda el compromiso. Y es el compromiso más importante que he adquirido jamás, por encima de hipotecas, deudas, libros por escribir o éxitos cualesquiera. Cambio mil premios por la mirada anhelante y sonrisa de mi hijo al contarle una historia, embelesado y perdido en mis palabras entonadas para hacerla más viva. Trueco cualquier nuevo aparato electrónico por un juguete con el que verle disfrutar, sean mis enanos pintados hace 25 años o un pequeño muñeco de plástico. ..

Y es extraño, pero en mi casa nueva que es vieja se superponen todas. Veo el mismo suelo de cerámica negra y nubes blancas a las que asignaba formas, caras, imágenes. Allá el viejo filósofo, en el baño los patitos caminando tras la madre, en la cocina la vieja de nariz ganchuda, en la terraza las trincheras de mis soldaditos de plástico. Veo el mismo mueble donde había de todo, herramientas, clavos, tornillos, cartas, libros, manteles, fotos, toallas, licores que probé a escondidas, la televisión que no podía ver salvo cuando me dejaban. Sigo en la misma penumbra que siempre he sentido (toda la vida me ha parecido una casa oscura, aunque ahora luce iluminada como nunca; quizá ensombrecida por las tragedias...) a pesar de disfrutar de iluminación LED. Aún evito mecánicamente puertas, huecos, trozos de pared que ya no existen. Miro en dirección distinta a pesar de saber que no estoy mirando a la acostumbrada. Siento, veo, percibo, y todo se superpone, se mezcla, aunque la realidad que mis ojos me muestran sea otra. La que he configurado, la que he modificado para lograr un sueño.

Un hogar. Un hogar parcialmente vacío, preparado como un mausoleo sin vida que torna hogar cuando él está en la casa, emanando más calidez que cualquier estufa, radiador o chimenea. Mi hijo llena con su presencia cualquier espacio en el que esté, y sé que más pronto que tarde lo hará igual mi hija. Ellos, en realidad, y no las paredes de esta casa, son mi hogar. Siempre. Y en él moraré hasta que ellos me dejen.

Llegar a estas palabras me ha costado mucho. Es un punto de partida, un cruce de caminos o un final, no se sabe. Me da igual. Mañana les veré. Y siempre que pueda, quiero verles. El amor que siento hacia ellos es tan superior que lo envuelve todo. He tomado mis decisiones. Sé por qué. Ahora falta que, en este primer día de más de diez mil, de muchos más, aprenda a seguir el consejo de mi hermano y sepa hacer de mi soledad un motor provechoso. Cuando vaya liberando mi mente como desembalaba cajas, cuando ordene y sitúe todo en su sitio, sabré que no he hecho más que una porción del camino. Como siempre. Como es.

No tengo más patrimonio que mi tiempo, y eso, todo, derrochando o gastando sin tasa, será de ellos. Junto al don de la risa y la certeza de que el mundo está loco, podré seguir haciendo de la soledad una aliada.


Un saludo,